El Panteón - Roma

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 Templo que los romanos habían dedicado a una pluralidad de dioses

"El más bello recuerdo de la antigüedad romana es sin lugar a dudas el Panteón. Este templo ha sufrido tan poco, que aparenta estar igual que en la época de los romanos." Stendhal

 

Al entrar en la Piazza Della Rotonda, el Panteón se alza de improviso ante los ojos del visitante, como si su mole de piedra gris emergiera incólume de la profundidad de los siglos. Es quizá el edificio mejor conservado de la antigua Roma, y su enorme cúpula constituye un alarde arquitectónico sin parangón.

Pero lo más impresionante viene cuando uno atraviesa el pórtico de vetustas columnas, penetra entre las abiertas puertas de bronce y llega al interior del templo. Descubre allí la inesperada maravilla de la luz, que afluye desde la redonda abertura del techo, resbala por las paredes cilíndricas e invade todo el espacio con su serenidad dorada, llena de majestad y reposo.

 

El Panteón, como su nombre indica, era el templo que los romanos habían dedicado a una pluralidad de dioses. En la forma que ha llegado hasta nuestros días, fue construido bajo Adriano, entre los años 118 y 128 de nuestra era.

Siglos más tarde, cuando el Imperio romano ya había sido en gran parte evangelizado, el emperador Focas lo donó a la Iglesia, y en el año 609 el Papa Bonifacio IV lo transformó en la iglesia de Santa María ad Martyres. A partir de entonces, el templo fue también un gran relicario, porque el Papa quiso que custodiase los restos de millares de cristianos, muchos de ellos mártires, que hasta ese momento se encontraban en las catacumbas.

 

Vista interior del Panteón

 

En esa época ya tardía, casi en los albores de la Edad Media, la dedicación del antiguo Panteón pagano a los mártires ponía de manifiesto en qué alto grado la Iglesia se reconocía deudora de quienes habían sido testigos de Cristo hasta el extremo de entregar su vida por la fe. Niños como Tarsicio, vírgenes como Inés y Cecilia, madres de familia como Perpetua, ancianos como Policarpo… habían sido, en su debilidad, más fuertes que todas las legiones; habían triunfado, como el Maestro, en la locura de la Cruz, y por eso merecían ser cantados y venerados en los siglos sucesivos.

En la historia de la Iglesia son muy numerosos los santos que han pasado al menos una temporada en Roma y se han distinguido por su devoción a los mártires. Un ejemplo es Santa Catalina de Siena, que residió en la Ciudad Eterna al final de su vida y gustaba de ir a rezar ante las memorias de los Apóstoles y de los primeros cristianos que habían dado su vida por la fe.

Santa Catalina había acudido a Roma a ruegos del Papa Urbano VI, necesitado de su oración y consejo ante la gravísima crisis del Cisma de Occidente. La santa residía en una casa situada muy cerca del Panteón, acompañada por más de veinte caterinati (así llamaban a sus discípulos) que la habían seguido desde Siena.

 

Vista lateral del Panteón

 

En la Urbe, Catalina siguió entregándose de lleno al servicio de la Iglesia y del Romano Pontífice: por invitación de Urbano VI, habló durante un consistorio a los cardenales, instándoles a confiar en el Señor y a estar firmes en la defensa de la verdad; escribió cartas a los reyes de los principales países de Europa, para convencerles a reconocer al único y verdadero Vicario de Cristo; también se dirigió –con su estilo persuasivo, lleno de fuego- a varias personalidades de la cristiandad de aquel tiempo, animándoles a que acudieran a Roma per fare muro, para hacer muro en torno al Papa; y pacificó a los mismos habitantes de Roma cuando, a causa de las intrigas urdidas por los cismáticos, se produjeron tumultos en la ciudad.

Y, por encima de todo, Catalina se dedicó a rezar. Ella misma describió en una carta escrita pocos meses antes de morir, cuando ya estaba gravemente enferma, cómo eran sus jornadas: “Cerca de las nueve, cuando salgo de oír Misa, veréis andar una muerta camino de San Pedro y entrar de nuevo a trabajar (orando) en la nave de la Santa Iglesia. Allí me estoy hasta cerca de la hora de vísperas. No quisiera moverme de allí ni de día ni de noche, hasta ver a este pueblo sumiso y afianzado en la obediencia de su Padre, el Papa”.

 

Santa María Sopra Minerva

 

Santa Catalina hacía suyos los sufrimientos de la Iglesia en aquellas horas difíciles. En Roma, el Señor quiso aceptar el ofrecimiento de su vida por la Iglesia, que la santa le había reiterado en muchas ocasiones.

Así, agotada por el dolor que oprimía su corazón a causa del cisma que desgarraba el Cuerpo Místico de Cristo, y padeciendo además graves dolencias físicas, entregó su alma a Dios rodeada de sus discípulos, a los que no se cansaba de recomendar que viviesen la caridad fraterna y que también ellos estuviesen dispuestos a dar la vida por la Iglesia.

 

 

 

Detrás del Panteón, y muy cerca de la calle donde vivía Santa Catalina, se encuentra la iglesia de Santa María sopra Minerva, donde reposan sus sagrados restos, en una sarcófago situado bajo el altar mayor. Esta iglesia –la única de estilo gótico en Roma- conserva en su interior gran cantidad de obras de arte de autores muy reconocidos, pero desde finales del siglo XIV ha sido visitada ante todo por fieles deseosos de acudir a la intercesión de la gran santa de Siena.

 

 

 

BREVE HISTORIA DEL PANTEÓN

 

 

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