La fuerza de la fe

Si un hombre no está dispuesto
a dar la vida por sus ideas,
es porque sus ideas no valen nada
o él no vale nada.

Ezra Pound

En el año 304, el emperador Diocleciano prohibió a los cristianos, bajo pena de muerte, tener las Escrituras, construir lugares para el culto o reunirse el domingo para celebrar la Eucaristía. En Abitina, una pequeña localidad de la actual Túnez, cuarenta y nueve cristianos fueron sorprendidos un domingo mientras, reunidos en la casa de Octavio Félix, celebraban la Eucaristía, desafiando las prohibiciones imperiales. Tras ser arrestados, fueron llevados a Cartago e interrogados por el procónsul Anulino.

Fue significativa, entre otras, la respuesta que un cierto Emérito dio al procónsul, que le preguntaba por qué habían transgredido la severa orden del emperador. Respondió: "Sine dominico non possumus". Es decir, sin reunirnos el domingo para celebrar la Eucaristía, no podemos vivir, nos faltarían las fuerzas para afrontar las dificultades diarias y no sucumbir.

Después de atroces torturas, estos mártires de Abitina murieron heroicamente, pero con ello vencieron, y ahora los recordamos y nos llevan a reflexionar también a nosotros, cristianos del siglo XXI, sobre la Eucaristía y sobre nuestra disposición a dar la cara por nuestra fe.

En el año 320, durante la persecución de Licinio, hubo otro grupo de mártires que se hizo muy popular entre los primeros cristianos: los cuarenta mártires de Sebaste. Estaban enrolados en una legión de guardia de frontera. Los cuarenta eran muy jóvenes, de menos de veinte años. Cuando llegó al campamento la orden de Licinio de que los soldados participaran en los sacrificios idolátricos, ellos rehusaron. Fueron arrestados, atados a una larga cadena y encerrados en la cárcel. La prisión se prolongó mucho tiempo, probablemente porque se aguardaban órdenes superiores, o incluso del mismo emperador. Durante la espera, previendo su fin, los presos escribieron un testamento colectivo en el que se recogían los nombres de cada uno.

Llegada la sentencia de condenación, fueron destinados a morir de frío. Debían estar expuestos desnudos por la noche, en pleno invierno, en un estanque helado y ahí aguardar su fin. El lugar elegido para la ejecución fue un amplio patio delante de las termas de Sebastia. Para aumentar el tormento de las víctimas, se dejó abierta la entrada a las termas, de donde salían chorros de vapor del calidarium. Bastaban pocos pasos para salir unos de las angustias, renegar de Cristo y recuperar en las termas esa vida que se estaba yendo de sus cuerpos minuto a minuto. El tiempo pasaba y ninguno de los condenados salía del estanque helado. Mientras sufrían aquel frío tan intenso oraban pidiendo a Dios, que, ya que eran cuarenta los que habían proclamado su fe en Cristo, fueran también cuarenta los que lograran la gracia del martirio. El vigilante de las termas asistía estupefacto a la escena. De repente, uno de los condenados, extenuado por los espasmos del frío, salió del estanque y se arrastró hacia la puerta iluminada. Al ver esto, el vigilante decidió remplazarlo completando nuevamente el número de cuarenta: se proclamó cristiano y se arrojó junto a los otros condenados.

      
       -¿Y crees que era necesario morir de esa manera?

Creo que el mundo avanza y sobrevive gracias al testimonio de personas que no se dejan doblegar y saben hacer frente con valentía a los atropellos que se hacen a la dignidad del hombre.

Podríamos referirnos de nuevo al ejemplo de Santo Tomás Moro, que en 1534 prefirió ser destituido de todos sus cargos, ver confiscados sus bienes y acabar recluido en Torre de Londres, antes que aceptar las infamias de Enrique VIII. Allí estuvo encerrado durante quince meses, hasta que fue decapitado, soportando todo tipo de presiones para no ser fiel a lo que Dios, a través de su conciencia, le pedía. Su testimonio de coherencia cristiana hasta el martirio explica que su fama haya crecido incesantemente con el paso de los siglos. Su nombre figura tanto en el martirologio católico como en el anglicano, y su figura es reconocida universalmente, por encima de fronteras nacionales y de confesiones religiosas, como símbolo de integridad y como testimonio heroico de la primacía de la conciencia.

También podríamos recordar el caso de San Estanislao de Polonia, que en el año 1079 tuvo la audacia de censurar al mismísimo rey Boleslao II por sus múltiples inmoralidades. El rey ordenó matarlo, y como sus sicarios no se atrevían a atentar contra una persona tan santa, subió él mismo al altar de la catedral de Cracovia y, mientras celebraba la Santa Misa, lo asesinó con sus propias manos.

-Supongo que no habrá sido en vano el testimonio de tantas muertes en defensa de la fe, pero dan ganas de responder de otra manera ante los atropellos y las injusticias.

Es cierto, y por eso en muchas ocasiones nos preguntamos por qué razón Dios se queda callado, por qué no hace de inmediato lo que para nosotros resulta quizá evidente. Muchas veces desearíamos que Dios se mostrara más fuerte, que actuara con más contundencia, que derrotara de una vez al mal y creara un mundo mejor.

Sin embargo, cuando pretendemos organizar el mundo adoptando o juzgando el papel de Dios, el resultado es que hacemos entonces un mundo peor. Podemos y debemos influir en que el mundo mejore, pero sin olvidar nunca quién es el Señor de la historia. Porque, como ha señalado Benedicto XVI, nosotros quizá sufrimos ante la paciencia de Dios, pero todos necesitamos de su paciencia. El mundo se salva por el Crucificado y no por los crucificadores. El mundo es redimido por la paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de los hombres.

El testimonio de los santos ha tenido un gran peso a lo largo de la historia. Chesterton decía que, a fin de cuentas, todos los siglos han sido salvados por media docena de hombres que supieron ir contra las corrientes de moda en ese siglo. Cada época tiene sus audacias, y cada audacia, un hombre que tiene el valor de vivir contra corriente ante las ofuscaciones y cobardías del momento.

Además, muchas veces, esas persecuciones han sido ocasión de grandes bienes. Si recordamos, por ejemplo, la figura de San Esteban, el primer mártir del cristianismo, vemos que a su asesinato siguió una persecución contra los cristianos, la primera en la historia de la Iglesia, pero aquella persecución, que les obligó a huir de Jerusalén y a dispersarse, les hizo transformarse en misioneros itinerantes, de manera que la persecución, y la consiguiente dispersión, se convirtieron en misión, y el Evangelio se propagó por Samaria, Fenicia y Siria, hasta llegar a la gran ciudad de Antioquía, donde, según cuenta San Lucas, fue anunciado por primera vez también a los paganos.

En todas las épocas y lugares, aunque a primera vista no lo parezca, ha sido difícil vivir la fe o la entrega a Dios. Tampoco es fácil ahora, aunque en pocos sitios haya ya prohibiciones o persecuciones formales. El mundo en el que vivimos, marcado a menudo por el consumismo, por la indiferencia religiosa o por un secularismo cerrado a la trascendencia, aparece muchas veces, para la entrega a Dios, como un desierto no menos inhóspito que el de otros tiempos. Pero quizá precisamente por eso, vivir contra corriente es tanto o más necesario.

interrogantes.net

Dos mil años después sigue habiendo un brillo contagioso en los hombres que viven bien el cristianismo

No somos nosotros los que creamos la verdad,
los que la dominamos y la hacemos valer.
Es la verdad la que nos posee.

Alejandro Llano

 

Una seguridad razonable

—¿Y por qué precisamente la religión cristiana va a ser la verdadera?

Es realmente difícil, en un diálogo como el que llevamos, no acabar en esta pregunta. Intentaré responderte, pero no esperes una demostración que lleve a una evidencia aplastante.

—¿Quieres decir entonces que no se puede demostrar?

Una cosa es que algo sea demostrable y otra que sea evidente. Se pueden aportar pruebas sólidas, racionales y convincentes, pero nunca serán pruebas aplastantes e irresistibles.

Ten en cuenta, además, que no todas las verdades son demostrables. Y menos aún para quien entiende por demostración algo que ha de estar atado indefectiblemente a la ciencia experimental, aunque a ese prejuicio ya le hemos dedicado un par de capítulos y será mejor no repetirse.

Digamos —no es muy académico, pero sirve para entendernos— que es como si Dios no quisiera obligarnos a creer. Dios respeta la dignidad de las personas, que Él mismo ha creado, y que han de regirse por su propia determinación. Dios actúa con ese respeto por el hombre. Además, si fuera algo tan evidente como la luz del sol, no haría falta demostrar nada: ni tú estarías leyendo este libro ni yo lo habría escrito.

Nadie se rinde ante una demostración no totalmente evidente (algunos, ni siquiera ante las evidentes), si hay una disposición contraria de la voluntad. La fe es un don de Dios, pero a la vez es un acto libre. Para creer, hace falta una decisión libre de la voluntad.

Dios podría haber hecho que sus mandatos o sus consejos aparecieran escritos en el cielo, como por arte de magia, pero ha preferido actuar de modo ordinario y natural, a través de las inteligencias de los hombres, respetando su libertad, su personalidad y sus condicionantes culturales. Ha querido salvaguardar lo más posible nuestra libertad. Así será mayor la plenitud de nuestra fe.

Si te parece, podemos ir repasando diversos aspectos de la religión cristiana, comentando algunas de las razones que pueden ayudar a comprenderla mejor. No pretendo argumentar de modo muy exhaustivo, sino arrojar un poco de luz sobre el asunto, es decir, hacer más verosímil la verdad.

 

Un sorprendente desarrollo

Podemos empezar, por ejemplo, por considerar lo que ha supuesto el cristianismo en la historia de la humanidad. Piensa cómo, en los primeros siglos, la fe cristiana se abrió camino en el Imperio Romano de una forma prodigiosa…

—Es algo muy estudiado. Estuvo facilitado por la unidad política y lingüística del Imperio, por la facilidad de comunicaciones en el mundo mediterráneo, etc.

Todo eso es cierto. Pero piensa también que, pese a que esas condiciones eran favorables, el cristianismo recibió un tratamiento tremendamente hostil. Hubo una represión brutal, con unas persecuciones enormemente sangrientas, con todo el peso de la autoridad imperial en su contra durante más de dos siglos.

Hay que recordar que la religión entonces predominante era una amalgama de cultos idolátricos enormemente indulgentes con las más degradantes debilidades humanas. Tan bajo había caído el culto, que la fornicación se practicaba en los templos como rito religioso. El sentido de la dignidad del ser humano brillaba por su ausencia, y las dos terceras partes del imperio estaban formadas por esclavos privados de todo derecho. Los padres tenían derecho a disponer de la vida de sus hijos (y de los esclavos, por supuesto), y las mujeres, en general, eran siervas de los hombres o simples instrumentos de placer.

Tal era el mundo que debían transformar. Un mundo cuyos dominadores no tenían ningún interés en que cambiara. Y la fe cristiana se abrió paso sin armas, sin fuerza, sin violencia de ninguna clase. Predicando una conversión muy profunda, unas verdades muy difíciles de aceptar para aquellas gentes, un cambio interior y un esfuerzo moral que jamás ninguna religión había exigido.

Y pese a esas objetivas dificultades, los cristianos eran cada vez más. Cristianos de toda edad, sexo y condición: ancianos, jóvenes, niños, ricos y pobres, sabios e ignorantes, grandes señores y personas sencillas…, y, tantas veces, perdiendo sus haciendas, acabando sus vidas en medio de los más crueles tormentos.

Conseguir que la religión cristiana arraigase, que se extendiese y se perpetuara, a pesar de todos los esfuerzos en contra de los dominadores de la tierra de aquel entonces; a pesar del continuo ataque de los grandes poseedores de la ciencia y de la cultura al servicio del Imperio; a pesar de los halagos de la vida fácil e inmoral a la que llevaba el paganismo romano…; haber conseguido la conversión de aquel enorme y poderoso imperio, y cambiar la faz de la tierra de esa manera, y todo a partir de doce predicadores pobres e ignorantes, faltos de elocuencia y de cualquier prestigio social, enviados por otro hombre que había sido condenado a morir en una cruz, que era la muerte más afrentosa de aquellos tiempos… Para el que no crea en los milagros de los Evangelios, me pregunto si no sería este milagro suficiente.

Algo absolutamente singular en la historia de la humanidad

«El protagonista de mi novela —cuenta el escritor José Luis Olaizola en un libro autobiográfico— se había hecho cura, quizá porque me parecía un buen final de la novela que lo fusilaran al principio de la guerra civil española.

»Y como yo sabía muy poco de curas, y de su posible comportamiento en una situación tan límite, me puse a leer el Evangelio para articular un buen sermón ante el pelotón de fusilamiento, con palabras del mismo Cristo.

»Aquellas palabras sirvieron de poco para mi novela, pero a mí me llegaron bastante hondo. Así comencé a interesarme por la figura de Cristo, que me pareció un personaje muy atractivo…, a condición de que, efectivamente, fuera Hijo de Dios. Porque si fuera solo un hombre, y dijera las cosas que decía, sería un loco o un farsante. Y si Cristo era el Hijo de Dios, no se le ocurriría dejar la hermosura de su doctrina al libre discurrir de los hombres; sería el caos. Era lógico que hubiera encomendado el depósito de la fe a la Iglesia.

»Es decir, que por un proceso reflexivo me encontré siendo intelectualmente católico.»

Así cuenta Olaizola un pequeño retazo de su encuentro con Dios. Como en tantos otros casos, empezó por un descubrimiento de la figura de Jesucristo. Podemos analizar esto brevemente, pues constituye el fundamento de la fe cristiana. La pregunta básica sobre la identidad de la religión cristiana se centra en su fundador, en quién es Jesús de Nazaret.

El primer trazo característico de la figura de Jesucristo —señala André Léonard— es que afirma ser de condición divina. Esto es absolutamente único en la historia de la humanidad. Es el único hombre que, en su sano juicio, ha reivindicado ser igual a Dios. Y recalco lo de reivindicar porque, como veremos, esta pretensión no es en modo alguno signo de jactancia humana, sino que, al contrario, fue acompañada de la mayor humildad.

Los grandes fundadores de religiones, como Confucio, Lao-Tse, Buda y Mahoma, jamás tuvieron pretensiones semejantes. Mahoma se decía profeta de Allah, Buda afirmó que había sido iluminado, y Confucio y Lao-Tse predicaron una sabiduría. Sin embargo, Jesucristo afirma ser Dios. Lo que sorprendía y admiraba a las gentes era la autoridad con que hablaba, por encima de cualquier otra, aun de la más alta, como la de Moisés. Y hablaba con la misma autoridad de Dios en la Ley o los Profetas, sin referirse más que a sí mismo: “Habéis oído que se dijo…, pero yo os digo…”. A través de sus milagros manda sobre la enfermedad y la muerte, da órdenes al viento y al mar, con la autoridad y el poderío del Creador mismo. Sin embargo, este hombre que utiliza el yo con la audacia y la pretensión más sorprendentes, posee al propio tiempo una perfecta humildad y una discreción llena de delicadeza. Una humilde pretensión de divinidad que constituye un hecho singular en la historia y que pertenece a la esencia misma del cristianismo.

En cualquier otra circunstancia —piénsese de nuevo en Buda, en Confucio o en Mahoma—, los fundadores de religiones lanzan un movimiento espiritual que, una vez puesto en marcha, puede desarrollarse con independencia de ellos. Sin embargo, Jesucristo no indica simplemente un camino, no es el portador de una verdad, como cualquier otro profeta, sino que Él mismo es el objeto propio del cristianismo. Por eso, la verdadera fe cristiana comienza —como le sucedió a Olaizola— cuando un creyente deja de interesarse simplemente por las ideas o la moral cristianas, tomadas en abstracto, y encuentra a Jesucristo como verdadero hombre y verdadero Dios.

Otros rasgos sorprendentes

Hay otro rasgo característico de la figura de Jesucristo que presenta un fuerte contraste con el anterior. Se trata de su humillación extrema en la hora de la muerte. Una paradoja absoluta. El que ha manifestado ser el propio Hijo de Dios, aquel que reunía a las multitudes y arrastraba tras sí a los discípulos, muere solo, abandonado e incluso negado y traicionado por los suyos. También este rasgo es único.

Es el único Dios humillado de la historia. Además, va a la muerte como al núcleo principal de su misión. Y el Evangelio ve en la cruz el lugar en que resplandece la gloria del amor divino. Los Evangelios narran las dificultades que Jesucristo experimentó, incluso con sus propios discípulos, para lograr que sus contemporáneos aceptaran la idea de un mesianismo espiritual cuya realización pasaría, no por un triunfo político, sino por un abismo de sufrimiento, como preludio al surgir de un mundo nuevo, el de la Resurrección.

Y la descripción de la figura de Cristo en los Evangelios concluye con otro rasgo singular: el testimonio de su resurrección de entre los muertos. No hay ningún otro hombre del que se haya afirmado seriamente algo semejante.

La muerte de Jesucristo y la causa de su condena, son dos hechos materialmente inscritos en la historia, y que, como después veremos, hoy día ya nadie se atreve a negar: Jesucristo fue históricamente crucificado bajo Poncio Pilato a causa de su reivindicación divina. El hecho de su resurrección, sin embargo, sí es negado por algunas personas, que afirman que no se trata de algo empíricamente comprobable, y que por tanto sus apariciones después de muerto tendrían que deberse a una ilusión óptica, una sugestión o algún tipo de alucinación, producida sin duda por el deseo de que resucitara.

—Supongo que les parecerá una explicación más creíble de la Resurrección.

A mí en cambio me parece muy creíble que Dios, si realmente es Dios, haga cosas extraordinarias. Lo que me sorprende es el empeño de algunos por dar todo género de explicaciones, y su capacidad para aceptar cualquier cosa antes que admitir que Dios pueda hacer algo que se salga de lo ordinario.

A quienes hablan de “ilusiones ópticas”, por ejemplo, habría que recordarles que la reacción de los discípulos ante las primeras noticias de la resurrección de Cristo fue muy escéptica, pues estaban sombríos y abatidos, y aquel anuncio les pareció un desatino. Y está claro que no suelen producirse sugestiones, alucinaciones o ilusiones ópticas entre personas en actitud escéptica, y menos aún si esas sugestiones tienen que ser colectivas. Además, tampoco se explicaría por qué solo duraron cuarenta días, hasta la Ascensión, y después ya nadie volvió a tenerlas.

Los guardias que custodiaban el sepulcro dijeron —y después lo han repetido muchos otros— que los discípulos robaron el cuerpo mientras ellos dormían: curioso testimonio el de unos testigos dormidos, y poco concluyente para intentar rebatir algo que —durante su supuesto sueño— les fue imposible presenciar.

Sin embargo, el testimonio de la resurrección dado por los apóstoles y por los primeros discípulos satisface plenamente las exigencias del método científico. Es de destacar, sobre todo, el asombroso comportamiento de los discípulos al comprobar la realidad de la noticia por las múltiples apariciones de Jesucristo. Si esas apariciones no fueran reales, no se explicaría que esos hombres que habían sido cobardes y habían huido asustados ante el prendimiento de su maestro, a los pocos días estén proclamando su resurrección, sin miedo a ser perseguidos, encarcelados y finalmente ejecutados, afirmando repetidamente que no pueden dejar de decir lo que han visto y oído: el milagro portentoso de la Resurrección, del que habían sido testigos por aquellas apariciones, y que había transformado sus vidas.

La historicidad es de tal índole —lo analizaremos en el próximo capítulo— que la única explicación plausible del origen y del éxito de esa afirmación es que se trate de un acontecimiento real e histórico. Por otra parte, el testimonio de los Evangelios sobre la resurrección de Jesucristo es masivo y universal: todo el conjunto del Nuevo Testamento sería impensable y contradictorio si el portador y el objeto de su mensaje hubiese terminado simplemente con el fracaso de su muerte infamante en una cruz.

«Leyendo el Nuevo Testamento —escribe Tomás Alfaro—, puede verse que los Apóstoles eran hombres que creían fervientemente lo que decían. San Pedro fue crucificado cabeza abajo. San Andrés, en un tipo de cruz que desde entonces lleva su nombre. San Pablo fue decapitado, pues era ciudadano romano y esta era la única pena capital que podían sufrir. Todos los apóstoles, menos Juan, sufrieron martirio. Y la misma suerte corrieron muchísimos de los primeros testigos de la fe cristiana, que dieron su vida por esa supuesta invención. Y en nuestros días sigue habiendo nuevos engañados que mueren por esa fe, o que, sin llegar al martirio gastan toda su vida en pos de un ideal sustentado por las palabras inventadas de un mito que no existió nunca. Los discípulos de este mito inventado, de esta patraña, se lanzaron por el mundo, sin importarles ningún peligro, para proclamar a los cuatro vientos su mentira o su locura, que ellos llamaban Evangelio, es decir, la buena noticia. Y esto para cumplir el mandato de un hombre que nunca existió o, lo que es menos plausible todavía, se habían inventado. Un líder verdadero puede tener más o menos fuerza. Pero una patraña tan descomunal hubiera tardado muy poco en ser descubierta. Se puede pensar que eran unos locos o unos mentirosos, pero parece más plausible pensar que eran hombres cuerdos y honestos, que sabían lo que querían, y que lo que querían merecía recorrer el mundo y morir por ello si era necesario. Y no solamente eran capaces de hacerlo ellos. También eran capaces de hacer que otros siguiesen su ejemplo. ¡Qué brillo de sinceridad debía verse en sus ojos para que ese traspaso del testigo se produjese! Pero lo más impresionante es que ese brillo sigue encendiendo. Dos mil años después sigue habiendo un brillo contagioso en los hombres que viven bien el cristianismo.»

Alfonso Aguiló

Gilbert K. Chesterton: Por qué me convertí al catolicismo

G. K. Chesterton (*) (*) Famosísimo periodista, novelista, poeta y crítico literario (1874-1935) es una figura única y genial en la literatura inglesa y uno de los autores modernos más frecuentemente citados. Autor de las novelas del Padre Brown, Ortodoxia (escrito muchos años antes de convertirse), etc.  Hablaba así sobre su conversión:

Aunque sólo hace algunos años que soy católico, sé sin embargo que el problema “por qué soy católico” es muy distinto del problema “por qué me convertí al catolicismo”. Tantas cosas han motivado mi conversión y tantas otras siguen surgiendo después… Todas ellas se ponen en evidencia solamente cuando la primera nos da el empujón que conduce a la conversión misma. Todas son también tan numerosas y tan distintas las unas de las otras, que, al cabo, el motivo originario y primordial puede llegar a parecernos casi insignificante y secundario. La “confirmación” de la fe, vale decir, su fortalecimiento y afirmación, puede venir, tanto en el sentido real como en el sentido ritual, después de la conversión. El convertido no suele recordar más tarde de qué modo aquellas razones se sucedían las unas a las otras. Pues pronto, muy pronto, este sinnúmero de motivos llega a fundirse para él en una sola y única razón. Existe entre los hombres una curiosa especie de agnósticos, ávidos escudriñadores del arte, que averiguan con sumo cuidado todo lo que en una catedral es antiguo y todo lo que en ella es nuevo. Los católicos, por el contrario, otorgan más importancia al hecho de si la catedral ha sido reconstruida para volver a servir como lo que es, es decir, como catedral.

¡Una catedral! A ella se parece todo el edificio de mi fe; de esta fe mía que es demasiado grande para una descripción detallada; y de la que, sólo con gran esfuerzo, puedo determinar las edades de sus distintas piedras.

A pesar de todo, estoy seguro de que lo primero que me atrajo hacia el catolicismo, era algo que, en el fondo, debería más bien haberme apartado de él. Estoy convencido también de que varios católicos deben sus primeros pasos hacia Roma a la amabilidad del difunto señor Kensit.

El señor Kensit, un pequeño librero de la City, conocido como protestante fanático, organizó en 1898 una banda que, sistemáticamente, asaltaba las iglesias ritualistas y perturbaba seriamente los oficios. El señor Kensit murió en 1902 a causa de heridas recibidas durante uno de esos asaltos. Pronto la opinión pública se volvió contra él, clasificando como “Kensitite Press” a los peores panfletos antirreligiosos publicados en Inglaterra contra Roma, panfletos carentes de todo juicio sano y de toda buena voluntad.

Recuerdo especialmente ahora estos dos casos: unos autores serios lanzaban graves acusaciones contra el catolicismo, y, cosa curiosa, lo que ellos condenaban me pareció algo precioso y deseable.

En el primer caso —creo que se trataba de Horton y Hocking— se mencionaba con estremecido pavor, una terrible blasfemia sobre la Santísima Virgen de un místico católico que escribía: “Todas las criaturas deben todo a Dios; pero a Ella, hasta Dios mismo le debe algún agradecimiento”. Esto me sobresaltó como un son de trompeta y me dije casi en alta voz: “¡Qué maravillosamente dicho!” Me parecía como si el inimaginable hecho de la Encarnación pudiera con dificultad hallar expresión mejor y más clara que la sugerida por aquel místico, siempre que se la sepa entender.

En el segundo caso, alguien del diario “Daily News” (entonces yo mismo era todavía alguien del “Daily News”), como ejemplo típico del “formulismo muerto” de los oficios católicos, citó lo siguiente: un obispo francés se había dirigido a unos soldados y obreros cuyo cansancio físico les volvía dura la asistencia a Misa, diciéndoles que Dios se contentaría con su sola presencia, y que les perdonaría sin duda su cansancio y su distracción. Entonces yo me dije otra vez a mi mismo: “¡Qué sensata es esa gente! Si alguien corriera diez leguas para hacerme un gusto a mi, yo le agradecería muchísimo, también, que se durmiera enseguida en mi presencia”.

Junto con estos dos ejemplos, podría citar aún muchos otros procedentes de aquella primera época en que los inciertos amagos de mi fe católica se nutrieron casi con exclusividad de publicaciones anticatólicas. Tengo un claro recuerdo de lo que siguió a estos primeros amagos. Es algo de lo cual me doy tanta más cuenta cuanto más desearía que no hubiese sucedido. Empecé a marchar hacia el catolicismo mucho antes de conocer a aquellas dos personas excelentísimas a quienes, a este respecto, debo y agradezco tanto: al reverendo Padre John O’Connor de Bradford y al señor Hilaire Belloc; pero lo hice bajo la influencia de mi acostumbrado liberalismo político; lo hice hasta en la madriguera del “Daily News”.Este primer empuje, después de debérselo a Dios, se lo debo a la historia y a la actitud del pueblo irlandés, a pesar de que no hay en mí ni una sola gota de sangre irlandesa. Estuve solamente dos veces en Irlanda y no tengo ni intereses allí ni sé gran cosa del país. Pero ello no me impidió reconocer que la unión existente entre los diferentes partidos de Irlanda se debe en el fondo a una realidad religiosa; y que es por esta realidad que todo mi interés se concentraba en ese aspecto de la política liberal. Fui descubriendo cada vez con mayor nitidez, enterándome por la historia y por mis propias experiencias, cómo, durante largo tiempo se persiguió por motivos inexplicables a un pueblo cristiano, y todavía sigue odiándosele. Reconocí luego que no podía ser de otra manera, porque esos cristianos eran profundos e incómodos como aquellos que Nerón hizo echar a los leones.

Creo que estas mis revelaciones personales evidencian con claridad la razón de mi catolicismo, razón que luego fue fortificándose. Podría añadir ahora cómo seguí reconociendo después, que a todos los grandes imperios, una vez que se apartaban de Roma, les sucedía precisamente lo mismo que a todos aquellos seres que desprecian las leyes o la naturaleza: tenían un leve éxito momentáneo, pero pronto experimentaban la sensación de estar enlazados por un nudo corredizo, en una situación de la que ellos mismos no podían librarse. En Prusia hay tan poca perspectiva para el prusianismo, como en Manchester para el individualismo manchesteriano.

Todo el mundo sabe que a un viejo pueblo agrario, arraigado en la fe y en las tradiciones de sus antepasados, le espera un futuro más grande o por lo menos más sencillo y más directo que a los pueblos que no tienen por base la tradición y la fe. Si este concepto se aplicase a una autobiografía, resultaría mucho más fácil escribirla que si se escudriñasen sus distintas evoluciones; pero el sistema sería egoísta. Yo prefiero elegir otro método para explicar breve pero completamente el contenido esencial de mi convicción: no es por falta de material que actúo así, sino por la dificultad de elegir lo más apropiado entre todo ese material numeroso. Sin embargo trataré de insinuar uno o dos puntos que me causaron una especial impresión.

Hay en el mundo miles de modos de misticismo capaces de enloquecer al hombre. Pero hay una sola manera entre todas de poner al hombre en un estado normal. Es cierto que la humanidad jamás pudo vivir un largo tiempo sin misticismo. Hasta los primeros sones agudos de la voz helada de Voltaire encontraron eco en Cagliostro. Ahora la superstición y la credulidad han vuelto a expandirse con tan vertiginosa rapidez, que dentro de poco el católico y el agnóstico se encontrarán lado a lado. Los católicos serán los únicos que, con razón, podrán llamarse racionalistas. El mismo culto idolátrico por el misterio empezó con la decadencia de la Roma pagana a pesar de los “intermezzos” de un Lucrecio o de un Lucano.

No es natural ser materialista ni tampoco el serlo da una impresión de naturalidad. Tampoco es natural contentarse únicamente con la naturaleza. El hombre, por lo contrario, es místico. Nacido como místico, muere también como místico, sobre todo si en vida ha sido un agnóstico. Mientras que todas las sociedades humanas consideran la inclinación al misticismo como algo extraordinario, tengo yo que objetar, sin embargo, que una sola sociedad entre ellas, el catolicismo, tiene en cuenta las cosas cotidianas. Todas las otras las dejan de lado y las menosprecian.

Un célebre autor publicó una vez una novela sobre la contraposición que existe entre el convento y la familia (The Cloister and the hearth). En aquel tiempo, hace 50 años, era realmente posible en Inglaterra imaginar una contradicción entre esas dos cosas. Hoy en día, la así llamada contradicción, llega a ser casi un estrecho parentesco. Aquellos que en otro tiempo exigían a gritos la anulación de los conventos, destruyen hoy sin disimulo la familia. Este es uno de los tantos hechos que testimonian la verdad siguiente: que en la religión católica, los votos y las profesiones más altas y “menos razonables” —por decirlo así— son, sin embargo, los que protegen las cosas mejores de la vida diaria.

Muchas señales místicas han sacudido el mundo. Pero una sola revolución mística lo ha conservado: el santo está al lado de lo superior, es el mejor amigo de lo bueno. Toda otra aparente revelación se desvía al fin hacia una u otra filosofía indigna de la humanidad; a simplificaciones destructoras; al pesimismo, al optimismo, al fatalismo, a la nada y otra vez a la nada; al “nonsense”, a la insensatez.

Es cierto que todas las religiones contienen algo bueno. Pero lo bueno, la quinta esencia de lo bueno, la humildad, el amor y el fervoroso agradecimiento “realmente existente” hacia Dios, no se hallan en ellas. Por más que las penetremos, por más respeto que les demostremos, con mayor claridad aún reconoceremos también esto: en lo más hondo de ellas hay algo distinto de lo puramente bueno; hay a veces dudas metafísicas sobre la materia, a veces habla en ellas la voz fuerte de la naturaleza; otras, y esto en el mejor de los casos, existe un miedo a la Ley y al Señor.

Si se exagera todo esto, nace en las religiones una deformación que llega hasta el diabolismo. Sólo pueden soportarse mientras se mantengan razonables y medidas. Mientras se estén tranquilas, pueden llegar a ser estimadas, como sucedió con el protestantismo victoriano. Por el contrario, la más alta exaltación por la Santísima Virgen o la más extraña imitación de San Francisco de Asís, seguirían siendo, en su quintaesencia, una cosa sana y sólida. Nadie negará por ello su humanismo, ni despreciará a su prójimo. Lo que es bueno, jamás podrá llegar a ser DEMASIADO bueno. Esta es una de las características del catolicismo que me parece singular y universal a la vez. Esta otra la sigue: Sólo la Iglesia Católica puede salvar al hombre ante la destructora y humillante esclavitud de ser hijo de su tiempo. El otro día, Bernard Shaw expresó el nostálgico deseo de que todos los hombres vivieran trescientos años en civilizaciones más felices. Tal frase nos demuestra cómo los santurrones sólo desean —como ellos mismos dicen— reformas prácticas y objetivas.

Ahora bien: esto se dice con facilidad; pero estoy absolutamente convencido de lo siguiente: si Bernard Shaw hubiera vivido durante los últimos trescientos años, se habría convertido hace ya mucho tiempo al catolicismo. Habría comprendido que el mundo gira siempre en la misma órbita y que poco se puede confiar en su así llamado progreso. Habría visto también cómo la Iglesia fue sacrificada por una superstición bíblica, y la Biblia por una superstición darwinista. Y uno de los primeros en combatir estos hechos hubiera sido él. Sea como fuere, Bernard Shaw deseaba para cada uno una experiencia de trescientos años. Y los católicos, muy al contrario de todos los otros hombres, tienen una experiencia de diecinueve siglos. Una persona que se convierte al catolicismo, llega, pues, a tener de repente dos mil años.

Esto significa, si lo precisamos todavía más, que una persona, al convertirse, crece y se eleva hacia el pleno humanismo. Juzga las cosas del modo como ellas conmueven a la humanidad, y a todos los países y en todos los tiempos; y no sólo según las últimas noticias de los diarios. Si un hombre moderno dice que su religión es el espiritualismo o el socialismo, ese hombre vive íntegramente en el mundo más moderno posible, es decir, en el mundo de los partidos. El socialismo es la reacción contra el capitalismo, contra la insana acumulación de riquezas en la propia nación. Su política resultaría del todo distinta si se viviera en Esparta o en el Tíbet. El espiritualismo no atraería tampoco tanto la atención si no estuviese en contradicción deslumbrante con el materialismo extendido en todas partes. Tampoco tendría tanto poder si se reconocieran más los valores sobrenaturales. Jamás la superstición ha revolucionado tanto el mundo como ahora. Sólo después que toda una generación declaró dogmáticamente y una vez por todas, la IMPOSIBILIDAD de que haya espíritus, la misma generación se dejó asustar por un pobre, pequeño espíritu. Estas supersticiones son invenciones de su tiempo —podría decirse en su excusa—. Hace ya mucho, sin embargo, que la Iglesia Católica probó no ser ella una invención de su tiempo: es la obra de su Creador, y sigue siendo capaz de vivir lo mismo en su vejez que en su primera juventud: y sus enemigos, en lo más profundo de sus almas, han perdido ya la esperanza de verla morir algún día.

 

G. K. Chesterton (*) (*) Famosísimo periodista, novelista, poeta y crítico literario (1874-1935) es una figura única y genial en la literatura inglesa y uno de los autores modernos más frecuentemente citados. Autor de las novelas del Padre Brown, Ortodoxia (escrito muchos años antes de convertirse), etc. De él dijo su gran amigo Bernard Shaw: “un genio colosal”, y el Times Literary S. “Ha llegado la hora, medio siglo después de su muerte, para hacer una limpieza chestertoniana. Su perspicacia crítica era muy aguda, su campo de acción universal, su vigor invencible. El premio nobel T.S. Eliott quedó maravillado con su libro sobre Dickens. Su obra sobre Tomás de Aquino fue lo mejor que se ha escrito sobre el tema. Su periodismo ejerció una atracción magnética mucho más poderosa que lo que de cualquier columnista o presentador de televisión podría esperarse hoy día.

 

Los mosaicos constantinianos de la Natividad

Durante algunas excavaciones realizadas en 1934 por los británicos en la Basílica de la Natividad, en Belén, a 75 centímetros por debajo del piso actual, se descubrieron algunos mosaicos de la basílica de Constantino del siglo IV.

 

 

Los trabajos de restauración actuales de la basílica incluyen las huellas bizantinas a lo largo de toda la nave. La empresa Piacenti Spa., Responsable del trabajo, aún no ha decidido si estos hallazgos son visibles total o parcialmente para el público, debido a los complejos límites técnicos.
A fines de 2018, se eliminaron los andamios alrededor del sitio de construcción, pero los trabajos de restauración continuarán a lo largo de 2019.

 

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San Hermas - su fiesta se celebra el 9 de mayo

Saluden a Asíncrito, a Flegón, a Hermes, a Patrobas, a Hermas ya los hermanos que están con ellos. "Romans 16:14

Romanos 16:14 es un versículo entre los muchos que se encuentran hacia el final de la Epístola que contiene los nombres de varios cristianos que vivían en Roma cuando Pablo escribió la carta (aproximadamente 56-58 d. C.).

Muy poco se sabe con certeza acerca de Hermas, pero es evidente que cuando se envió la carta, Hermas y muchos otros en Roma de alguna manera ya habían aprendido acerca de la vida de Cristo y estaban practicando la nueva Fe allí.

Romanos 16:14 muestra que Hermas estaba relacionado de alguna manera con cierto grupo de personas, cuatro de ellas nombradas específicamente: Asíncrito y Flegón (8 de abril), Hermes y Patrobas, así como algunos "hermanos" no especificados. Romanos 16:14 (el verso de la Biblia que contiene el nombre de Hermas) da razones para considerar que tal vez este grupo particular de cristianos romanos se reunirían para la adoración y posiblemente todos estuvieran conectados a una iglesia doméstica.

Es estimulante imaginar que Hermas está entre un grupo de cristianos en Roma cuando llegó la carta de Pablo, qué sorpresa pudo haber sentido al ver su nombre en la lista de saludos que se encuentran en el capítulo 16. Cómo él y sus amigos debieron haber estudiado detenidamente las palabras de Pablo varias veces, haciendo todos los esfuerzos posibles para absorber todo lo que escribió el gran evangelista, probablemente a través de la discusión, la contemplación y la oración.

No muchos años después, parece plausible que tal vez Hermas fuera parte del grupo que saludó a San Pablo cuando llegó a Roma en cadenas o como alguien que a veces visitaba a Paul durante su arresto domiciliario allí.

Se ha escrito que Hermas fue uno de los 72 seguidores mencionados en Lucas 10 que Jesús envió a predicar. Algunas fuentes insisten en que este Hermas es el mismo que escribió "El pastor de Hermas", un antiguo escrito cristiano que fue leído y apreciado por muchos pero que no llegó a la forma finalizada de la Biblia. A veces se lo identifica como un antiguo esclavo y como el hermano del papa Pío I de mediados del siglo segundo (bastante por el estilo de ser uno de los 72 seguidores de Cristo). Otras fuentes afirman que Hermas fue obispo de Filipos y, en última instancia, martirizado.

 

 

San Pudente era un noble romano, discípulo del papa San Pío I

Uno de los puntos que suelen ponderarse en la primitiva historia de la Iglesia es que, no solamente se propagó rápidamente el Evangelio entre el pueblo y entre la gente sencilla, sino también entre los hombres cultos, entre los filósofos paganos, y aun en la alta sociedad romana

El hecho de la propagación del cristianismo entre la gente humilde no puede ponerse en duda. Por esto los controversistas paganos echaban en cara a los cristianos que su religión era sólo de gente simple y poco instruida. Esto es una aberración, pero es un hecho palpable, que todos podían ver, que, desde los apóstoles, fue principalmente la gente humilde la que abrazaba la doctrina de Cristo, que fue Él mismo pobre artesano.

Pero, además, ya desde el primer momento el Evangelio se introdujo igualmente entre las clases altas de la sociedad. Muy pronto encontramos entre los cristianos un buen número perteneciente a la gente de alto nivel social, a la gente ilustrada y aun a la nobleza. El procónsul Sergio Paulo, convertido por San Pablo en Chipre, Dionisio el Areopagita, filósofo convertido en Atenas; Pomponia Graecina, de la que habla Tácito; los Flavios y los Acilios y el senador Apolonio, de quienes hablan Suetonio y Dión Casio; todos los apologetas cristianos, a cuya cabeza debemos colocar a San Justino el Filósofo; todos estos nombres son buena confirmación de la verdad indicada.

Hasta en la corte se había introducido el Evangelio ya en el siglo I. Esta circunstancia conviene tenerla presente, pues demuestra la fuerza interna que poseía el cristianismo, ya que los varones, por el mero hecho de declararse cristianos, debíanenfrentarse con un sinnúmero de dificultades, y aun las matronas romanas, si eran cristianas, se cerraban el camino para los más elevados puestos. Así San Pablo, en la Epístola a los filipenses, manda saludos principalmente a los de la casa del César y en la Epístola a los romanos nombra a otros que parece pertenecían a la corte. Por otra parte, sabemos que, en tiempo de Domiciano, Tito Flavio Clemente y su esposa Domitila eran cristianos.

Uno de los ejemplos más insignes de este hecho, tan significativo para el cristianismo, es el de San Pudente, cuya memoria celebra la Iglesia el día de hoy, a quien podemos añadir a su hija Santa Pudenciana, que también se conmemora en este mismo día. Según todos los indicios, este San Pudente, al que se refiere la fiesta litúrgica de hoy, es un noble romano, discípulo del papa San Pío I (140-155), que se distinguió en este tiempo por su entereza cristiana y la defensa de su fe frente a las impugnaciones paganas.

Más noticias poseemos de las dos hijas que tuvo de su esposa Savinella. Llamábanse Pudenciana y Práxedes, y fueron educadas por él en las verdades de la fe cristiana y en el más puro amor a Jesucristo. Son interesantes las noticias, históricamente bien probadas, que de ellas poseemos. Ambas pertenecen a los primeros casos, conocidos en la historia de la Iglesia, de vírgenes cristianas consagradas a Dios. En efecto, sabemos que, movidas del amor a Cristo, heredado de su padre Pudente, le consagraron su virginidad y convirtieron su casa en un santuario, adonde acudían incluso los papas a celebrar los misterios divinos y administrar los sacramentos y ocultarse cuando amenazaba algún peligro. Sabemos igualmente que ambas hermanas recibían y trataban a todos sus hermanos con la mayor caridad, y personalmente les servían, haciendo todos estos oficios con predilección a los más pobres. En esta forma se presentan a la antigüedad cristiana como insignes ejemplos de virginidad y de caridad a sus semejantes y amor sacrificado a los pobres. La muerte de Santa Pudenciana es señalada el año 160, en tiempo del emperador Antonino Pío (138-161). La de Santa Práxedes, algo más tarde.

Por su parte el noble Pudente, después de haber dado insigne ejemplo de virtud cristiana, según los datos que poseemos, murió el año 161, al final del reinado de Antonino Pío. Según algunas fuentes antiguas, sus restos mortales fueron sepultados en el cementerio de Santa Priscila, en la vía Salaria, y su casa, ya antes empleada muchas veces para la celebración de la liturgia cristiana, fue convertida en iglesia. Posteriormente fue designada con el título del Pastor.

De este Pudente, padre de las Santas Pudenciana y Práxedes, que vivieron en torno a los años 150-160, parece debe distinguirse otro Pudente, de fines del siglo I, que tal vez fue padre o abuelo del anterior. Era senador romano, y una antigua tradición romana nos testifica que fue discípulo de San Pedro y que recibió el bautismo de sus manos. Asimismo que lo recibió en su propia casa, donde el santo apóstol pasó algún tiempo ejerciendo allí sus ministerios apostólicos.

Por otro lado, según la misma tradición, conoció igualmente a San Pablo, y así parece referirse a él el Apóstol cuando, al fin de la Epístola II a Timoteo, escribe: "Eubulo, Pudente, Lino y Claudia os saludan". Más aún: muchos suponen que esta Claudia, aquí nombrada, era su esposa.

Otras noticias, conforme a esta antigua tradición, nos presentan al senador Pudente del siglo I como ejemplo de caridad cristiana. A la muerte de su esposa debió renunciar a todos sus bienes en favor de los pobres, e incluso a su propia casa, con el objeto de que, habiendo morado en ella y ejercido su ministerio el Príncipe de los Apóstoles, San Pedro, fuera transformada en iglesia. Hecho esto, dedicóse el personalmente a la vida de servicio de Dios, a quien se consagró por entero después de haberle entregado todo lo que poseía. En uno de los martirológios se añade que "guardó inmaculada hasta su muerte aquella inocencia que recibió en el bautismo administrado por los apóstoles".

BERNARDINO LLORCA, S. I.

Campo de sangre. Traición de Judas.

Recordamos la traición de Judas. El campo adquirido con el dinero de la entrega del Jesús se llama campo del alfarero. Se encuentra entre el monte Sion y la ciudad de David.

"Entonces Judas, el que le había entregado, viendo que era condenado, devolvió arrepentido las treinta piezas de plata a los principales sacerdotes y a los ancianos, diciendo: Yo he pecado entregando sangre inocente. Mas ellos dijeron: ¿Qué nos importa a nosotros? ¡Allá tú! Y arrojando las piezas de plata en el templo, salió, y fue y se ahorcó. Los principales sacerdotes, tomando las piezas de plata, dijeron: No es lícito echarlas en el tesoro de las ofrendas, porque es precio de sangre. Y después de consultar, compraron con ellas el campo del alfarero, para sepultura de los extranjeros. Por lo cual aquel campo se llama hasta el día de hoy: Campo de sangre. Así se cumplió lo dicho por el profeta Jeremías, cuando dijo: Y tomaron las treinta piezas de plata, precio del apreciado, según precio puesto por los hijos de Israel; y las dieron para el campo del alfarero, como me ordenó el Señor" (Mt 27, 3-10).
Se llama campo del alfarero. Se encuentra entre el monte Sion y la ciudad de David. Desde Gallicantum se ve muy bien todo el terreno. En arameo hagel dema significa “campo de sangre.” En griego se escribe ’Akeldamáy, también se puede decir, ’Akeldamách, para dar mediante la letra ch el sonido gutural de la aleph final.
San Pedro dice en su discurso :
“Este, pues, compró un campo con el precio de su iniquidad, y cayendo de cabeza, se reventó por medio y se derramaron todas sus entrañas. Y esto fue conocido por todos los habitantes de Jerusalén de forma que el campo se llamó en su lengua Haqueldamá, es decir: "Campo de Sangre” (Hch. 1, 18-19).
Este lugar algunos historiadores dicen que coincide con “la casa del alfarero” de Jeremías, pues la Biblia dice que está en el valle del Hijo de Ennom, al sur de Jerusalén. El mismo profeta afirma que en este valle, “enterrarán en Topheth, puesto que no hay otro lugar” debido al culto a Moloch practicado ahí. En su “Onomasticon” Eusebio dice que el “campo de Haceldama” esté cerca a “Thafeth del valle de Ennom”.
Pero bajo la palab dice que este campo estaba señalado como “norte del Monte Sion,” pero esto pasó evidentemente inadvertido. San Jerónimo a su vez corrige el error y escribe “sur del Monte Sion”.
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La tradición concerniente a este lugar ha permanecido igual a través de los siglos. El peregrino Arculf en el 670 lo visitó asegurando que se encontraba al sur del Monte Sion y también hace mención de la sepultura de peregrinos. En el siglo XII, los cruzados erigieron más allá del campo, en el lado sur del valle de Ennom, un gran edificio ahora en condiciones ruinosas.
Continuaron enterrando peregrinos allí hasta inicios del siglo XIX. Haceldama ha sido propiedad de los armenios no unidos desde el siglo XVI.
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Fuente: Un Sacerdote en Tierra Santa

San Simón Stock (1165-1265)

 

Poco después de la milagrosa aprobación de la regla carmelitana por Honorio III en 1226 vinieron los carmelitas al Monte Carmelo en Galilea. El pueblo los recibió como llovidos del cielo. Decían que se llamaban: Hermanos de la Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo.

 

Más adelante, el 26 de abril de 1379, el papa Urbano VI concedía tres años y tres cuarentenas de indulgencias a cuantos así los llamaran.

San Simón Stock

Para algunos príncipes y clero no fue así. Pronto comenzó una negra persecución contra ellos. El general de la Orden, San Simón Stock (1165-1265), acudía con lágrimas de dolor a la Santísima Virgen para que viniera en auxilio de su Orden.

Hasta llegó a componerle algunas fervorosas plegarias que rezaba con seráfico fervor. He aquí la redacción breve de la aparición, entrega y promesa del Santo Escapulario. Es una de las más críticas y antiguas que se conocen:

“El noveno fue San Simón de Inglaterra, sexto general de la Orden, el cual suplicaba todos los días a la gloriosísima Madre de Dios que diera alguna muestra de su protección a la Orden de los carmelitas, que gozaban del singular título de la Virgen, diciendo con todo el fervor de su alma estas palabras: “Flor del Carmelo, vid florida, esplendor del cielo, Virgen fecunda y singular, oh Madre dulce, de varón no conocida, a los carmelitas da privilegios, estrella del mar”.

Se le apareció la Bienaventurada Virgen acompañada de una multitud de ángeles, llevando en sus benditas manos el Escapulario de la Orden y diciendo estas palabras: “Este será privilegio para ti y todos los carmelitas, quien muriere con él no padecerá el fuego eterno, es decir, el que con él muriere se salvará”.

Desde este momento comienza María a obrar prodigios por medio del Santo Escapulario y a propagarse entre ricos y pobres, nobles y plebeyos, hombres y mujeres, hasta llegar a ser nota distintiva de los auténticos cristianos y verdaderos devotos de María el llevar sobre el pecho este escudo invulnerable contra los dardos del infierno.

Como el Carmelo, por su origen, evolución, finalidad, espiritualidad y legislación, está consagrado a María, no tardó en llenar de profundo marianismo su liturgia: ayunos en las vigilias de sus fiestas, comunión en las mismas, oficio parvo, salve regina, muchas veces al día repetida, misas en su honor, festividades nuevas, iglesias y conventos a Ella dedicados, etc.

Durante este tiempo, aún faltaban tres siglos para ser instituida la Sagrada Congregación de Ritos, había gran libertad para introducir y suprimir en la liturgia. El Carmelo desde un principio celebró como fiesta patronal de la Orden una fiesta mariana. Según épocas y regiones, fueron sobre todo las fiestas de la Asunción y la Inmaculada Concepción las más celebradas.

Juan Bacontorp, el Doctor Resoluto, cuenta que en el siglo XIV, cuando la Curia romana residía en Aviñón, el Papa y la Curia Cardenalicia asistían el 8 de diciembre a la fiesta de la Inmaculada que se celebraba en la iglesia de los carmelitas, igual que lo hacían el día de San Francisco en la de los franciscanos y el de Santo Domingo en los padres dominicos.

Celebración de la Fiesta del Carmen

En algunas partes, sobre todo en Inglaterra, quizá poco después de la entrega del Santo Escapulario, se introdujo una nueva festividad mariana: “La solemne conmemoración de la Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo”.
Fue extendiéndose de día en día hasta que, al reunirse la Orden en Capítulo general el 1609, se propuso a todos los gremiales que festividad debía tenerse como titular o patronal de la Orden, y todos unánimemente contestaron: “La solemne conmemoración de la Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo“.

Comenzó como fiesta de familia, pero como por el don del Santo Escapulario, que se extendía tanto como la misma Iglesia, todos se sentían auténticos carmelitas, pronto llegaron a la Santa Sede peticiones e instancias solicitando poder celebrar dicha festividad.

 

Devoción popular. Escapulario del Carmen

La devoción del Escapulario no debe propagarse sólo por razón de los así llamados "Privilegios", ya que ésta sería una devoción falsa o imperfecta. La razón de los privilegios no es sino para fomentar el amor de caridad a Jesús y a María.

El valor principal de la devoción del Carmen no está en los prodigios a que hemos aludido ni en los privilegios que veremos, sino en su profundo valor espiritual o ascético en orden a nuestra santificación. Es decir, el Escapulario debe ayudarnos a vivir nuestra total consagración a Jesús por María en su servicio y en su presencia, en su unión e imitación.

¿Sabes lo que es el Escapulario? - Nuestra Señora del Carmen

La devoción al Escapulario de unos treinta años para acá ha decaído un tanto porque algunos, fijándose casi exclusivamente en sus privilegios, desconocen su importancia, significación y valor en la vida cristiana, de la que es su más elocuente manifestación. De hecho la Iglesia la ha hecho suya para consagrar oficialmente a todo hombre a María desde el principio de su vida.

Aun así continúa siendo la devoción característica y propia de las familias cristianas. ¿Y por qué? Porque su poderoso valimiento llega a los momentos más difíciles de la vida, a la hora cumbre de la muerte, y, traspasando los umbrales de acá, no se da descanso hasta el mismo purgatorio, de donde saca a las almas que le fueron devotas y vistieron en vida el Santo Escapulario.

Estas son sus credenciales: "En la vida protejo, en la muerte ayudo y después de la muerte salvo".
Se halla tan extendida esta devoción entre el pueblo cristiano, que un ilustre historiador B. Zimmerman podía escribir a principios del siglo: "La Cofradía del Escapulario es la más numerosa asociación del mundo después de la Iglesia católica".

Verdad histórica que coincide con lo que escribía en su obra póstuma María Santísima nuestro cardenal Gomá: "Nadie ignora lo extendida que está por todo el pueblo cristiano, en todas partes, y con qué profundo arraigo, la devoción a la Santísima Virgen del Carmen, de tal forma que a esta devoción podemos llamarla por antonomasia "devoción cristiana", o mejor, "católica".

Los más importantes y trascendentales privilegios del Santo Escapulario son éstos: Vivir la misma vida de María, vestir su mismo vestido, disfrutar de un amparo especial por estar a Ella consagrados... Por esto la devoción del Santo Escapulario del Carmen, "la primera entre las devociones marianas" la llamaba Su Santidad Pío XII el 11 de febrero de 1950; además de ser muy grata a María es sumamente ventajosa al que la practica.

Pocas devociones, de hecho, tienen prometidas tantas y tan señaladas gracias. He aquí las principales:
Morir en gracia de Dios. Es la gran promesa que ya hemos visto hizo la Santísima Virgen al entregar el Santo Escapulario a Simón Stock en 1251.

Salir del purgatorio a lo más tardar el sábado después de la muerte. Así lo dijo la Santísima Virgen al papa Juan XXII, en 1322. Es el llamado privilegio sabatino.

La imposición del Santo Escapulario constituye el acto más elocuente y real de nuestra consagración a la Santísima Virgen. Por el Escapulario se vive íntima y continuamente consagrado a María tal cual nos exige nuestra condición de hijos y hermanos suyos. Por él pertenecemos a María, ya que vestimos su mismo ropaje. Por ello debemos vivir su misma vida.

 

+ info -

¿Sabes lo que es el Escapulario? - Nuestra Señora del Carmen - 16 julio

 

RAFAEL MARÍA LÓPEZ MELÚS, O. CARM

 

ver en Wikipedia 

¿Cuáles son los 3 secretos de Fátima?

Durante las apariciones de Fátima entre mayo y octubre de 1917, la Virgen María confió a los tres pastores, tres secretos

El primero fue una visión del infierno que conmocionó profundamente los pequeños. Desde entonces rezaron intensamente por la conversión de los pecadores. Duró un instante pero fue suficiente para no olvidarla jamás. La mayor de los videntes lo recuerda así:

"Había demonios y almas sumergidas en un gran mar de fuego (...) entre gritos de dolor y gemidos de desesperación que horrorizaba y hacía estremecer de pavor”.
El segundo secreto fue profético. La Virgen dijo a los pastores que si los hombres no dejaban de ofender a Dios comenzaría la II Guerra Mundial. También anunció la expansión del Comunismo y las consecuentes persecuciones a la Iglesia y al Papa.
Para evitar estos males la Virgen pidió que se estableciera en el mundo la devoción a su Inmaculado Corazón y que el Papa en persona le consagrase Rusia. Juan Pablo II lo hizo en marzo de 1984.
El tercer secreto de Fátima consistió en otra visión. Los pastores vieron cómo un obispo vestido de blanco al que identificaron como el Papa moría asesinado junto a religiosos, sacerdotes y seglares de diversas clases sociales.
Este secreto se podría interpretar como las persecuciones que sufrió la Iglesia durante el siglo XX, sobre todo a manos del Comunismo. El mismo Juan Pablo II se reconoció en esta visión en el atentado que casi le cuesta la vida.
A pesar de que gran parte de los secretos hablan de eventos pasados en todos ellos hay un hilo conductor: la llamada a la conversión de los pecadores, porque su mala conducta es la principal causa de los males del mundo. Esta es la actualidad perenne del mensaje de Fátima.
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Las apariciones

Primera aparición del ángel

Lucia narra cómo se desarrolló la primera aparición del Ángel de la Paz.

Fue en la primavera de 1916 que se apareció el ángel por primera vez en la cueva "Loca de Cabeco". Subimos con el ganado al cerro arriba en busca de abrigo, y después de haber tomado nuestro bocadillo y dicho nuestras oraciones, vimos a cierta distancia, sobre la cúspide de los árboles, dirigiéndose hacia el saliente, una luz más blanca que la nieve, distinguiéndose la forma de un joven trasparente y más brillante que el cristal traspasado por los rayos del sol.

Al acercarse más pudimos discernir y distinguir los rasgos. Estábamos sorprendidos y asombrados: Al llegar junto a nosotros dijo: "No temáis. Soy el Ángel de la Paz. ¡Orad conmigo!" Y arrodillado en tierra inclinó la frente hasta el suelo. Le imitamos llevados por un movimiento sobrenatural y repetimos las palabras que oímos decir:

-"Dios mío, yo creo, adoro, espero y te amo. Te pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan y no te aman". Después de repetir esto tres veces se levantó y dijo: -"Orad así. Los Corazones de Jesús y María están atentos a la voz de vuestras suplicas". Y desapareció....

Tan íntima e intensa era la conciencia de la presencia de Dios, que ni siquiera intentamos hablar el uno con el otro, permanecimos en la posición en que el Ángel nos había dejado y repitiendo siempre la misma oración. No decíamos nada de esta aparición, ni recomendamos tampoco el uno al otro guardar el secreto. La misma aparición parecía imponernos silencio.

Segunda aparición del ángel

La segunda aparición del Ángel de la Paz ocurrió a mediados del verano, cuando llevábamos los rebaños a casa hacia mediodía para regresar por la tarde. Estábamos a la sombra de los árboles que rodeaban el pozo de la quinta Arneiro. De pronto vimos al mismo Ángel junto a nosotros:

"¿Qué estáis haciendo? ¡Rezad! ¡Rezad mucho! Los corazones de Jesús y de María tienen sobre vosotros designios de misericordia. Ofreced constantemente oraciones y sacrificios al Altísimo!"

¿Cómo hemos de sacrificarnos?, pregunté. -"De todo lo que pudierais ofreced un sacrificio como acto de reparación por los pecados cuales Él es ofendido, y de súplica por la conversión de los pecadores. Atraed así sobre vuestra patria la paz. Yo soy el Ángel de su guardia, el Ángel de Portugal. Sobre todo, aceptad y soportad con sumisión el sufrimiento que el Señor os envíe".

Estas palabras hicieron una profunda impresión en nuestros espíritus como una luz que nos hacía comprender quien es Dios, como nos ama y desea ser amado, el valor del sacrificio, cuanto le agrada y como concede en atención a esto la gracia de conversión a los pecadores. Por esta razón, desde ese momento, comenzamos a ofrecer al Señor cuanto nos mortificaba, repitiendo siempre la oración que el Ángel nos enseñó. 

Tercera aparición del ángel

Fue en octubre o a fines de septiembre, pasamos un día desde Pregueira a la cueva Loca de Cabeco, caminando alrededor del cerro al lado que mira a Aljustrel y Casa Velha. Allí decíamos nuestro rosario y la oración que el Ángel nos enseñó en la primera aparición.

Estando allí apareció por tercera vez, teniendo en sus manos un Cáliz, sobre el cual estaba suspendida una Hostia, de la cual caían gotas de sangre al Cáliz. Dejando el Cáliz y la Hostia suspensos en el aire, se postró en tierra y repitió tres veces esta oración:

"Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, te adoro profundamente y te ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, presente en todos los Sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con que El mismo es ofendido. Y por los méritos infinitos de su Sagrado Corazón y del Corazón Inmaculado de María te pido la conversión de los pobres pecadores".

Después levantándose tomó de nuevo en la mano el Cáliz y la Hostia. Me dio la Hostia a mí y el contenido del Cáliz lo dio a beber a Jacinta y Francisco, diciendo al mismo tiempo: -"Tomad el Cuerpo y bebed la Sangre de Jesucristo, horriblemente ultrajado por los hombres ingratos. Reparad sus crímenes y consolad a vuestro Dios." De nuevo se postró en tierra y repitió con nosotros hasta por tres veces la misma oración: Santísima Trinidad....y desapareció.

Durante los días siguientes nuestras acciones estaban impulsadas por este poder sobrenatural. Por dentro sentimos una gran paz y alegría que dejaban al alma completamente sumergida en Dios. También era grande el agotamiento físico que nos sobrevino.

No sé por qué las apariciones de Nuestra Señora producían efectos bien diferentes. La misma alegría íntima, la misma paz y felicidad, pero en vez de ese abatimiento físico, más bien una cierta agilidad expansiva; en vez de ese aniquilamiento en la divina presencia, un exultar de alegría; en vez de esa dificultad en hablar, un cierto entusiasmo comunicativo.

 

13 de mayo de 1917

El 13 de mayo de 1917, domingo anterior a la Ascensión, tres pastorcillos de Aljustrel habían salido, según su costumbre, a pastorear en la montaña las ovejas de su familia. Eran estos Lucia y sus dos primos Francisco y Jacinta. La primera, de diez años de edad; los otros dos, de nueve y de siete, respectivamente. Solamente Lucia había recibido la primera comunición.

Determinaron ir a Cova de Iría, a dos kilómetros y medio de Fátima, donde los padres de Lucia poseían una pequeña hacienda con algunas encinas y olivos. Hacia mediodía, los niños se pusieron a rezar el Santo Rosario. Al terminar, retomaron su juego predilecto: la construcción de una pequeña choza. Apenas habían puesto manos a la obra cuando, de repente, un relámpago los aturdió.

Pensando que se avecinaba una tormenta, emprendieron la vuelta. A mitad de la pendiente, al pasar junto a la encina grande, un nuevo relámpago, más deslumbrador que el primero…

Doblemente espantados aceleran el paso; pero apenas llegan al valle se detienen inmóviles, atónitos, ante un prodigio. Delante de ellos, a dos pasos de distancia, sobre una pequeña y lozana encina de poco más de un metro de altura, contemplan una señora hermosísima, todo lux, más resplandeciente que el sol, la cual, con un amable ademán, los tranquilizó diciendo:

–“No temáis. Yo no os hago mal”.

Entonces los niños quedaron extasiados contemplándola. La maravillosa señora parece de la edad de los quince a los dieciocho años. Su vestido, blanco como la nieve y ceñido al cuello por un cordón de oro, desciende hasta los pies, que apenas tocas las hojas de la encina. Un manto blanco y ribeteado en oro le cubre la cabeza y casi toda la persona.

Lucia osó preguntar:

–¿De dónde es usted?

Soy del Cielo

–Y, ¿qué quiere usted de mí?

Vengo a pediros que vengáis aquí seis meses seguidos, el día 13 a esta misma hora. Después diré quién soy y lo que quiero. Y volveré aquí todavía por séptima vez.

Un momento de silencio, y Lucia reanudó el diálogo:

–Usted viene del Cielo… Y yo, ¿iré al Cielo?

– respondió la Señora.

– ¿Y Jacinta?

También ella

– ¿Y Francisco?

Los ojos de la Aparición se dirigieron más derechamente al muchacho, le miraron fijamente con expresión de bondad y de maternal represión:

También él; pero antes habrá de rezar muchos Rosarios…

A una nueva pregunta de Lucia acerca del destino y paradero de dos jovencitas, amigas suyas, muertas hacía poco tiempo,  la Aparición respondió que una estaba en el Paraíso, la otra todavía en el Purgatorio. Luego continuó:

¿Queréis ofreceros a Dios para soportar todos los sufrimientos que Él quiera enviaros, en reparación por los pecados con que es ofendido y como súplica por la conversión de los pecadores?

–¡Sí , queremos! –respondió con entusiasmo Lucia en nombre de los tres.

La Aparición, con un gesto de maternal agrado, mostró cuánto le complacía la generosidad de los inocentes, y les anunció:

Tendréis mucho que sufrir, pero la gracia de Dios os confortará.

Al pronunciar estas últimas palabras, abrió las manos comunicándonos una luz intensa, como un reflejo que  de ellas salía, que penetrando en nuestro pecho y en lo más íntimo del alma, nos hizo ver a nosotros mismos en Dios más claramente que un limpísimo espejo.

Después de unos instantes, la Aparición recomienda a los pequeños:

Rezad el Rosario todos los días para alcanzar la paz del mundo y el fin de la guerra.

Comenzó entonces a elevarse serenamente en dirección al Oriente, hasta desaparecer en inmensidad del espacio. La luz que la rodeaba iba como abriendo camino.

Vueltos en sí del éxtasis cambian sus impresiones. Los tres habían visto perfectamente la Aparición; pero Francisco no había oído más que la voz de Lucia, ni se había dado cuenta de que la hermosa Señora hablase. Jacinta lo había oído todo distintamente, pero no había tomado parte en la conversación. Lucia era la única que había mantenido el diálogo, que duró unos diez minutos.

Lucia recomendó a sus primos no hablar en casa de lo acontecido para evitar burlas y ser reprendidos. Entonces ninguno de los tres tenía ganas de jugar… Les bastaba la íntima felicidad del alma en contacto inmediato con el Cielo.

– ¡Ah! ¡Qué Señora más hermosa! –exclama Jacinta

– Apuesto a que pronto lo dirás a alguno – amonestaba Lucia. Pero Jacinta repetía que no contaría a nadie lo sucedido. Al llegar a casa, acostumbrada la niña a contar a su madre lo sucedido durante el día, no pudo callar. Corrió hacia su madre y echándole los brazos al cuello exclamó:

–Madre mía; hoy he visto a la Virgen en la Cova de Iría.

Al día siguiente Olimpa Marto quiso informarse de la madre de Lucia, de cuanto esta hubiera contado. Pero Lucia, fiel a su consigna, se portó de modo que no despertó sospecha; y tan sólo ahora, interrogada por su madre, refirió fielmente lo sucedido, confirmando y completando la narración de sus primos.

La madre de los hermanos, espantada, fue a hablar con el párroco para contarle lo sucedido. Vuelta a casa, dio, y no sólo de palabra, la prometida lección a su hija.

La notica se había divulgado rápidamente, y al día siguiente, todos los habitantes de Aljustrel estuvieron al corriente. Nadie daba fe a las palabras de los niños y muchos empezaron a burlarse de ellos.

Así, en medio de toda clase de combates, los niños continuaban sosteniendo la verdad de sus afirmaciones y proponían, con la debida licencia, no faltar a la cita dada por la hermosa Señora.

13 de junio de 1917

Llegó el 12 de junio, víspera de San Antonio, fiesta muy popular en todo Portugal. Al atardecer, Jacinta se acercó a su madre y le dijo:

–Madre, mañana no vaya a la fiesta de San Antonio. Venga conmigo a la Cova de Iría a ver la Virgen.

– ¡Pero si no irás!... Pues es inútil. La Virgen no se te aparecerá.

– ¡Que sí! La Virgen dijo que se aparecería, y ciertamente se aparecerá.

–Entonces, ¿no quieres ir a la fiesta de San Antonio?

– ¡San Antonio no es hermoso!

– ¿Por qué?

– ¡Porque la Virgen es mucho, mucho más hermosa! Yo iré con Lucia y Francisco a la Cova de Iría,  y luego, si la Virgen dice que vayamos a San Antonio, iremos.

Al día siguiente los señores Marto se fueron de madrugada a la feria de Pedreiras, dejando a los hijos en entera libertad de ir a la Cova de Iría. Y ellos se dirigieron con Lucia al lugar de la cita celestial, precedidos y seguidos de unas cincuenta personas, llevadas más por la curiosidad que por otro cualquier motivo.

Las personas que acompañaban a los muchachos no pudieron ver la aparición, tan sólo escucharon a Lucia hablar hacia la encina. El diálogo había durado diez minutos.

–¿Qué quiere usted de mí? –había preguntado nuevamente Lucia.

La aparición respondió que volviesen allí el 13 del mes próximo, recomendó de nuevo el rezo del Santo Rosario, y añadió:

Quiero que aprendáis a leer; más adelante os diré lo que deseo.

Lucia intercedió por un enfermo que le habían recomendado.

Que se convierta y sanará durante el año.

Y continuó confiando a los tres un “primer secreto”. Francisco, no habiendo oído las palabras de la Señora, pero supo luego por medio de Lucia lo que se refería a él.

Lucia pidió a la Virgen que se llevase a los tres al Cielo.

Sí. A Jacinta y Francisco vendré a llevármelos pronto. Tú debes permanecer aquí abajo más tiempo. Jesús quiere servirse de ti para hacerme conocer y amar. Él quiere establecer en el mundo la devoción a mi Corazón Inmaculado. A los que la abracen les promete la salvación; estas almas serán predilectas de Dios, como flores colocadas por mí ante su trono.

–Por consiguiente, ¿debo quedarme sola? –preguntó entristecida, mientras la mente de le iría, sin duda, a las persecuciones que le acosaban desde hacía tres semanas.

No, hija. ¿Sufres mucho?... ¡No pierdas ánimo! Yo no te abandonaré jamás. Mi Corazón Inmaculado será tu refugio y el camino que te conducirá a Dios.

Al pronunciar estas últimas palabras, la Virgen abrió las manos y le mostró un corazón rodeado de espinas que lo punzaban por todas partes. Ellos entendieron que era el Corazón Inmaculado de María y que pedía penitencia y reparación.

Tras esto, la visión empezó a alejarse. Entonces se volvieron todos a Fátima, y llegaron al final de la Misa solemne. Al volver, Lucia recomendaba el rezo del Rosario en familia, porque la Virgen lo quería.

13 de julio de 1917

Ante las convicciones enteramente contrarias del párroco de Fátima, en casa de los videntes aumentaban los temores. Los señores Marto, aunque convencidos de la seguridad de sus hijos, se preguntaban si no serían víctimas de alguna ilusión…

Un día, la madre les dijo:

–Mirad que oigo muchas quejas de que engañáis a la gente. Por culpa vuestra van muchos a la Cova de Iría.

Pero los niños supieron defenderse:

–Nosotros no obligamos a ir a nadie. El que quiera, que vaya; el que no quiera, que no vaya; nosotros vamos. El que no quiera creer, que espere el castigo de Dios. También a usted, madre, le llegará el castigo si no cree.

Por aquella vez la madre evitó el temporal, pero la madre de Lucia no se desarmaba tan fácilmente. Obligó a su hija a visitar la casa del Párroco después de la Misa. Estando allí, le interrogó sobre todo lo acaecido con calma y afabilidad. Al final concluyó solemnemente:

–No, no parece ser cosa que venga del Cielo. Nuestro Señor, cuando se comunica con las almas, les manda dar cuenta de todo a los confesores o párrocos; y esta niña se cierra en su silencio. Podría ser engaño del diablo. El futuro nos dirá la verdad.

Ante las palabras del párroco, Lucia se atemorizó y contó a sus primos lo sucedido durante la visita. Jacinta respondió:

–¡No es el demonio! El demonio, dicen, es tan feo y está bajo tierra, en el infierno. Aquella Señora, al contrario, ¡es tan hermosa, y nosotros la hemos visto subir al Cielo!

Lucia perdió el entusiasmo por ir a Cova de Iría y por la mortificación y los sacrificios y se preguntaba si no sería mejor decir que había mentido y así acabar de una vez con todo. Pero sus primos le disuadieron.

Sufrió pues unos días de gran dolor en el alma. Tenía pesadillas con el demonio y le fastidiaba hasta la compañía de sus primos.

El 12 de julio, al atardecer, viendo que empezaba a reunirse mucha gente para asistir a los sucesos del día siguiente, participó a los primos la resolución de no ir.  Jacinta rompió a llorar y Lucia le mandó decir a la Señora que iba por temor a que fuese el diablo.

Pero al día siguiente, acercándose la hora en que debían partir, se sintió arrastrada por una fuerza sobrenatural, a la cual no se podía resistir. Se pusieron a andar los tres… Era tal el gentío, que con dificultad pudieron llegar hasta la encina. Efectivamente, el 13 de julio acudieron a Cova de Iría más de 2.000 personas.

Llegados delante del árbol los niños se arrodillaron y Lucia entonó el Rosario. Al mediodía en punto se manifestó la Aparición. Lucia, tal vez por hallarse bajo la impresión de las contradicciones sufridos, miraba sin proferir palabra. Por eso intervino Jacinta:

– ¡Lucia, habla!... ¿no ves que ella está aquí y quiere hablarte?

Y Lucia

–¿Qué queréis de mí?

La hermosa Señora, después de haberles recomendado que no faltasen el día 13 del mes siguiente, insistió por tercera vez sobre el rezo diario del Santo Rosario en honor a la Virgen, con la intención de obtener la ansiada cesación de la guerra.

Lucia le suplicó que manifestase su nombre e hiciera un milagro para que todos creyeran en la verdad de las Apariciones. Un milagro desharía todas las contradicciones, y ellos no tendrían que sufrir más.

A la pregunta de Lucia, la Aparición respondió que siguiesen volviendo todos los meses: en octubre manifestaría quién era y haría un gran milagro para que todos creyeran. Después volvió a pedir que se sacrificasen por los pecadores, y decid frecuentemente, en especial al hacer algún sacrifico: “¡Oh Jesús, por vuestro amor, por la conversión de los pecadores y en reparación de las injurias cometidas contra el Inmaculado Corazón de María!”.

Fue en esta aparición cuando la Virgen les confió a los tres niños un secreto con expresa prohibición de revelarlo a nadie. Años más tarde escribía sor Lucia:

“El secreto consta de tres cosas distintas, pero íntimamente enlazadas; dos de las cuales expondré ahora, debiendo continuar la tercera envuelta en misterio”.

La primera fue la visión del infierno. Nuestra Señora, al pronunciar las palabras: Sacrificaos por los pecadores… abrió las manos de nuevo, como en los meses precedentes. El haz de luz que de ellas salía pareció penetrar en la tierra.

Y nosotros vimos como un mar de fuego y en él sumergidos los demonios y las almas, como brasas transparentes y negras o broncíneas, con forma humana, que fluctuaban en el incendio, levantadas por las llamas que de ellas mismas salían juntamente con nubes de humo, cayendo en toda dirección, así como el caer de las centellas en los grandes incendios, sin peso ni equilibrio, entre gritos y gemidos de dolor y desesperación, que horrorizaban y hacían estremecer de espanto. Los demonios se distinguían por sus formas horribles y asquerosas de animales espantosos y desconocidos, pero transparentes como negros carbones en ascua.

Esta visión duró un momento; y debemos agradecer a Nuestra Madre celestial el habernos prevenido antes con la promesa de llevarnos al Cielo; de otra suerte, así lo creo, habríamos muerto de terror y espanto.

La segunda se refiere a la devoción del Inmaculado Corazón de María. La vidente continúa:

Asustados y como para pedir socorro, levantamos la vista hacia Nuestra Señora, la cual nos dijo bondadosa y tristemente: “Habéis visto el infierno, a donde van a parar las almas de los pobres pecadores. Para sacarlas Dios quiere establecer en el mundo la devoción a mi Corazón Inmaculado. Si se hiciere lo que os diré, muchas almas se salvarán y vendrán en la paz. La guerra está para terminar; pero si no dejaren de ofender a Dios, en el reinado de Pio XI empezará otra peor. Cuando vieres una noche iluminada por una luz desconocida, sabed que es la gran señal, que os da Dios, de que va a castigar al mundo por sus crímenes. Mediante la guerra, el hambre y las persecuciones contra la Iglesia y contra el Padre Santo.

Para impedir esto vendré a pedir la consagración de Rusia a mi Corazón Inmaculado y la Comunión reparadora en los primeros sábados.

Si atendieren a mi súplica, Rusia se convertirá y habrá paz. Si no, difundirá sus errores por el mundo, promoviendo guerras y persecuciones contra la Iglesia; los buenos serán martirizados, el Padre Santo tendrá mucho que sufrir, varias naciones serán aniquiladas…

El Padre Santo me consagrará Rusia, la cual se convertirá. Y se concederá al mundo un periodo de paz.

19 de agosto de 1917

Era mediodía. Los pequeños videntes no llegaban. Con cierta ansiedad se esperaba un poco todavía, hasta que se esparció la noticia de que habían sido arrestados por el alcalde de Vila Nova de Ourem, masón y anticlerical declarado. Este, celoso de la ley que prohibía cualquier manifestación religiosa fuera de la Iglesia.

El 13 por la mañana, entre los grupos de peregrinos, llegó también el Alcalde de Fátima y se dirigió a Aljustrel, y se detuvo en casa Marto. Encontró tan solo a la señora Olimpia, la cual quedó no poco asustada por la inesperada visita. El Administrador quiso interrogar a los niños y les pidió que le revelaran los secretos que la Virgen les había contado. Ante la negativa de los muchachos, los declaró prisioneros y los hizo encerrar en una sala, “de donde no saldrían hasta que hubieran obedecido”.

Tras pasar allí la noche, fueron conducidos a la alcaldía, donde fueron sometidos a un interrogatorio en toda regla. Los niños coincidían en el relato que con franqueza hacían de cuanto les había sucedido, pero el secreto no lo podían descubrir, porque la Virgen les había mandado que no lo dijeren a nadie.

Por la tarde se reanudó el martirio. En primer lugar se les encerró en la cárcel pública, y se les anunció que después vendrían a buscarlos para quemarlos vivos.

Los presos les dieron buena acogida. Pero Jacinta se apartó de sus compañeros y se acercó a la ventana llorando:

–Tenemos que morir sin volver a abrazar a nuestros padres. Ni los tuyos ni los míos han venido a visitarnos. Ya no se cuidan de nosotros.

Francisco la consolaba:

–No llores; si no podemos volver a ver a mamá, ¡paciencia! Ofrezcamos este sacrificio por la conversión de los pecadores. Peor sería si la Virgen ya no volviese más; es esto lo que más me costaría; pero yo ofrezco hasta esto por los pecadores.

Los niños rezaron el rosario de rodillas junto con los presos. Al cabo de un rato volvieron a ser llevados para seguir siendo interrogados, pero viéndoles irreductibles, dijeron haber preparado una sartén grande con aceite hirviendo. Entrando el Alcade, dijo:

–Jacinta, si no hablas, serás la primera en ser quemada.

La niña, que poco antes lloraba por no poder abrazar a su madre, iba ahora con los ojos enjutos, firme en su resolución de no traicionar el mandato de la Virgen. Fue de nuevo interrogada, amenazada y encerrada en otra habitación de la casa. Mientras tanto, Francisco, alegre y tranquilo, decía:

–Si nos matan dentro de poco estaremos en el Cielo. ¡Qué alegría! ¡Morir… no importa nada!

Al rato, fue arrastrado por el Alcalde a la habitación en la que se hallaba su hermana; y poco después hizo lo propio con Lucia. Visto que no conseguían nada con los interrogatorios, el mismo Alcalde los devolvió a la Casa Parroquial de Fátima y los dejó libres en el balcón.

Pasada tan trágicamente la hora de la cita celestial, los pequeños videntes no esperaban ver la a la hermosa Señora hasta el mes siguiente, pero no fue así.

Algunos días después, el 19 de agosto, cuando menos se lo esperaban, se les apareció en un lugar llamado Valinhos, donde los pastorcillos apacentaban su grey.

Tras cambiar el color de la atmósfera, sintiendo que algo sobrenatural se aproximaba, rogaron al hermano de Francisco que avisara a Jacinta, la cual no se hallaba presente en aquel momento. Al cabo llegó la joven niña la Virgen se apareció.

– ¿Qué quiere usted de mí?

Quiero que continuéis yendo a Cova de Iría el 13, y que sigáis rezando el Rosario todos los días. En octubre haré un milagro para que todos crean. Si no os hubieran llevado a la ciudad, el milagro habría sido más grandioso.

El semblante de la Virgen se puso muy triste:

Rezad, rezad mucho y haced sacrificios por los pecadores. Mirad que van muchas almas al infierno, porque no hay quien se sacrifique y ruegue por ellas.

13 de septiembre de 1917

Desde que se produjeron los interrogatorios del Alcalde, ya nadie dudaba de la sinceridad de los niños y todos se maravillaban de su heroica constancia durante las trágicas jornadas de su encarcelamiento. De todas partes se levantaban protestas contra la intromisión de la autoridad civil, las cuales se convirtieron luego en un considerable aumento de fe y devoción, patentizado de un modo sorprendente el 13 de septiembre.

Llegado el día indicado, el lugar se encontraba lleno de gente y apenas podían andar los niños. La gente les pedía curaciones y favores para la Virgen mientras ellos se abrían paso entre la multitud. Llegados al fin junto a la encina, Lucia ordenó a los presentes rezar el Rosario.

Mientras rezaban, cuenta un testigo, con gran sorpresa veo distintamente un globo inmenso, que se mueve hacia occidente, desplazándose lento y majestuoso a través del espacio. Pero he aquí que, de repente, desaparece de nuestra vista el globo. Los pastorcillos, en una visión celestial, habían contemplado a la Madre de Dios en persona; a nosotros se nos había concedido  ver su carruaje. Nos sentíamos verdaderamente felices.

Junto a la encina, Lucia, interrumpiendo su plegaria, había exclamado radiante de alegría: ¡Hela, hela, que viene! Era la quinta audiencia que la celestial Señora concedía a los niños.

La Virgen dijo a los videntes que se perseverase en el rezo del Rosario para obtener la cesación de la guerra y prometió volver en octubre con San José y el Niño Jesús. Les ordenó que se hallasen allí sin falta el 13 del mes siguiente.

Algunos habían pedido recomendasen sus enfermos a la Virgen. Lucia le suplicó los quisiese curar. A lo que respondió la Virgen que curaría a algunos.

La Señora ratificó de nuevo su promesa de hacer un milagro en octubre para que todos crean.

El gentío que los rodeaba religiosamente, no oyó la voz misteriosa, pero todos veían que Lucia tenía conversación con algún ser invisible. Finalmente, dijo Lucia:

–Hela, que parte.

El sol volvió a tomar su acostumbrado resplandor, y los niños retornaron a casa en compañía de sus padres, que, temerosos, les habían seguido de lejos.

Además del globo luminoso y la disminución de la luz solar, tal que podían verse la luna y las estrellas en el firmamento, otras señales acompañaron y siguieron al coloquio misterioso.

La atmósfera tomó color amarillento. Un nubarrón blanco, visible a una cierta distancia, rodeaba la encina y envolvía incluso a los videntes. Del cielo llovían como flores blancas o copos de nieve que desaparecían antes de llegar al suelo, y cuando querían recogerlos con los sombreros.

Este último fenómeno se repitió después alguna otra vez en los días de peregrinación, y está atestiguado por el Obispo de Leiría, que lo vio con sus propios ojos.

Pero todos estos fenómenos, aunque tan extraordinarios, debían quedar eclipsados por el gran milagro verificado el 13 de octubre.

13 de octubre de 1917

Desde las primeras horas del día 12, de los puntos más remotos de Portugal se advertía un intenso movimiento hacia Fátima. Al atardecer, los caminos que llevan a Fátima estaban lleno de vehículos de toda clase, de grupos de peatones, de los cuales muchos caminaban a pie desnudo y cantando el Rosario.

El día 13 amanece frío, melancólico, lluvioso. La multitud aumenta. La lluvia, persistente y abundante, había convertido la Cova de Iría en un inmenso charco de barro y penetraba hasta los huesos de los peregrinos y curiosos.

Al llegar los pastorcillos, la muchedumbre, reverente, les abre paso y ellos van a colocarse delante de la encina, reducida ya a un trozo de tronco. Lucia pide a la muchedumbre que cierren los paraguas para rezar. Todos quieren estar muy cerca de los videntes. Jacinta, empujada por todas partes, llora y grita. Los dos mayores, para protegerla, la ponen en medio.

Al mediodía en punto Lucia anunció la llegada de la Virgen. El semblante de la niña se tornó más bello de lo que era, tomando color rosado y adelgazándose los labios.

La aparición se manifestó en el lugar acostumbrado a los tres afortunados niños, mientras los presentes ven por tres veces formarse alrededor de aquellos y luego alzarse en el aire una nubecilla blanca como de incienso.

– ¿Quién es usted y qué quiere de mí?

Quiero decirte que hagan aquí una capilla en mi honor, que soy Nuestra Señora del Rosario, que continuéis rezando el Rosario todos los días, la guerra va a terminar y los soldados volverán pronto a sus casas.

Lucia exclamó:

–¡Tengo tantas cosas que suplicarle…!

Y la Virgen respondió que concedería alguna, las otras, no.  Y volviendo al punto principal de su Mensaje, añadió:

Es necesario que se enmienden, que pidan perdón por sus pecados. ¡No ofendan más a Dios Nuestro Señor, que ya está muy ofendido!

Era la última palabra, la esencia del mensaje de Fátima. Al despedirse, abrió las manos, que reverberaban en el sol, o como se expresaban los dos pequeños videntes, señaló el sol con el dedo.

Lucia imitó instintivamente aquel ademán, gritando:

–¡Mirad el sol!

La lluvia cesa inmediatamente, las nueves se deshacen y aparece el disco solar como una luna de plata, luego gira vertiginosamente sobre sí mismo semejante a una rueda de fuego, lanzando en todas direcciones fajas de luz amarilla, verde, roja, azul, violada…, que colorean fantásticamente las nueves del cielo, los árboles, las rocas, la tierra, la incontable muchedumbre. Se para por algunos momentos, luego reanuda de nuevo su danza de luz como una girándula riquísima hecha por los mejores pirotécnicos; se para de nuevo para volver a comenzar por tercera vez, más variado, más colorido.

De repente, todos tiene la sensación de que el sol se destaca del firmamento y que se precipita sobre ellos. Un grito único, inmenso, brota de cada pecho, que manifiesta el terror de  todos. Todos gritan y caen de rodillas en el barro rezando en voz alta actos de contrición.

Y este espectáculo, claramente percibido por tres veces, dura por más de diez minutos y es atestiguado por más de 70.000 personas; por creyentes e incrédulos, por simples campesinos y cultos ciudadanos.

Acabado el fenómeno solar, se dieron cuenta de que sus vestidos, empapados poco antes por la lluvia, se habían secado perfectamente.

 

 

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