Irak, y en especial, los pueblos cristianos de la Llanura de Nínive, recobran su dinamismo y actividad con el retorno de más de 8.800 familias. Tras la derrota de Daesh en 2016, el regreso de los sacerdotes y religiosos, los cristianos desplazados por la guerra, comenzaron a volver a su tierra. Esta vuelta ha sido, y está siendo posible, gracias al proyecto de reconstrucción de la Llanura de Nínive que apoya Ayuda a la Iglesia Necesitada.
Más de 39.900 cristianos hoy pueden ver y ayudar a reedificar sus casas. Otros ya disfrutan de un nuevo esplendor que ha sido devuelto a sus viviendas. Son 568 las que hasta ahora han sido restauradas completamente.
Lo que comenzó frágil como un olivo joven, la reconstrucción, es ahora un gran proceso que da sus frutos. 4.765 propiedades restauradasen los pueblos de Bartella, Karamles y Qaraqosh. Casas, templos y otros edificios de la Iglesia recuperados en su totalidad porque “no se puede concebir un Oriente Medio sin cristianos”, como dijo el Nuncio de Irak y Jordania, Mons. Alberto Ortega.
Con la invasión de Daesh 1.234 casas fueron destruidas, 3.155 quemadas, 13.555 dañadas y 9.166 sufrieron deterioros parciales. La Llanura de Nínive quedó desolada, sin vida. Estas circunstancias unieron, por primera vez a líderes de la Iglesia Caldea, Católica Siria, Ortodoxa Siria, con el propósito de devolver la presencia cristiana a esta región. Fue así como surgió el Comité de reconstrucción por el que el 44,63% de las familias cristianas han regresado a Irak.
Ayuda a Iglesia Necesitada
Se trata de dos edificios, construidos en la época del emperador Adriano, que forman parte de la fortaleza militar descubierta en la primavera de 2016 en el distrito romano de Celio, explicó el superintendente especial para arqueología en Roma del Ministerio italiano de Bienes Culturales, Francesco Prosperetti.
La zona donde se produjo el descubrimiento está en los alrededores de la actual basílica de San Juan de Letrán. Denominado el gran «Campo de Marte» en la Roma antigua, fue en aquella época un «verdadero barrio militar», construido especialmente en la época de Trajano (principios del siglo II d.C.).
El nuevo hallazgo arqueológico se ubica a una profundidad de 12 metros, un nivel aproximadamente tres metros por debajo que el resto del cuartel, y fue calificado de «extraordinario» por el Ministerio. El primer edificio se configura como un área rectangular y abarca una extensión de 300 metros cuadrados, en la que están dispuestas 14 habitaciones alrededor de un patio central, antiguamente equipado con fuente y piscinas.
«Creemos que se trata de la casa de un comandante, pues su decoración es rica y refinada, lo que no era propio de los soldados», dijo Prosperetti, quien calificó el estado de conservación de las estancias de «muy bueno» y dijo que se han descubierto además «pequeñísimos objetos y amuletos femeninos».
Con frescos naturales en las paredes y pavimento realizado en mármol blanco y pizarra gris, en forma de mosaico, se aprecian transformaciones tanto en las propias estancias como en sus revestimientos, lo que podría ser indicio de «que fue utilizada sucesivamente por varias personas como residencia», expuso el superintendente.
En su última fase, además, se equipó con una escalera hacia la planta superior, probablemente un acceso a las oficinas o a los dormitorios de los soldados, lo que apoya la hipótesis de que se trataba de la residencia de un alto mando, pues un ciudadano privado en la época no podría construir su «domus» en contacto con un edificio militar. En esta línea, otra de las posibilidades barajadas es que fuese el cuartel del servicio secreto del emperador.
Según adelantó Prosperetti, la idea es ahora «consolidar y reconstruir» toda la zona a fin de ponerla a disposición del público en «un pequeño museo» situado en esta misma parada de metro, dijo. Calculó que para su apertura podrán quedar «al menos 5 años», pero juzgó que una vez concluida «será la estación de metro más bonita del mundo».
El Tabor es un monte considerado sagrado desde tiempos inmemoriales. De hecho, era lugar de culto cananeo. Pero fue a través de las más antiguas narraciones de la Biblia que encontró su lugar en la historia del pueblo elegido.
Recordado por el salmista para ilustrar la magnificencia de Dios en la creación, servía de frontera para las tribus israelitas del norte, y era célebre por los episodios victoriosos de Débora y Barak en la lucha contra Sísara, narrados en el libro de los Jueces.
Acontecimientos importantes en la historia de la salvación pero que se diluyen frente a aquel hecho extraordinario narrado en los evangelios.
“Jesús subió a un monte a orar, acompañado de Pedro, Santiago y Juan y se transfiguró ante ellos”.
Aunque el Evangelio no especifica el nombre de la montaña donde sucedió el excepcional episodio de la Transfiguración, una antiquísima tradición que se remonta a Orígenes (en el siglo III), identifica precisamente este monte, el Tabor, como el lugar donde Jesús se transfiguró ante la mirada atónita de los tres discípulos.
Y aquí, donde Pedro, lleno de entusiasmo, dijo al Señor: “Qué bien que estamos aquí. Hagamos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”, muy pronto los cristianos construyeron tres capillas.
Destruida y reconstruida varias veces a lo largo de los siglos, actualmente se ha incorporado esta Basílica edificada por los franciscanos en 1924 sobre planos del arquitecto Barluzzi. Los dos campanarios junto a la fachada se alzan sobre la zona de las dos capillas bizantinas dedicadas a Moisés y Elías.
El interior de la Basílica, de tres naves, está dividido por pilares macizos y robustos arcos. Una amplia escalinata baja a la cripta que ocupa la zona de la tercera capilla bizantina y de la anterior cripta cruzada. De hecho el altar está realizado con restos cruzados. La escena de la transfiguración se recuerda en un gran mosaico en el ábside central.
La Puerta del Viento, que todavía marca la entrada a la explanada de la cumbre del Tabor, era la única entrada a la fortaleza sarracena construida en el siglo XIII. Después de la derrota del Reino latino, durante un largo periodo los cristianos abandonaron el monte. Es célebre la destrucción ordenada por el sultán Baybars en 1263 que convirtió la cumbre del Tabor en una montaña de escombros abandonados durante casi cuatro siglos. Eran pocos los valientes peregrinos que subían. Los franciscanos de Nazaret y Jerusalén subían de vez en cuando, mediante el pago de un peaje, para llevar a cabo la liturgia.
En el camino que conduce a la plazoleta, la capilla del “Descendetibus”, construida en recuerdo de la orden dada por Jesús a los discípulos (de no hablar con nadie de esta visión), mientras bajaban de la montaña.
Actualmente todavía son visibles, ante el santuario, las ruinas del convento benedictino de época cruzada, descubiertas a finales del siglo XIX.
Los franciscanos que después de sucesivas vicisitudes tomaron posesión de la cima del monte, donado por el emir Fakhr ed Din, en 1631, tienen ahora, además de su convento, un hospedería y un lugar de descanso para peregrinos, gestionado desde 2006 por la Comunidad Mundo X.
El Tabor fue visitado en 1964 por el Papa Pablo VI, que murió en 1978 precisamente el 6 de agosto.
Esta colina, que es el Monte Moria (2 Crónicas 3,1) del Génesis (22,2) estuvo desde entonces destinada a ser el emplazamiento del Templo de Yahveh, para el que David había amasado ya grandes tesoros, pero cuya construcción se reservaba a Salomón. Como hasta entonces los hebreos no habían cultivado las artes, Salomón se dirigió a Hiram, rey de Tiro en Fenicia, para conseguir constructores y obreros hábiles en la piedra, metal y la madera de cedro y ciprés del Líbano. Tras siete años y medio de trabajo, el rey pudo dedicar solemnemente el templo del Dios verdadero.
Se admite generalmente que la “roca sagrada” en el centro de la Mezquita de Omar constituía la base del altar de los holocaustos en el Templo de Jerusalén. En esta colina, según una antigua tradición, Abrahám se dispuso a sacrificar a su hijo Isaac; aquí, junto a la era de Ornán, el ángel exterminador volvió a guardar su espada en su vaina; y en esta era, que según la costumbre estaba situada en el punto más alto, erigió David un altar al Señor.
Si esta roca prominente fue constantemente preservada en las diversas reconstrucciones de la plataforma debe haber sido por sus asociaciones. Además, se corresponde con todos los requisitos del Éxodo (20,24 y s.) para el altar de los holocaustos. Es una roca de piedra caliza, sin labrar e irregular, de cincuenta y ocho pies de largo por cuarenta y cinco de ancho, y que sobresale tres o cuatro pies por encima del suelo. Además, casi en el nivel superior de su superficie hay un agujero por donde se cree que la sangre y el agua de las abluciones fluía en la cavidad inferior para ser llevada por un conducto subterráneo al valle del Cedrón. La Mishna (Yoma, II,I) afirma que bajo el altar de los holocaustos había un canal de esta clase. Admitido este punto, la “roca sagrada” servirá como señal para descubrir el sitio exacto de la casa de Yahveh, porque esta última se abría hacia el este, enfrente del altar de los holocaustos y consiguientemente al oeste del patio de los sacerdotes que contenía el altar.
Las principales fuentes de información relativas al plano, construcción y adorno del Templo son, en primer lugar 1 Rey. 6,7; luego el relato paralelo de 2 Crón. 3 y 4, que tiende a magnificar inconmensurablemente las dimensiones.
El profeta Ezequiel describió el Templo a la luz de una visión celestial, y aunque su descripción es simbólica concuerda en sus rasgos esenciales con la del Libro de los Reyes; según todas las apariencias describen la casa del Señor tal como la vio mientras realizaba sus tareas sacerdotales.
La información suministrada por Josefo y el tratado Middoth de la Mishná inspira menos confianza; parece basada más bien en el Templo de Herodes que en el de Salomón. En realidad sólo poseemos una breve descripción del primer Templo y los términos técnicos utilizados por la Biblia no son siempre fácilmente inteligibles en los tiempos actuales; de ahí que haya una gran diversidad de opiniones entre los autores que han intentado reconstruir el Templo de Salomón en sus detalles arquitectónicos.
La casa de Dios era de forma rectangular, de sesenta codos de largo de este a oeste por veinte codos de ancho y treinta de alto (1 Reyes, 6, 2; 2 Crónicas, 3, 3). Éstas eran las dimensiones interiores que no incluían el espesor de los muros, como lo demuestran numerosos textos.
Este espacio estaba dividido en dos habitaciones de desigual tamaño. La primera, el hekal, o Santo (ver plano, fig. 1) era de cuarenta codos de largo por veinte de ancho. Se entraba por el extremo este por una puerta cuadrada (1 Reyes, 6, 33), de diez codos de anchura (Ezequiel, 41, 2). El marco era de madera de acebuche, con dos puertas de madera de ciprés.
Todo el edificio, incluyendo el Santo de los Santos que constituía la parte principal, era de treinta codos de alto. Ahora bien, como el interior del debir era de sólo veinte codos de alto debe haber habido encima de él un espacio de diez codos. La altura del Santo no se indica en la Biblia, pero hay mención de “cenáculos” o cámaras superiores (2 Crónicas, 3, 9); de ahí se infiere que el Santo debe haber sido de la misma altura que el debir y como él haber tenido encima una cámara de diez codos de alto.
El mismo texto nos informa que estas cámaras superiores estaban ricamente adornadas como las de abajo y hay poca duda de que el Tabernáculo se conservaba en la amplia cámara superior (3 Reyes, 8, 4; Crónicas 5, 5) y en la inferior reliquias y recuerdos de la vida en el desierto.
Enfrente del hekal estaba el vestíbulo o pórtico ulam, en griego pronaos, de la misma longitud que el templo pero de diez codos de profundidad sólo (1 Reyes, 6, 3); era un especie de torre majestuosa, que recordaba los pilones de los templos egipcios y que tenía como ellos un amplio corredor sin puertas. El 2º Libro de las Crónicas (3, 4) afirma que su altura era de ciento veinte codos. Pero un pórtico seis veces más alto que largo estaría tan fuera de proporción que muchos exegetas se inclinan a reducir esta cifra a sesenta codos, la altura del pórtico del Templo de Zorobabel. Según Ezequiel los muros eran de seis codos de espesor.
A lo largo de los otros tres lados del santuario se alzaba un edificio dividido en tres pisos (1 Reyes, 6, 5-6), teniendo cada piso treinta habitaciones [Ez., 12, 6; Ant. Jud., VIII, III, 2]. La casa de Jahveh era tan sagrada que no se permitía que las vigas de cedro que soportaban los techos de las habitaciones laterales se fijaran a las paredes del Templo; de ahí que en los muros del Santo y del Santo de los Santos hubiera tres huecos en los que descansaban los extremos de las vigas. Así, las cámaras inferiores eran de cinco codos de anchura, las del primer piso de seis codos y las del segundo de siete. Cada piso tenía cinco codos de alto.
La entrada era por una puerta que abría al sur (1 Reyes 6, 6-8); Ez. (12, 2) menciona otra al norte, lo que sería muy natural. La subida de un piso a otro se hacía por medio de una escalera de caracol, y es muy probable que se accediera a las cámaras superiores, o cenáculos, por uno de los pisos del pórtico. En estas estrechas celdas de bajo techo se conservaban los archivos, el tesoro público, los accesorios de culto y las vestimentas sagradas (1 Reyes, 8, 4; 2 Crónicas, 5, 5). De esta manera el Santo y el Santo de los Santos estaban completamente rodeados por imponentes estructuras.
El Templo estaba cubierto con una techumbre formada por vigas y tableros de cedro (1 Reyes, 6, 9). Cualquier superficie amplia que descansa sobre una armazón en vez de sobre arcos de albañilería es inestable y no puede evitar las filtraciones por la lluvia; de ahí que sea nuestra opinión que los techos del templo de Salomón serían inclinados, y los tableros cubiertos con amplias losas. Por lo demás, algunos autores consideran que eran planos.
El piso superior del Santo de los Santos, las numerosas habitaciones pequeñas del edificio adyacente, como también el pórtico, estaban provistos de ventanas que tenían fijadas rejas de madera, de las que se hace mención en el texto (1 Reyes, 6, 4). Las paredes del hekal tenían aberturas similares al norte y al sur, al menos en la parte inferior, pero la situación de estas ventanas apenas permitía la entrada de luz en la amplia cámara, que, además, estaba iluminada día y noche por numerosas lámparas. Las ventanas estaban pensadas más bien para permitir la circulación de aire puro y la salida del humo de incienso a las habitaciones laterales. El Santo de los Santos parece no haber tenido ventanas y estaba siempre rodeado de oscuridad (1 Reyes, 8. 12).
En el lugar donde fueron ejecutados, años después se levantó una capilla para albergar sus restos, que fueron trasladados por San Urbicio a la provincia de Huesca, y a Burdeos, Francia, tras la invasión musulmana. En 1568 una parte de los restos regresó a Alcalá, donde se encuentran actualmente, quedando la mayor parte en Huesca. Su fiesta se celebra el 6 de agosto.
Son los patronos de la ciudad complutense, de Tielmes, de Fustiñana (Navarra) y de Navalmanzano (Segovia). En Cambados (Pontevedra), se celebra la Fiesta de San Justo y San Pastor en la capilla del monte de la Pastora, incluyendo la misa en honor a los santos y la procesión. A ellos está consagrada la catedral de Alcalá de Henares.
Los Santos Justo y Pastor murieron mártires en el 304 d.C., durante la gran persecución de Diocleciano, siendo unos niños de menos de diez años.
Diocleciano inició la persecución aconsejado por su yerno Galerio. Este la empezó dentro de su ejército y fue imitado por otros generales. Al comienzo de la persecución corría el año 301. Ya en el 303, Diocleciano promulgó el primer edicto de persecución no violenta, mandando destruir iglesias, libros y humillando a aquellos que no renegasen de su fe. Al año siguiente, en su último edicto, Diocleciano mandó torturar a todo aquel que no apostatase. En España, el gobernador Daciano, conocido como un cruel tirano, se encargó de llevar a cabo los nuevos edictos promulgados.
En este marco histórico fueron martirizados los santos madrileños Justo y Pastor. La veracidad de dicho
martirio la podemos encontrar en la referencia que hace de él el poeta Prudencio en su poema Peristephanon. Además, contamos con los calendarios litúrgicos mozárabes que ya colocaban la fiesta de estos santos. Por añadido, existe el testimonio de San Paulino, que enterró a un hijo suyo de ocho días junto a los sepulcros de los santos hacia el año 392. De estos datos se deduce que el culto a los santos Justo y Pastor debió empezar, en España, hacia finales del s. IV d.C.
En los primeros años del cristianismo hubo muchos mártires. No hay duda de que todos ellos son santos, pero solo algunos son recordados, quizás por su heroicidad o por la eda
d en la que dieran su vida, como es el caso de estos santos niños, Justo y Pastor.
Su acta de martirio no es contemporánea a los hechos, es de tiempos visigodos, pero el ejemplo de estos santos caló hondo entre los cristianos de la época y su historia se transmitió oral y fielmente hasta que se puso por escrito.
Nosotros hoy sólo podemos admitir como histórico de estas actas un pequeño núcleo, lo substancial de ellas: Justo y Pastor, tiernos escolares, enardecidos por el ejemplo de tantos hermanos que confesaron su fe con la muerte, un día, al salir de la escuela, arrojaron sus cartillas y se presentaron ante Daciano a confesarse discípulos de Jesucristo, y el procónsul los mandó degollar.
Todo lo demás es literatura edificante del hagiógrafo, y no puede concederse mayor autoridad a estas actas. Es verdad que tampoco es necesario. De suyo, los breves datos que admitimos como históricos son tan sublimes que bastan para nuestra edificación.
Un himno de la liturgia dice: "Justo apenas contaba siete años; Pastor había cumplido los nueve”. Es muy probable que así fuera.
Álvaro Vidal-Quadras
La fiesta de la dedicación de esta basílica romana es una de las historias más conocidas de los primeros siglos de la Iglesia. En tiempo del papa Liberio, segunda mitad del siglo IV, existía en Roma un matrimonio sin hijos. Los dos esposos (Juan y su esposa, cuyo nombre no nos ha llegado) pertenecían a la más alta nobleza. Eran excelentes cristianos y contaban con una gran fortuna que las numerosas limosnas a los pobres eran incapaces de agotar. Conforme se fueron haciendo mayores, los casados, pensando en el mejor modo de emplear su herencia, pedían insistentemente a la Madre de Dios que les iluminase.
La Virgen, con su corazón maternal, decidió escuchar sus peticiones e indicarles su Voluntad de una forma maravillosa. De un modo especial, y por separado, la Señora les habló en sueños para indicarles su voluntad de que se levantase en su honor un templo en el lugar que apareciese cubierto de nieve en el monte Esquilino. Esto ocurrió la noche del 4 al 5 de agosto, en uno de los días más calurosos del estío romano.
Así las cosas, los dos esposos decidieron ir a contar su visión al papa Liberio. Éste había tenido la misma revelación que ellos esa misma noche. Ante este panorama, el Sumo Pontífice decidió organizar una procesión hacia el lugar que había señalado la Madre de Dios. Cuando llegaron, todos se maravillaron al ver un trozo de campo acotado por la nieve fresca y blanca. La Virgen acababa de manifestar de este modo admirable su deseo de que allí se levantase en su honor un templo. Y allí se erigió y sigue en pie la basílica de Santa María la Mayor.
¿QUÉ VALOR TIENE ESTA LEYENDA?
Parece que no tiene ninguna garantía de veracidad. El cardenal Capalti aseguraba a De Rossi que, cuando los canónigos de esta basílica terminaban en coro las lecciones de la fiesta de Nuestra Señora de las Nieves y se disponían a entrar en la sacristía para dejar sus trajes corales, había uno bastante gracioso que solía decir que en toda la leyenda únicamente encontraba verdaderas estas palabras. "en Roma, a 5 de agosto, cuando los calores son más intensos".
La leyenda, de hecho, no apareció hasta muy tarde. Seguramente en el siglo XI. El caso es que cuajó fácilmente en la devoción popular. De hecho un discípulo del Giotto la inmortalizó en unos lienzos que pintó para la misma basílica. En un cuadro aparece el papa Liberio dormido, con la mitra al lado; encima, ángeles y llamas, y, delante, la Virgen que le dirige la palabra. En otro cuadro se representa Juan Patricio, a quien se le aparece también la Virgen. Otra pintura muestra a María haciendo descender la nieve sobre el monte Esquilino.
El español Murillo inmortalizó también esta leyenda en uno de sus cuadros. En él aparece el noble y piadoso matrimonio contando la visión al Papa, y en el fondo se contempla la procesión y el campo nevado. Otros artistas reprodujeron en sus cuadros este milagro y también fueron varios los poetas lo cantaron en sus versos.
La devoción a la Virgen de las Nieves arraigó fuertemente en el pueblo romano y llegó a extenderse por toda la cristiandad. En su honor se levantan hoy templos por todo el mundo, y son muchas las mujeres cristianas que llevan este bendito nombre de la Santísima Virgen.
Nuestra Señora de las Nieves es lo mismo que Santa María la Mayor, título que lleva una de las cuatro basílicas mayores de Roma. Las otras tres son: San Pedro del Vaticano, San Pablo Extramuros y San Juan de Letrán. La basílica de Santa María la Mayor parece ser que fue la primera iglesia que se levantó en Roma en honor de María y podemos decir, lo mismo que se afirma de San Juan de Letrán en un sentido más general, que es la iglesia madre de todas cuantas en el mundo están dedicadas a la excelsa Madre de Dios. Por esto, y por ser una de las iglesias más suntuosas de Roma, mereció el título de la Mayor. Así se la distinguía de las otras sesenta iglesias que tenía la Ciudad Eterna dedicadas a Nuestra Señora.
Esta basílica ha pasado por bastantes vicisitudes a través de los tiempos. El Esquilino, una de las siete colinas de Roma y ubicación de nuestra Basílica, ha tenido distintos usos a lo largo de la historia. En tiempo de la República era necrópolis; bajo el Imperio de Augusto, paseo público. Allí tenía el opulento Mecenas unos jardines. Allí estaba la torre desde la cual contempló Nerón el incendio de Roma. También había, según indican los testimonios históricos, un templo dedicado a la diosa Juno, al cual acudían las parejas de novios para implorar sus auspicios.
Y fue precisamente allí donde quiso la Reina del Cielo poner su morada. En el corazón de la urbe penetra su planta virginal y los hijos del más glorioso de los antiguos imperios abrirán sus pechos al amor de tan tierna Madre. La primitiva iglesia, sin embargo, no había consagrado la basílica a María. En aquella época, el templo se llamaba la basílica Sociniana. En su recinto lucharon los partidarios del papa Dámaso con los secuaces del antipapa Ursino. Esto sucedió a finales del siglo IV. En este tiempo se llamó tambiénbasílica Liberiana por su fundador, el papa Liberio.
En el siglo V fue reconstruida por Sixto III (432-440). Fue este mismo Papa el que consagró el templo a la Virgen. Desde este momento el nombre de María quedaría unido de forma inseparable a este templo. El concilio de Efeso había tenido lugar el año 431. Los padres del tercer concilio ecuménico acababan de proclamar la maternidad divina de María contra el hereje Nestorio. Era el primer gran triunfo de María en la Iglesia y una crecida ola de amor mariano recorría toda la cristiandad de oriente a occidente. La maternidad divina de María es el más grande de los privilegios de María y la raíz de todas sus grandezas. Es en este contexto donde se entiende la dedicación de esta basílica a la Virgen.
Roma no podía faltar en esta hora de gloria Mariana. Este templo que renovó Sixto III en honor de la Theotocos es, sin lugar a dudas, el eco romano de la definición de los padres de Efeso. La ciudad entera se aprestó a levantar y hermosear esta basílica. Los pintores, por su parte, pusieron sus pinceles bajo la dirección del Sumo Pontífice; mientras, las damas se desprendieron de sus más vistosas joyas. Es entonces cuando la antigua basílica Sociniana se adornó con pinturas y mosaicos que celebran el misterio de la maternidad divina de María. Se levantó un arco de triunfo. Sobre la puerta de entrada, aún se puede leer hoy una inscripción de entonces que empieza con estas palabras: "A ti, oh Virgen María, Sixto te dedicó este nuevo templo...".
Las pinturas son, mayoritariamente, de temática mariana y, generalmente, relacionadas con la maternidad divina de María. Representan escenas como la Anunciación, la Visitación, María con el Niño, la adoración de los Magos, la huida a Egipto y otras escenas de la vida de la Virgen.
Las tres amplias naves de la basílica se enriquecieron con los dones de los fieles y los ábsides se adornaron de lámparas y mosaicos. Algunos de éstos aún hoy son especialmente valiosos.
En el siglo VII una nueva advocación le nació a esta iglesia: Santa María ad praesepe, Santa María del Pesebre. La maternidad de María acabó por llevar la devoción de los fieles al portal de Belén, a Jesús. Como siempre, por María a Jesús.
Al lado de la basílica se construyó entonces una gruta estrecha, obscura y recogida como la de Belén. Allí irán los papas a celebrar la misa del gallo todas las Nochebuenas. Para que la piedad se hiciese más viva, se enseñaban los maderos del pesebre en el cual había nacido el Hijo de Dios y trozos de adobes y piedras que los peregrinos habían traído de Tierra Santa.
Esta gruta llegó a ser uno de los lugares más venerandos de la Ciudad Eterna. Los Romanos Pontífices la empezaron a distinguir con sus privilegios. Gregorio III (731-741) puso allí una imagen, de oro y gemas que representaba a la Madre de Dios abrazando a su Hijo. Adriano I (762-795) cubrió el altar con láminas de oro, y León III (795-816) adornó las paredes con velos blancos y tablas de plata acendrada que pesaban ciento veintiocho libras.
Son muchas las gracias que la Santísima Virgen ha concedido a sus devotos en este santo templo. Aquí organizó San Gregorio Magno en su momento unas solemnes rogativas con motivo de una terrible peste que asolaba la ciudad.
En el año 653 ocurrió en esta iglesia un hecho milagroso. Celebraba misa el papa San Martín cuando, al querer matarle o prenderle por orden del emperador Constante, el enarca de Ravena, llamado Olimpo, quedó repentinamente ciego e imposibilitado.
Sobra este recorrido por la historia de la Iglesia para demostrar el gran aprecio que los Sumos Pontífices han tenido para con este templo a través de la historia.
Hoy mismo sigue siendo Santa María la Mayor una de las cuatro basílicas patriarcales de Roma cuya visita es necesaria para ganar el jubileo del año santo. De esta forma la Virgen de las Nieves sigue recibiendo el tributo de amor de innumerables peregrinos de todo el orbe católico.
Actualmente es una de las iglesias más ricas y bellas de la ciudad de Roma. Conserva muy bien su carácter de basílica antigua. Tiene por base la forma rectangular, dividida por columnas que forman tres naves, techo artesonado, atrio y ábside.
El interior de la basílica es solemne y armonioso. Las tres naves aparecen divididas por columnas jónicas. Contiene notables monumentos y tumbas de los papas. Tiene dos fachadas: la que mira al Esquilino, que es la posterior, y la que mira a la plaza que lleva el nombre de Santa María la Mayor. Esta, que es la principal, data del siglo VIII, y la posterior del XVII. El campanario, románico, es el más alto de Roma. Fue construido el año 1377.
Sobre el altar mayor hay una imagen de María del siglo XIII, atribuida a Lucas el Santo, y en la nave se halla el monumento a la Reina de la Paz, erigido por Benedicto XV al terminar la primera guerra mundial. Su cielo raso está dorado con el primer oro que Colón trajo de América. En la plaza de Santa María la Mayor se yergue una columna estriada de más de catorce metros de altura. En la plaza del Esquilino se alza un obelisco procedente del mausoleo de Augusto.
Santa María de las Nieves. He aquí una de las advocaciones más bellas de la Santísima Virgen. Ella, que es la Madre de Dios, Inmaculada, Asunta al cielo, Virgen de la Salud y del Rocío, es también Nuestra Señora de las Nieves. La nieve es blancura y frescor. Pureza y alma recién estrenada, intacta. Espíritu sin gravedad. ¡Cuán hermosamente tenemos representada aquí la pureza sin mancha de María!
Nieve recién caída en el estío romano. La pureza al lado del calor sofocante de la pasión. Sólo Ella, como aquel trozo milagrosamente marcado por la nieve en la leyenda de Juan Patricio, es preservada del calor fuerte del agosto que es el pecado. Sólo Ella es sin pecado entre todos los hombres. Ella es blancura y candor. Ella refresca nuestros agostos llenos del fuego del pecado y la concupiscencia.
Ni el copo de nieve, ni el ala de cisne, ni la sonrisa de la inocencia, ni la espuma de la ola es más limpia y hermosa que María. Verdaderamente es ésta una fiesta de leyenda y poesía, María es algo de leyenda y poesía. Es la obra de Dios.
(Madre Teresa de Calcuta)
El Maestro le invitó a dejar todo y seguirle. Pero él se negó, y se fue triste. Hubo otros que sí le siguieron, y fueron grandes apóstoles, grandes santos.
Supongo que, pasado el tiempo, a aquel chico le irían llegando noticias del Maestro. Unos dirían que era un impostor, otros que hacía milagros, que era un profeta. Más adelante le llegaría la noticia de que le habían crucificado.
Podemos imaginarnos ahora —siguiendo una glosa de José Miguel Cejas— que el personaje ya es anciano. Está sentado, al atardecer, en el zaguán de su casa. Han terminado ya las faenas del campo, y se oyen, a lo lejos, las risas bulliciosas de las espigadoras que regresan y los gritos de los hombres que transportan las últimas gavillas. Tiene la mirada perdida, como desvanecida en el silencio. También la vida, como el día, se va consumiendo, poco a poco, entre rumores apagados de cansancio. Y el tiempo se va llevando los recuerdos, como el viento se lleva las últimas huellas de las caravanas en el camino reseco que pasa junto a su puerta.
Habla poco. De vez en cuando, le visitan los viejos conocidos y evocan juntos a amigos y parientes, casi todos ya muertos. Comentan algo sobre la próxima cosecha, sobre los viñedos o los olivos. Y mientras, en la casa, todo sigue igual: ruidos de cántaros, griterío de niños, leves pisadas femeninas. Desde hace años este anciano contempla, en un silencio impregnado de tristeza, los juegos de los hijos de sus hijos. Vive de nostalgias y de recuerdos, asombrosamente cercanos a pesar del tiempo. Y hay algunos instantes de su vida que pesan en su alma como si fueran decenas de años. Y otros que no acaban de pasar nunca, como la mirada profunda de aquel Rabí.
Hace muchos años, más de sesenta, él cruzaba Palestina con un viejo criado que murió hace tiempo. Entonces era un chico joven, tenía fuerzas, no como ahora. Era rico y un tanto arrogante. ¿Feliz? Aceptablemente feliz. Y temeroso de Dios. Por eso, fue corriendo al encuentro de aquel hombre extraordinario. Le preguntó: «Maestro bueno... ». Y aquel Rabí, mirándole a los ojos, sonriendo, le invitó a seguirle. Pero él se negó. Y se fue triste.
Pasó el tiempo. En la aldea se comentaban cosas contradictorias. Unos decían que el Rabí era un falsario y un impostor. Otros hablaban de sus milagros. Otros estaban convencidos de que era un profeta.
Paso más tiempo. Se casó, tuvo hijos. Las noticias de Jerusalén llegaban con retraso a su aldea. Una pascua le contaron que lo habían crucificado. Respiró hondo. «Yo tenía razón: no era más que un visionario. Hice bien en no seguirle. ¡Qué locura hubiera sido echar por la borda todos mis bienes!».
Pero, sin saber por qué, la noticia le entristeció, como aquella tarde cuando volvió la espalda a la cálida y respetuosa llamada del Maestro. En su mente seguía fija la idea de que el Señor le llamó, y que si él no quiso seguirle fue por egoísmo, pero aquella llamada, aquella vocación seguía viva en su interior. Descubrió que su antigua ilusión de entrega, sus deseos de Dios, seguían allí, en un repliegue del alma. Porque, durante años, casi sin advertirlo, aquella mirada y aquella sonrisa de Jesús le habían seguido acompañando.
Un día quizá aparecieron los discípulos del Señor por su aldea, y habría sus tensiones, porque la doctrina de Cristo no deja indiferente a nadie. Los ancianos discutían a la entrada del pueblo y bramaban contra ellos en la sinagoga. Lo comentaban también, acaloradas, las mujeres en la fuente. Todos se sentían interpelados por las enseñanzas de aquel Maestro, y quizá el joven rico, que ya no sería tan joven, volvió a pensar en dejarlo todo y unirse a aquellos hombres, secundando ahora la llamada que el Maestro le hizo unos años antes.
Algunos se habían hecho de los suyos. Otros los insultaban y los perseguían. Quizá entonces fue generoso y recuperó el tiempo que había perdido. Pero quizá volvió a vencerle su egoísmo, y prefirió quedarse cómodamente al margen. Era rico y no quería riesgos. Se limitaba a contemplar desde lejos lo que pasaba. Pudo haber sido uno de ellos. Y seguía enriqueciéndose. Su casa se llenaba de pebeteros, de alfombras y de los pequeños lujos de una aldea oriental. Tenía más y más criados, y sus campos se engrandecían.
Y a los pocos años llegó aquella terrible guerra, la invasión romana, y la destrucción del Templo de Jerusalén. Y aquel hombre, con seguridad, lo perdió todo.Le arrebataron otros por la fuerza lo que no quiso él dar al Señor por su propia voluntad. Ahora su cuerpo se iba combando lentamente y se ajaba el rostro de su mujer. Y en su vejez se lamentaría en su pobreza, viendo sus campos y sus ganados en mano ajena, viendo el desprecio de aquellos que antes le adulaban porque era rico, pero que ahora le ignoraban porque ya no lo era. Y él seguía allí, como un perro triste, en el portal de su casa, imaginando lo que pudo ser y no fue. A su alrededor, veía la respuesta a lo que había sido su vida: una vida encerrada en su egoísmo, que ahora los demás le pagaban con la misma moneda. Y lloraba en silencio, pensando que quizá su vida podía haber sido menos cómoda pero sin esa insoportable amargura del egoísmo.
Aquel hombre pudo haber sido un gran apóstol. Recibió, como Juan, la llamada en plena juventud. ¡Cuántas almas pudo haber salvado! Jesús las veía a través de sus ojos. Y veía, detrás de esas almas, tantas y tantas otras. Pero aquel hombre dijo que no. Su egoísmo quebró para siempre los planes de Dios. ¿Por qué? Cuenta el Evangelio que tenía muchas riquezas. Podemos imaginarnos lo que sería. Como mucho, unos campos, unas casas, unos caballos, unos mulos... Y por esas riquezas miserables abandonó a Dios hecho hombre, que le buscaba en lo mejor de su vida. Se entiende que Jesús hiciera aquella dolorosa reflexión, y que comentara entonces que es más fácil que pase un camello por el ojo de una aguja a que entren en el reino de Dios quienes estén apegados a sus riquezas.
Este joven ha permanecido anónimo. Si hubiera respondido positivamente a la invitación de Jesús, se habría convertido en su discípulo y probablemente los evangelistas habrían registrado su nombre. Pero quien pone su seguridad en las riquezas de este mundo no alcanza el sentido pleno de la vida y la verdadera alegría. Por el contrario, quien se fía de la palabra de Dios y renuncia a sí mismo y a sus bienes para buscar el reino de los cielos, aparentemente pierde mucho, pero en realidad lo gana todo. El santo es precisamente aquel hombre, aquella mujer, que, respondiendo con alegría y generosidad a la llamada de Cristo, lo deja todo por seguirlo. Como Pedro y los demás Apóstoles, como otros innumerables santos, debemos recorrer el camino que Dios nos marque, que es exigente pero colma el corazón y nos hará recibir el ciento por uno ya en esta vida terrena, juntamente con pruebas y persecuciones, y después la vida eterna.
Lo hace Dios, y así es la naturaleza del hombre. Nadie considera auténtico un amor que no está dispuesto al sacrificio. «El amor, para que sea auténtico, debe costarnos», decía la Madre Teresa de Calcuta. Y el sacrificio es lo que prueba el amor, y lo que da alegría de verdad. «No quiero —insistía— que me deis de lo que os sobra. Quiero que me deis de lo que necesitáis hasta realmente sentirlo. El otro día recibí quince dólares de un hombre que lleva veinte años paralítico. La parálisis solo le permite usar la mano derecha. La única compañía que tolera es la del tabaco. Me decía: “Solo hace una semana que he dejado de fumar. Le envío el dinero que he ahorrado de no comprar cigarrillos”. Debió de ser un terrible sacrificio para él. Con ese dinero compré pan y se lo di a personas que tenían hambre. De este modo, tanto el donante como quienes lo recibieron experimentaron alegría.»
«Creo que una persona que está apegada a sus riquezas, que vive preocupada por sus riquezas, es en realidad muy pobre. Sin embargo, si esa persona pone su dinero al servicio de los demás, entonces se vuelve rica, muy rica. La bondad ha convertido a más personas que el celo, la ciencia o la elocuencia. La santidad aumenta más rápido cuando hay bondad. El mundo se pierde por falta de dulzura y amabilidad. No olvidemos que nos necesitamos los unos a los otros.»
Fuente: Alfonso Aguiló, interrogantes.net
En la carta a los Colosenses San Pablo dice: "Aristarco, mi compañero de cautividad os saluda"
Nació en Tesalónica. Resulta que san Pablo había llegado a esta ciudad para evangelizarla y alejarla de la idolatría a la que estaba sometida. Aristarco, conmovido por la palabra de Pablo, se convirtió al cristianismo. Y no solamente esto: desde su conversión siguió a san Pablo por todos los caminos y lugares en los que se anunciaba la Palabra de Dios.
Cerca de Efeso, en Izmir, hoy Turquía, le pasó algo milagroso en su vida personal. De todas partes venía gran muchedumbre para adorar a la diosa Diana, hija de Júpiter. El templo era precioso porque había sido construido por Erostrato. Era una de las siete maravillas de entonces. El orfebre Demetrio fabricaba pequeñas estatuas de plata para la venta de los que iban a adorar a su diosa. Y vio que se quedaba sin trabajo y sin ventas debido a que la mayoría de la gente adoraba ya al Dios único y verdadero, el Dios que anunciaba san Pablo.
Entonces, aprovechando que san Pablo estaba fuera de la ciudad, armó tal revuelo en la ciudad que todo el mundo se quedó confuso. Los Efesios, sin embargo, siguieron a Aristarco y a Cayo. Los llevaron al anfiteatro. Estando allá, todo se calmó. Pablo y sus seguidores se encaminaron a Roma para alejarse del peligro inminente que caía sobre sus cabezas. En la carta a los Colosenses dice: "Aristarco, mi compañero de cautividad os saluda".
Fue un fiel amigo incluso cuando Pablo estaba en la cárcel. Murió en el siglo I.
La Hna. María de Guadalupe Rodrigo, llamada por los cristianos perseguidos de Siria «su embajadora», canta en árabe este conmovedora oración. Las imágenes que acompañan al canto corresponden a la consagración al Inmaculado Corazón de María de la castigada ciudad de Alepo (Siria), que tuvo lugar el pasado 13 de mayo de 2017.
"Proyecto Despierta" te invita a rezar con y por los cristianos perseguidos, en sus idiomas de origen.
Pidamos por todos los cristianos perseguidos, para que, mirando a Santa María, perseveren firmes en la defensa de su fe en Cristo.
«Os he dicho esto para que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo sea perfecto» (Jn 15,11): este es el proyecto de Dios para los hombres y mujeres de todos los tiempos y, por tanto, también para todos los jóvenes y las jóvenes del tercer milenio, sin excepción.
Anunciar la alegría del Evangelio es la misión que el Señor ha confiado a su Iglesia. El Sínodo sobre la nueva evangelización y la Exhortación Apostólica Evangelii gaudium han afrontado cómo llevar a cabo esta misión en el mundo de hoy; en cambio, los dos Sínodos sobre la familia y la Exhortación Apostólica Post-sinodal Amoris laetitia se han dedicado al acompañamiento de las familias hacia esta alegría.
Como continuación de este camino, a través de un nuevo camino sinodal sobre el tema: «Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional», la Iglesia ha decidido interrogarse sobre cómo acompañar a los jóvenes para que reconozcan y acojan la llamada al amor y a la vida en plenitud, y también pedir a los mismos jóvenes que la ayuden a identificar las modalidades más eficaces de hoy para anunciar la Buena Noticia. A través de los jóvenes, la Iglesia podrá percibir la voz del Señor que resuena también hoy. Como en otro tiempo Samuel (cfr. 1Sam 3,1-21) y Jeremías (cfr. Jer 1,4-10), hay jóvenes que saben distinguir los signos de nuestro tiempo que el Espíritu señala. Escuchando sus aspiraciones podemos entrever el mundo del mañana que se aproxima y las vías que la Iglesia está llamada a recorrer.
La vocación al amor asume para cada uno una forma concreta en la vida cotidiana a través de una serie de opciones que articulan estado de vida (matrimonio, ministerio ordenado, vida consagrada, etc.), profesión, modalidad de compromiso social y político, estilo de vida, gestión del tiempo y del dinero, etc. Asumidas o padecidas, conscientes o inconscientes, se trata de elecciones de las que nadie puede eximirse. El propósito del discernimiento vocacional es descubrir cómo transformarlas, a la luz de la fe, en pasos hacia la plenitud de la alegría a la que todos estamos llamados.
La Iglesia es consciente de poseer «lo que hace la fuerza y el encanto de la juventud: la facultad de alegrarse con lo que comienza, de darse sin recompensa, de renovarse y de partir de nuevo para nuevas conquistas» (Mensaje del Concilio Vaticano II a los jóvenes, 8 de diciembre de 1965); las riquezas de su tradición espiritual ofrecen muchos instrumentos con los que acompañar la maduración de la conciencia y de una auténtica libertad.
Desde esta perspectiva, con el presente Documento Preparatorio, se da inicio a la fase de consulta de todo el Pueblo de Dios. El Documento – dirigido a los Sínodos de los Obispos y a los Consejos de los Jerarcas de las Iglesias Orientales Católicas, a las Conferencias Episcopales, a los Dicasterios de la Curia Romana y a la Unión de Superiores Generales – termina con un cuestionario. Además está prevista una consulta de todos los jóvenes a través de un sitio web, con un cuestionario sobre sus expectativas y su vida. Las respuestas a los dos cuestionarios constituirán la base para la redacción del Documento de trabajo o Instrumentum laboris, que será el punto de referencia para la discusión de los Padres sinodales.
Este Documento Preparatorio propone una reflexión articulada en tres pasos. Se comienza delineando brevemente algunas dinámicas sociales y culturales del mundo en el que los jóvenes crecen y toman sus decisiones, para proponer una lectura de fe. Posteriormente se abordan los pasos fundamentales del proceso de discernimiento, que es el instrumento principal que la Iglesia desea ofrecer a los jóvenes para que descubran, a la luz de la fe, la propia vocación. Por último, se ponen de relieve los componentes fundamentales de una pastoral juvenil vocacional. Por lo tanto, no se trata de un documento completo, sino de una especie de mapa que pretende fomentar una investigación cuyos frutos sólo estarán disponibles al término del camino sinodal.
Tras las huellas del discípulo amado
Ofrecemos como inspiración para el camino que inicia un icono evangélico: Juan, el apóstol. En la lectura del Cuarto Evangelio él no sólo es la figura ejemplar del joven que elige seguir a Jesús sino también «el discípulo a quien Jesús amaba» (Jn 13,23; 19,26; 21,7).
«Fijándose en Jesús que pasaba, [Juan el Bautista] dijo: “He ahí el Cordero de Dios”. Los dos discípulos le oyeron hablar así y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y, al ver que le seguían, les dice: “¿Qué buscáis?”. Ellos le respondieron: “Rabbí – que quiere decir ‘Maestro’ –, ¿dónde vives?”. Les respondió: “Venid y lo veréis”. Fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día. Era más o menos la hora décima» (Jn 1,36-39).
En búsqueda de un sentido que dar a la propia vida, dos discípulos del Bautista son interpelados por Jesús con la pregunta penetrante: «¿Qué buscáis?». A su contestación «Rabbí – que quiere decir ‘Maestro’ –, ¿dónde vives?», le sigue la respuesta-invitación del Señor: «Venid y lo veréis» (vv. 38-39). Jesús los llama al mismo tiempo a un camino interior y a una disponibilidad de ponerse concretamente en movimiento, sin saber bien a dónde esto los llevará. Será un encuentro memorable, hasta el punto de recordar incluso la hora (v. 39).
Gracias a la valentía de ir y ver, los discípulos experimentarán la amistad fiel de Cristo y podrán vivir diariamente con Él, dejarse interrogar e inspirar por sus palabras, dejarse impresionar y conmover por sus gestos.
Juan, en particular, será llamado a ser testigo de la Pasión y Resurrección de su Maestro. En la última cena (cfr. Jn13,21-29), su intimidad con Él lo llevará a reclinar la cabeza sobre el pecho de Jesús y a confiar en Su palabra. Mientras conduce a Simón Pedro a la casa del sumo sacerdote, se enfrentará a la noche de la prueba y de la soledad (cfr. Jn 18,13-27). Junto a la cruz acogerá el profundo dolor de la Madre, a quien es confiado, asumiendo la responsabilidad de cuidar de ella (cfr. Jn 19,25-27). En la mañana de Pascua compartirá con Pedro la carrera agitada y llena de esperanza hacia el sepulcro vacío (cfr. Jn 20,1-10). Por último, durante la extraordinaria pesca en el lago de Tiberíades (cfr. Jn 21,1-14), reconocerá al Resucitado y dará testimonio de Él a la comunidad.
La figura de Juan nos puede ayudar a comprender la experiencia vocacional como un proceso progresivo de discernimiento interior y de maduración de la fe, que conduce a descubrir la alegría del amor y la vida en plenitud en la entrega y en la participación en el anuncio de la Buena Noticia.
Este capítulo no ofrece un análisis completo de la sociedad y del mundo, sino que tiene presente algunos resultados de la investigación en el ámbito social útiles para abordar el tema del discernimiento vocacional, a fin de «dejarnos interpelar por ella en profundidad y dar una base concreta al itinerario ético y espiritual» (Laudato Si', 15).
La descripción, elaborada a nivel mundial, exigirá ser adaptada a la realidad de las circunstancias específicas de cada región: a pesar de la presencia de tendencias globales, las diferencias entre las diversas áreas del planeta siguen siendo relevantes. En muchos aspectos es correcto afirmar que existe una pluralidad de mundos juveniles, no sólo uno. Entre las muchas diferencias, algunas resultan particularmente evidentes. La primera es el efecto de las dinámicas geográficas y separa a los países con alta natalidad, donde los jóvenes representan una proporción significativa y creciente de la población, de aquellos cuyo peso demográfico se va reduciendo. Una segunda diferencia deriva de la historia, que hace diferentes a los países y a los continentes de antigua tradición cristiana cuya cultura es portadora de una memoria que no se debe disgregar, de los países y continentes cuya cultura en cambio está marcada por otras tradiciones religiosas y en los que el cristianismo tiene una presencia minoritaria y a menudo reciente. Por último, no podemos olvidar la diferencia entre el género masculino y el femenino: por una parte ésta determina una sensibilidad diferente, por otra es origen de formas de dominio, exclusión y discriminación de las que todas las sociedades necesitan liberarse.
En las páginas que siguen el término “jóvenes” se refiere a las personas de edad comprendida aproximadamente entre 16 y 29 años, siendo conscientes de que también este elemento exige ser adaptado a las circunstancias locales. En cualquier caso, es bueno recordar que la juventud más que identificar a una categoría de personas, es una fase de la vida que cada generación reinterpreta de un modo único e irrepetible.
1. Un mundo que cambia rápidamente
La rapidez de los procesos de cambio y de transformación es la nota principal que caracteriza a las sociedades y a las culturas contemporáneas (cfr. Laudato Si', 18). La combinación entre complejidad elevada y cambio rápido provoca que nos encontremos en un contexto de fluidez e incertidumbre nunca antes experimentado: es un hecho que debe asumirse sin juzgar a priori si se trata de un problema o de una oportunidad. Esta situación exige adoptar una mirada integral y adquirir la capacidad de programar a largo plazo, prestando atención a la sostenibilidad y a las consecuencias de las opciones de hoy en tiempos y lugares remotos.
El crecimiento de la incertidumbre incide en las condiciones de vulnerabilidad, es decir, la combinación de malestar social y dificultad económica, y en las experiencias de inseguridad de grandes sectores de la población. En lo que se refiere al mundo del trabajo, podemos pensar en los fenómenos de la desocupación, del aumento de la flexibilidad y de la explotación sobre todo infantil, o en el conjunto de causas políticas, económicas, sociales e incluso ambientales que explican el aumento exponencial del número de refugiados y migrantes. Frente a pocos privilegiados que pueden disfrutar de las oportunidades ofrecidas por los procesos de globalización económica, muchos viven en situaciones de vulnerabilidad y de inseguridad, lo cual tiene un impacto sobre sus itinerarios de vida y sobre sus elecciones.
A nivel mundial el mundo contemporáneo se caracteriza por una cultura “cientificista”, a menudo dominada por la técnica y por las infinitas posibilidades que ésta promete abrir, en cuyo interior no obstante «se multiplican las formas de tristeza y soledad en las que caen las personas, entre ellas muchos jóvenes» (Misericordia et misera, 3). Como enseña la encíclica Laudato Si', la íntima relación entre paradigma tecnocrático y búsqueda frenética del beneficio a corto plazo están en el origen de esa cultura del descarte que excluye a millones de personas, entre ellas muchos jóvenes, y que conduce a la explotación indiscriminada de los recursos naturales y a la degradación del ambiente, amenazando el futuro de las próximas generaciones (cfr. 20-22).
Asimismo, no hay que olvidar que muchas sociedades son cada vez más multiculturales y multirreligiosas. En particular, la coexistencia de varias tradiciones religiosas representa un desafío y una oportunidad: puede crecer la desorientación y la tentación del relativismo, pero conjuntamente aumentan las posibilidades de debate fecundo y enriquecimiento recíproco. A los ojos de la fe esto se ve como un signo de nuestro tiempo que requiere un crecimiento en la cultura de la escucha, del respeto y del diálogo.
Quien es joven hoy vive la propia condición en un mundo diferente al de la generación de sus padres y de sus educadores. No sólo el sistema de obligaciones y oportunidades cambia con las transformaciones económicas y sociales, sino que mudan también, subyacentemente, deseos, necesidades, sensibilidades y el modo de relacionarse con los demás. Por otra parte, si desde un cierto punto de vista es verdad que con la globalización los jóvenes tienden a ser cada vez más homogéneos en todas las partes del mundo, se mantienen sin embargo, en los contextos locales, peculiaridades culturales e institucionales que tienen repercusiones en el proceso de socialización y de construcción de la identidad.
El desafío de la multiculturalidad atraviesa particularmente el mundo juvenil, por ejemplo, con las peculiaridades de las “segundas generaciones” (es decir, de aquellos jóvenes que crecen en una sociedad y en una cultura diferentes de las de sus padres, como resultado de los fenómenos migratorios) o de los hijos de parejas de algún modo “mixtas” (desde el punto de vista étnico, cultural y/o religioso).
En muchas partes del mundo los jóvenes experimentan condiciones de particular dureza, en las que se hace difícil abrir el espacio para auténticas opciones de vida, en ausencia de márgenes, aunque sean mínimos, de ejercicio de la libertad. Pensemos en los jóvenes en situación de pobreza y exclusión; en los que crecen sin padres o familia, o no tienen la posibilidad de ir a la escuela; en los niños y chicos de la calle de tantas periferias; en los jóvenes desempleados, abandonados y migrantes; en los que son víctimas de explotación, trata y esclavitud; en los niños y chicos reclutados a la fuerza en bandas criminales o en milicias irregulares; en las niñas esposas o chicas obligadas a casarse contra su voluntad. Son demasiados en el mundo los que pasan directamente de la infancia a la edad adulta y a una carga de responsabilidad que no han podido elegir. A menudo, las niñas, las chicas y las mujeres jóvenes deben hacer frente a dificultades aún mayores en comparación con sus coetáneos.
Estudios conducidos a nivel internacional permiten identificar algunos rasgos característicos de los jóvenes de nuestro tiempo.
Pertenencia y participación
Los jóvenes no se perciben así mismos como una categoría desfavorecida o un grupo social que se debe proteger y, en consecuencia, como destinatarios pasivos de programas pastorales o de opciones políticas. No pocos de ellos desean ser parte activa en los procesos de cambio del presente, como confirman las experiencias de activación e innovación desde abajo que tienen a los jóvenes como principales, aunque no únicos, protagonistas.
La disponibilidad a la participación y a la movilización en acciones concretas, en las que el aporte personal de cada uno es ocasión de reconocimiento de identidad, se articula con la intolerancia hacia ambientes en los que los jóvenes sienten, con razón o sin ella, que no encuentran espacio y no reciben estímulos; esto puede llevar a la renuncia o al cansancio para desear, soñar y proyectar, como demuestra la difusión del fenómeno de los NEET (not in education, employment or training, es decir, jóvenes que no se dedican a una actividad de estudio ni de trabajo ni de formación profesional). La discrepancia entre los jóvenes pasivos y desanimados y los emprendedores y vitales es el fruto de las oportunidades ofrecidas concretamente a cada uno en el contexto social y familiar en el que crece, además de las experiencias de sentido, relación y valor adquiridas incluso antes del inicio de la juventud. La falta de confianza en sí mismos y en sus capacidades puede manifestarse, además de en la pasividad, en una excesiva preocupación por la propia imagen y en un dócil conformismo a las modas del momento.
Puntos de referencia personales e institucionales
Varias investigaciones muestran que los jóvenes sienten la necesidad de figuras de referencia cercanas, creíbles, coherentes y honestas, así como de lugares y ocasiones en los que poner a prueba la capacidad de relación con los demás (tanto adultos como coetáneos) y afrontar las dinámicas afectivas. Buscan figuras capaces de expresar sintonía y ofrecer apoyo, estímulo y ayuda para reconocer los límites, sin hacer pesar el juicio.
Desde este punto de vista, el rol de padres y familias sigue siendo crucial y a veces problemático. Las generaciones más maduras a menudo tienden a subestimar las potencialidades, enfatizan las fragilidades y tienen dificultad para entender las exigencias de los más jóvenes. Los padres y los educadores adultos pueden tener presente sus errores y lo que no les gustaría que los jóvenes hiciesen, pero a menudo no tienen igualmente claro cómo ayudarles a orientar su mirada hacia el futuro. Las dos reacciones más comunes son la renuncia a hacerse escuchar y la imposición de sus propias elecciones. Padres ausentes o hiperprotectores hacen a los hijos más frágiles y tienden a subestimar los riesgos o a estar obsesionados con el miedo a equivocarse.
Los jóvenes sin embargo no buscan sólo figuras de referencia adultas: tienen un fuerte deseo de diálogo abierto entre pares. En este sentido son muy necesarias las ocasiones de interacción libre, de expresión afectiva, de aprendizaje informal, de experimentación de roles y habilidades sin tensión ni ansiedad.
Tendencialmente cautos respecto a quienes están más allá del círculo de las relaciones personales, los jóvenes a menudo nutren desconfianza, indiferencia o indignación hacia las instituciones. Esto se refiere no sólo a la política, sino que afecta cada vez más a las instituciones formativas y a la Iglesia, en su aspecto institucional. La querrían más cercana a la gente, más atenta a los problemas sociales, pero no dan por sentado que esto ocurra de inmediato.
Todo esto tiene lugar en un contexto donde la pertenencia confesional y la práctica religiosa se vuelven, cada vez más, rasgos de una minoría y los jóvenes no se ponen “contra”, sino que están aprendiendo a vivir “sin” el Dios presentado por el Evangelio y “sin” la Iglesia, apoyándose en formas de religiosidad y espiritualidad alternativas y poco institucionalizadas o refugiándose en sectas o experiencias religiosas con una fuerte matriz de identidad. En muchos lugares la presencia de la Iglesia se va haciendo menos capilar y por tanto resulta más difícil encontrarla, mientras que la cultura dominante es portadora de instancias a menudo en contraste con los valores evangélicos, ya se trate de elementos de la propia tradición o de la declinación local de una globalización de modelo consumista e individualista.
Hacia una generación (híper)conectada
Las jóvenes generaciones se caracterizan hoy por la relación con las tecnologías modernas de la comunicación y con lo que normalmente se llama “mundo virtual”, no obstante también tenga efectos muy reales. Todo esto ofrece posibilidades de acceso a una serie de oportunidades que las generaciones precedentes no tenían, y al mismo tiempo presenta riesgos. Sin embargo, es de gran importancia poner de relieve cómo la experiencia de relaciones a través de la tecnología estructura la concepción del mundo, de la realidad y de las relaciones personales. A esto debería responder la acción pastoral, que tiene necesidad de desarrollar una cultura adecuada.
En el contexto de fluidez y precariedad que hemos esbozado, la transición a la vida adulta y la construcción de la identidad exigen cada vez más un itinerario “reflexivo”. Las personas se ven obligadas a readaptar sus trayectorias de vida y a retomar continuamente el control de sus opciones. Además, junto con la cultura occidental se difunde una concepción de la libertad entendida como posibilidad de acceder a nuevas oportunidades. Se niega que construir un itinerario personal de vida signifique renunciar a recorrer en el futuro caminos diferentes: «Hoy elijo esto, mañana ya veremos». Tanto en las relaciones afectivas como en el mundo del trabajo el horizonte se compone de opciones siempre reversibles más que de elecciones definitivas.
En este contexto los viejos enfoques ya no funcionan y la experiencia transmitida por las generaciones precedentes se vuelve obsoleta rápidamente. Valiosas oportunidades y riesgos insidiosos se entrelazan en una maraña que no es fácil de desenredar. Adecuados instrumentos culturales, sociales y espirituales se convierten en indispensables para que los mecanismos del proceso decisional no se bloqueen y se termine, tal vez por miedo a equivocarse, sufriendo el cambio en lugar de guiarlo. Lo ha dicho el Papa Francisco: «“¿Cómo podemos despertar la grandeza y la valentía de elecciones de gran calado, de impulsos del corazón para afrontar desafíos educativos y afectivos?”. La palabra la he dicho tantas veces: ¡arriesga! Arriesga. Quien no arriesga no camina. “¿Y si me equivoco?”.¡Bendito sea el Señor! Más te equivocarás si te quedas quieto» (Discurso en Villa Nazaret, 18 de junio de 2016).
En la búsqueda de caminos capaces de despertar la valentía y los impulsos del corazón no se puede dejar de tener en cuenta que la persona de Jesús y la Buena Noticia por Él proclamada siguen fascinando a muchos jóvenes.
La capacidad de elegir de los jóvenes se ve obstaculizada por las dificultades relacionadas con la condición de precariedad: la dificultad para encontrar trabajo o su dramática falta; los obstáculos en la construcción de una autonomía económica; la imposibilidad de estabilizar la propia trayectoria profesional. Para las mujeres jóvenes estos obstáculos son normalmente aún más difíciles de superar.
El malestar económico y social de las familias, la forma en que los jóvenes asumen algunos rasgos de la cultura contemporánea y el impacto de las nuevas tecnologías exigen una mayor capacidad de respuesta al desafío educativo en su acepción más amplia: esta es la emergencia educativa señalada por Benedicto XVI en el Mensaje a la Ciudad y a la Diócesis de Roma sobre la urgencia de la educación (21 de enero de 2008). A nivel mundial también hay que tener en cuenta las desigualdades entre países y su efecto sobre las oportunidades ofrecidas a los jóvenes en las diferentes sociedades en términos de inclusión. También factores culturales y religiosos pueden generar exclusión, por ejemplo lo referente a las diferencias de género o a la discriminación de las minorías étnicas o religiosas, hasta empujar a los jóvenes más emprendedores hacia la emigración.
En este contexto resulta particularmente urgente promover las capacidades personales poniéndolas al servicio de un sólido proyecto de crecimiento común. Los jóvenes valoran la posibilidad de combinar la acción en proyectos concretos en los que medir su capacidad de obtener resultados, el ejercicio de un protagonismo dirigido a mejorar el contexto en el que viven, la oportunidad de adquirir y perfeccionar sobre el terreno competencias útiles para la vida y el trabajo.
La innovación social expresa un protagonismo positivo que invierte la condición de las nuevas generaciones: de perdedores que solicitan protección frente a los riesgos del cambio, a sujetos del cambio capaces de crear nuevas oportunidades. Es significativo que precisamente los jóvenes – a menudo encasillados en el estereotipo de la pasividad y de la inexperiencia – propongan y practiquen alternativas que muestran cómo el mundo o la Iglesia podrían ser. Si queremos que en la sociedad o en la comunidad cristiana suceda algo nuevo, debemos dejar espacio para que nuevas personas puedan actuar. En otras palabras, proyectar el cambio según los principios de la sostenibilidad exige que se consienta a las nuevas generaciones experimentar un nuevo modelo de desarrollo. Esto resulta particularmente problemático en los países y contextos institucionales en los que la edad de quienes ocupan puestos de responsabilidad es elevada y los ritmos de cambio generacional se hacen más lentos.
A través del camino de este Sínodo, la Iglesia quiere reiterar su deseo de encontrar, acompañar y cuidar de todos los jóvenes, sin excepción. No podemos ni queremos abandonarlos a las soledades y a las exclusiones a las que el mundo les expone. Que su vida sea experiencia buena, que no se pierdan en los caminos de la violencia o de la muerte, que la desilusión no los aprisione en la alienación: todo esto no puede dejar de ser motivo de gran preocupación para quien ha sido generado a la vida y a la fe y sabe que ha recibido un gran don.
Es en virtud de este don que sabemos que venir al mundo significa encontrar la promesa de una vida buena y que ser acogido y custodiado es la experiencia original que inscribe en cada uno la confianza de no ser abandonado a la falta de sentido y a la oscuridad de la muerte y la esperanza de poder expresar la propia originalidad en un camino hacia la plenitud de vida.
La sabiduría de la Iglesia oriental nos ayuda a descubrir cómo esta confianza está arraigada en la experiencia de “tres nacimientos”: el nacimiento natural como mujer o como hombre en un mundo capaz de acoger y sostener la vida; el nacimiento del bautismo «cuando alguien se convierte en hijo de Dios por la gracia»; y luego, un tercer nacimiento, cuando tiene lugar el paso «del modo de vida corporal al espiritual», que abre al ejercicio maduro de la libertad (cfr.Discursos de Filoxeno de Mabbug, obispo sirio del siglo V, n. 9).
Ofrecer a los demás el don que nosotros mismos hemos recibido significa acompañarlos a lo largo de este camino, ayudándoles a afrontar sus debilidades y las dificultades de la vida, pero sobre todo sosteniendo las libertades que aún se están constituyendo. Por todo ello la Iglesia, comenzando por sus Pastores, está llamada a interrogarse y a redescubrir su vocación a la custodia con el estilo que el Papa Francisco recordó al inicio de su pontificado: «el preocuparse, el custodiar, requiere bondad, pide ser vivido con ternura. En los Evangelios, san José aparece como un hombre fuerte y valiente, trabajador, pero en su alma se percibe una gran ternura, que no es la virtud de los débiles, sino más bien todo lo contrario: denota fortaleza de ánimo y capacidad de atención, de compasión, de verdadera apertura al otro, de amor» (Homilía en el inicio del ministerio petrino, 19 de marzo de 2013).
En esta perspectiva se presentarán ahora algunas ideas con vistas a un acompañamiento de los jóvenes a partir de la fe, escuchando a la tradición de la Iglesia y con el claro objetivo de sostenerlos en su discernimiento vocacional y en la toma de decisiones fundamentales de la vida, desde la conciencia del carácter irreversible de algunas de ellas.
La fe, en cuanto participación en el modo de ver de Jesús (cfr. Lumen fidei, 18), es la fuente del discernimiento vocacional, porque ofrece sus contenidos fundamentales, sus articulaciones específicas, el estilo singular y la pedagogía propia. Acoger con alegría y disponibilidad este don de la gracia exige hacerlo fecundo a través de elecciones de vida concretas y coherentes.
«No me habéis elegido vosotros a mí; sino que yo os he elegido yo a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca; de modo que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo conceda. Lo que os mando es que os améis los unos a los otros» (Jn 15,16-17). Si la vocación a la alegría del amor es el llamado fundamental que Dios pone en el corazón de cada joven para que su existencia pueda dar fruto, la fe es al mismo tiempo don que viene de lo alto y respuesta al sentirse elegidos y amados.
La fe «no es un refugio para gente pusilánime, sino que ensancha la vida. Hace descubrir una gran llamada, la vocación al amor, y asegura que este amor es digno de fe, que vale la pena ponerse en sus manos, porque está fundado en la fidelidad de Dios, más fuerte que todas nuestras debilidades» (Lumen fidei, 53). Esta fe «ilumina todas las relaciones sociales», contribuyendo a «construir la fraternidad universal» entre los hombres y mujeres de todos los tiempos (ibíd., 54).
La Biblia presenta numerosos relatos de vocación y de respuesta de jóvenes. A la luz de la fe, estos gradualmente toman conciencia del proyecto de amor apasionado que Dios tiene para cada uno. Esta es la intención de toda acción de Dios, desde la creación del mundo como lugar «bueno», capaz de acoger la vida, y ofrecido como un don como la urdimbre de relaciones en las que confiar.
Creer significa ponerse a la escucha del Espíritu y en diálogo con la Palabra que es camino, verdad y vida (cfr. Jn 14,6) con toda la propia inteligencia y afectividad, aprender a confiar en ella “encarnándola” en lo concreto de la vida cotidiana, en los momentos en los que la cruz está cerca y en aquellos en los que se experimenta la alegría ante los signos de resurrección, tal y como hizo el “discípulo amado”. Este es el desafío que interpela a la comunidad cristiana y a cada creyente individual.
El espacio de este diálogo es la conciencia. Como enseña el Concilio Vaticano II, esta es «el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla» (Gaudium et spes, 16). Por lo tanto, la conciencia es un espacio inviolable en el que se manifiesta la invitación a acoger una promesa. Discernir la voz del Espíritu de otras llamadas y decidir qué respuesta dar es una tarea que corresponde a cada uno: los demás lo pueden acompañar y confirmar, pero nunca sustituir.
La vida y la historia nos enseñan que para el ser humano no siempre es fácil reconocer la forma concreta de la alegría a la que Dios lo llama y a la cual tiende su deseo, y mucho menos ahora en un contexto de cambio e incertidumbre generalizada. Otras veces, la persona tiene que enfrentarse al desánimo o a la fuerza de otros apegos que la detienen en su camino hacia la plenitud: es la experiencia de muchos, por ejemplo la del joven que tenía demasiadas riquezas para ser libre de acoger la llamada de Jesús y por esto se fue triste en lugar de lleno de alegría (cfr. Mc 10,17-22). La libertad humana, aun necesitando ser siempre purificada y liberada, sin embargo, no pierde nunca del todo la capacidad radical de reconocer el bien y de hacerlo: «Los seres humanos, capaces de degradarse hasta el extremo, también pueden sobreponerse, volver a optar por el bien y regenerarse, más allá de todos los condicionamientos mentales y sociales que les impongan» (Laudato Si’, 205).
Tomar decisiones y orientar las propias acciones en situaciones de incertidumbre y frente a impulsos internos contradictorios es el ámbito del ejercicio del discernimiento. Se trata de un término clásico de la tradición de la Iglesia, que se aplica a una pluralidad de situaciones. En efecto, existe un discernimiento de los signos de los tiempos, que apunta a reconocer la presencia y la acción del Espíritu en la historia; un discernimiento moral, que distingue lo que es bueno de lo que es malo; un discernimiento espiritual, que tiene como objetivo reconocer la tentación para rechazarla y, en su lugar, seguir el camino de la plenitud de vida. Las conexiones entre estas diferentes acepciones son evidentes y no se pueden nunca separar completamente.
Teniendo presente esto, nos centramos aquí en el discernimiento vocacional, es decir, en el proceso por el cual la persona llega a realizar, en el diálogo con el Señor y escuchando la voz del Espíritu, las elecciones fundamentales, empezando por la del estado de vida. Si el interrogante de cómo no desperdiciar las oportunidades de realización de sí mismo afecta a todos los hombres y mujeres, para el creyente la pregunta se hace aún más intensa y profunda. ¿Cómo vivir la buena noticia del Evangelio y responder a la llamada que el Señor dirige a todos aquellos a quienes les sale al encuentro: a través del matrimonio, del ministerio ordenado, de la vida consagrada? Y cuál es el campo en el que se pueden utilizar los propios talentos: ¿la vida profesional, el voluntariado, el servicio a los últimos, la participación en la política?
El Espíritu habla y actúa a través de los acontecimientos de la vida de cada uno, pero los eventos en sí mismos son mudos o ambiguos, ya que se pueden dar diferentes interpretaciones. Iluminar el significado en lo concerniente a una decisión requiere un camino de discernimiento. Los tres verbos con los que esto se describe en la Evangelii gaudium, 51 – reconocer, interpretar y elegir – pueden ayudarnos a delinear un itinerario adecuado tanto para los individuos como para los grupos y las comunidades, sabiendo que en la práctica los límites entre las diferentes fases no son nunca tan claros.
Reconocer
El reconocimiento se refiere, en primer lugar, a los efectos que los acontecimientos de mi vida, las personas que encuentro, las palabras que escucho o que leo producen en mi interioridad: una variedad de «deseos, sentimientos, emociones» (Amoris laetitia, 143) de muy distinto signo: tristeza, oscuridad, plenitud, miedo, alegría, paz, sensación de vacío, ternura, rabia, esperanza, tibieza, etc. Me siento atraído o empujado hacia una pluralidad de direcciones, sin que ninguna me parezca la que claramente se debe seguir; es el momento de los altos y bajos y en algunos casos de una auténtica lucha interior. Reconocer exige hacer aflorar esta riqueza emotiva y nombrar estas pasiones sin juzgarlas. Exige igualmente percibir el “sabor” que dejan, es decir, la consonancia o disonancia entre lo que experimento y lo más profundo que hay en mí.
En esta fase, la Palabra de Dios reviste una gran importancia: meditarla, de hecho, pone en movimiento las pasiones como todas las experiencias de contacto con la propia interioridad, pero al mismo tiempo ofrece una posibilidad de hacerlas emerger identificándose con los acontecimientos que ella narra. La fase del reconocimiento sitúa en el centro la capacidad de escuchar y la afectividad de la persona, sin eludir por temor la fatiga del silencio. Se trata de un paso fundamental en el camino de maduración personal, en particular para los jóvenes que experimentan con mayor intensidad la fuerza de los deseos y pueden también permanecer asustados, renunciando incluso a los grandes pasos a los que sin embargo se sienten impulsados.
Interpretar
No basta reconocer lo que se ha experimentado: hay que “interpretarlo”, o, en otras palabras, comprender a qué el Espíritu está llamando a través de lo que suscita en cada uno. Muchas veces nos detenemos a contar una experiencia, subrayando que “me ha impresionado mucho”. Más difícil es entender el origen y el sentido de los deseos y de las emociones experimentadas y evaluar si nos están orientando en una dirección constructiva o si por el contrario nos están llevando a replegarnos sobre nosotros mismos.
Esta fase de interpretación es muy delicada: se requiere paciencia, vigilancia y también un cierto aprendizaje. Hemos de ser capaces de darnos cuenta de los efectos de los condicionamientos sociales y psicológicos. También exige poner en práctica las propias facultades intelectuales, sin caer sin embargo en el peligro de construir teorías abstractas sobre lo que sería bueno o bonito hacer: también en el discernimiento«la realidad es superior a la idea» (Evangelii gaudium, 231). En la interpretación tampoco se puede dejar de enfrentarse con la realidad y de tomar en consideración las posibilidades que realmente se tienen a disposición.
Para interpretar los deseos y los movimientos interiores es necesario confrontarse honestamente, a la luz de la Palabra de Dios, también con las exigencias morales de la vida cristiana, siempre tratando de ponerlas en la situación concreta que se está viviendo. Este esfuerzo obliga a quien lo realiza a no contentarse con la lógica legalista del mínimo indispensable, y en su lugar buscar el modo de sacar el mayor provecho a los propios dones y las propias posibilidades: por esto resulta una propuesta atractiva y estimulante para los jóvenes.
Este trabajo de interpretación se desarrolla en un diálogo interior con el Señor, con la activación de todas las capacidades de la persona; la ayuda de una persona experta en la escucha del Espíritu es, sin embargo, un valioso apoyo que la Iglesia ofrece, y del que sería poco sensato no hacer uso.
Elegir
Una vez reconocido e interpretado el mundo de los deseos y de las pasiones, el acto de decidir se convierte en ejercicio de auténtica libertad humana y de responsabilidad personal, siempre claramente situadas y por lo tanto limitadas. Entonces, la elección escapa a la fuerza ciega de las pulsiones, a las que un cierto relativismo contemporáneo termina por asignar el rol de criterio último, aprisionando a la persona en la volubilidad. Al mismo tiempo se libera de la sujeción a instancias externas a la persona y, por tanto, heterónomas, exigiendo asimismo una coherencia de vida.
Durante mucho tiempo en la historia, las decisiones fundamentales de la vida no fueron tomadas por los interesados directos; en algunas partes del mundo todavía es así, tal como se ha apuntado también en el capítulo I. Promover elecciones verdaderamente libres y responsables, despojándose de toda connivencia con legados de otros tiempos, sigue siendo el objetivo de toda pastoral vocacional seria. El discernimiento es en la pastoral vocacional el instrumento fundamental, que permite salvaguardar el espacio inviolable de la conciencia, sin pretender sustituirla (cfr. Amoris laetitia, 37).
La decisión debe ser sometida a la prueba de los hechos en vista de su confirmación. La elección no puede quedar aprisionada en una interioridad que corre el riesgo de mantenerse virtual o poco realista – se trata de un peligro acentuado en la cultura contemporánea –, sino que está llamada a traducirse en acción, a tomar cuerpo, a iniciar un camino, aceptando el riesgo de confrontarse con la realidad que había puesto en movimiento deseos y emociones. Otros movimientos interiores nacerán en esta fase: reconocerlos e interpretarlos permitirá confirmar la bondad de la decisión tomada o aconsejará revisarla. Por esto es importante “salir”, incluso del miedo de equivocarse que, como hemos visto, puede llegar a ser paralizante.
3. Caminos de vocación y misión
El discernimiento vocacional no se realiza en un acto puntual, aun cuando en la historia de cada vocación es posible identificar momentos o encuentros decisivos. Como todas las cosas importantes de la vida, también el discernimiento vocacional es un proceso largo, que se desarrolla en el tiempo, durante el cual es necesario mantener la atención a las indicaciones con las que el Señor precisa y específica una vocación que es exclusivamente personal e irrepetible. El Señor les pidió a Abraham y a Sara que partieran, pero sólo en un camino progresivo y no sin pasos en falso se aclaró cuál era la inicialmente misteriosa «tierra que yo te mostraré» (Gén 12,1). María misma progresa en la conciencia de su vocación a través de la meditación de las palabras que escucha y los eventos que le suceden, también los que no comprende (cfr. Lc 2,50-51).
El tiempo es fundamental para verificar la orientación efectiva de la decisión tomada. Como enseña cada página del texto bíblico, no hay vocación que no se ordene a una misión acogida con temor o con entusiasmo.
Acoger la misión implica la disponibilidad de arriesgar la propia vida y recorrer la vía de la cruz, siguiendo las huellas de Jesús, que con decisión se puso en camino hacia Jerusalén (cfr. Lc 9,51) para ofrecer su vida por la humanidad. Sólo si la persona renuncia a ocupar el centro de la escena con sus necesidades se abre el espacio para acoger el proyecto de Dios a la vida familiar, al ministerio ordenado o a la vida consagrada, así como para llevar a cabo con rigor su profesión y buscar sinceramente el bien común. En particular en los lugares donde la cultura está más profundamente marcada por el individualismo, es necesario verificar hasta qué punto las elecciones son dictadas por la búsqueda de la propia autorrealización narcisista y en qué grado, por el contrario, incluyen la disponibilidad a vivir la propia existencia en la lógica de la generosa entrega. Por esto, el contacto con la pobreza, la vulnerabilidad y la necesidad revisten gran importancia en los caminos de discernimiento vocacional. En lo que respecta a los futuros pastores, es oportuno examinar y promover el crecimiento de la disponibilidad a dejarse impregnar del “olor de las ovejas”.
En la base de discernimiento podemos identificar tres convicciones, muy arraigadas en la experiencia de cada ser humano releída a la luz de la fe y de la tradición cristiana. La primera es que el Espíritu de Dios actúa en el corazón de cada hombre y de cada mujer a través de sentimientos y deseos que se conectan a ideas, imágenes y proyectos. Escuchando con atención, el ser humano tiene la posibilidad de interpretar estas señales. La segunda convicción es que el corazón humano, debido a su debilidad y al pecado, se presenta normalmente divido a causa de la atracción de reclamos diferentes, o incluso opuestos. La tercera convicción es que, en cualquier caso, el camino de la vida impone decidir, porque no se puede permanecer indefinidamente en la indeterminación. Pero es necesario dotarse de los instrumentos para reconocer la llamada del Señor a la alegría del amor y elegir responder a ella.
Entre estos instrumentos, la tradición espiritual destaca la importancia del acompañamiento personal. Para acompañar a otra persona no basta estudiar la teoría del discernimiento; es necesario tener la experiencia personal en interpretar los movimientos del corazón para reconocer la acción del Espíritu, cuya voz sabe hablar a la singularidad de cada uno. El acompañamiento personal exige refinar continuamente la propia sensibilidad a la voz del Espíritu y conduce a descubrir en las peculiaridades personales un recurso y una riqueza.
Se trata de favorecer la relación entre la persona y el Señor, colaborando a eliminar lo que la obstaculiza. He aquí la diferencia entre el acompañamiento al discernimiento y el apoyo psicológico, que también, si está abierto a la trascendencia, se revela a menudo de fundamental importancia. El psicólogo sostiene a una persona en las dificultades y la ayuda a tomar conciencia de sus fragilidades y su potencial; el guía espiritual remite la persona al Señor y prepara el terreno para el encuentro con Él (cfr. Jn 3,29-30).
Los pasajes evangélicos que narran el encuentro de Jesús con las personas de su tiempo resaltan algunos elementos que nos ayudan a trazar el perfil ideal de quien acompaña a un joven en el discernimiento vocacional: la mirada amorosa (la vocación de los primeros discípulos, cfr. Jn 1,35-51); la palabra con autoridad (la enseñanza en la sinagoga de Cafarnaún, cfr. Lc 4,32); la capacidad de “hacerse prójimo” (la parábola del buen samaritano, cfr. Lc10,25-37); la opción de “caminar al lado” (los discípulos de Emaús, cfr. Lc 24,13-35); el testimonio de autenticidad, sin miedo a ir en contra de los prejuicios más generalizados (el lavatorio de los pies en la última cena, cfr. Jn 13,1-20).
En el compromiso de acompañar a las nuevas generaciones la Iglesia acoge su llamada a colaborar en la alegría de los jóvenes, más que intentar apoderarse de su fe (cfr. 2Cor 1,24). Dicho servicio se arraiga en última instancia en la oración y en la petición del don del Espíritu que guía e ilumina a todos y a cada uno.
¿Qué significa para la Iglesia acompañar a los jóvenes a acoger la llamada a la alegría del Evangelio, sobre todo en un tiempo marcado por la incertidumbre, por la precariedad y por la inseguridad?
El propósito de este capítulo es concentrar la atención en lo que implica tomar en serio el desafío del cuidado pastoral y del discernimiento vocacional, teniendo en consideración cuáles son los sujetos, los lugares y los instrumentos a disposición. En este sentido, reconocemos una inclusión recíproca entre pastoral juvenil y pastoral vocacional, aun siendo conscientes de las diferencias. No se tratará de una panorámica exhaustiva, sino de indicaciones que se deben completar sobre la base de las experiencias de cada Iglesia local.
Acompañar a los jóvenes exige salir de los propios esquemas preconfeccionados, encontrándolos allí donde están, adecuándose a sus tiempos y a sus ritmos; significa también tomarlos en serio en su dificultad para descifrar la realidad en la que viven y para transformar un anuncio recibido en gestos y palabras, en el esfuerzo cotidiano por construir la propia historia y en la búsqueda más o menos consciente de un sentido para sus vidas.
Cada domingo los cristianos mantienen viva la memoria de Jesús muerto y resucitado, encontrándolo en la celebración de la Eucaristía. Muchos niños son bautizados en la fe de la Iglesia y continúan el camino de la iniciación cristiana. Esto, sin embargo, no equivale aún a una elección madura de una vida de fe. Para ello es necesario un camino, que a veces también pasa a través de vías imprevisibles y alejadas de los lugares habituales de las comunidades eclesiales. Por esto, como ha recordado el Papa Francisco, «la pastoral vocacional es aprender el estilo de Jesús, que pasa por los lugares de la vida cotidiana, se detiene sin prisa y, mirando a los hermanos con misericordia, les lleva a encontrarse con Dios Padre» (Discurso a los participantes en el Congreso de pastoral vocacional, 21 de octubre de 2016). Caminando con los jóvenes se edifica la entera comunidad cristiana.
Precisamente porque se trata de interpelar la libertad de los jóvenes, hay que valorizar la creatividad de cada comunidad para construir propuestas capaces de captar la originalidad de cada uno y secundar su desarrollo. En muchos casos se tratará también de aprender a dar espacio real a la novedad, sin sofocarla en el intento de encasillarla en esquemas predefinidos: no puede haber una siembra fructífera de vocaciones si nos quedamos simplemente cerrados en el «cómodo criterio pastoral del “siempre se ha hecho así”», sin «ser audaces y creativos en esta tarea de repensar los objetivos, las estructuras, el estilo y los métodos evangelizadores de las propias comunidades» (Evangelii gaudium, 33). Tres verbos, que en los Evangelios connotan el modo en el que Jesús encuentra a las personas de su tiempo, nos ayudan a estructurar este estilo pastoral: salir, ver y llamar.
Salir
Pastoral vocacional en este sentido significa acoger la invitación del Papa Francisco a salir, en primer lugar, de esas rigideces que hacen que sea menos creíble el anuncio de la alegría del Evangelio, de los esquemas en los que las personas se sienten encasilladas y de un modo de ser Iglesia que a veces resulta anacrónico. Salir es también signo de libertad interior respecto a las actividades y a las preocupaciones habituales, a fin de permitir a los jóvenes ser protagonistas. Encontrarán atractiva a la comunidad cristiana cuanto más la experimenten acogedora hacia la contribución concreta y original que pueden aportar.
Ver
Salir hacia el mundo de los jóvenes requiere la disponibilidad para pasar tiempo con ellos, para escuchar sus historias, sus alegrías y esperanzas, sus tristezas y angustias, compartiéndolas: esta es la vía para inculturar el Evangelio y evangelizar toda cultura, también la juvenil. Cuando los Evangelios narran los encuentros de Jesús con los hombres y las mujeres de su tiempo, destacan precisamente su capacidad de detenerse con ellos y el atractivo que percibe quien cruza su mirada. Esta es la mirada de todo auténtico pastor, capaz de ver en la profundidad del corazón sin resultar intruso o amenazador; es la verdadera mirada del discernimiento, que no quiere apoderarse de la conciencia ajena ni predeterminar el camino de la gracia de Dios a partir de los propios esquemas.
Llamar
En los relatos evangélicos la mirada de amor de Jesús se transforma en una palabra, que es una llamada a una novedad que se debe acoger, explorar y construir. Llamar quiere decir, en primer lugar, despertar el deseo, mover a las personas de lo que las tiene bloqueadas o de las comodidades en las que descansan. Llamar quiere decir hacer preguntas a las que no hay respuestas preconfeccionadas. Es esto, y no la prescripción de normas que se deben respetar, lo que estimula a las personas a ponerse en camino y encontrar la alegría del Evangelio.
Todos los jóvenes, sin excepción
Para la pastoral los jóvenes son sujetos y no objetos. A menudo, de hecho, son tratados por la sociedad como una presencia inútil o incómoda: la Iglesia no puede reproducir esta actitud, porque todos los jóvenes, sin excepción, tienen el derecho a ser acompañados en su camino.
Además, cada comunidad está llamada a prestar atención especial sobre todo a los jóvenes pobres, marginados y excluidos, y a convertirlos en protagonistas. Ser cercanos a los jóvenes que viven en condiciones de mayor pobreza y dificultad, violencia y guerra, enfermedad, discapacidad y sufrimiento es un don especial del Espíritu, capaz de hacer resplandecer el estilo de una Iglesia en salida. La misma Iglesia está llamada a aprender de los jóvenes: de ello dan un testimonio luminoso muchos jóvenes santos que continúan siendo fuente de inspiración para todos.
Una comunidad responsable
Toda la comunidad cristiana debe sentirse responsable de la tarea de educar a las nuevas generaciones y debemos reconocer que son muchas las figuras de cristianos que la asumen, empezando por quienes se comprometen dentro de la vida eclesial. También deben apreciarse los esfuerzos de quien testimonia la vida buena del Evangelio y la alegría que de ella brota en los lugares de la vida cotidiana. Por último, deben valorizarse las oportunidades de implicación de los jóvenes en los organismos de participación de las comunidades diocesanas y parroquiales, empezando por los consejos pastorales, invitándoles a contribuir con su creatividad y acogiendo sus ideas aunque parezcan provocadoras.
En todas las partes del mundo existen parroquias, congregaciones religiosas, asociaciones, movimientos y realidades eclesiales capaces de proyectar y ofrecer a los jóvenes experiencias de crecimiento y de discernimiento realmente significativas. A veces esta dimensión proyectiva deja espacio a la improvisación y a la incompetencia: es un riesgo del cual defenderse tomando cada vez más en serio la tarea de pensar, concretizar, coordinar y realizar la pastoral juvenil de modo correcto, coherente y eficaz. Aquí también se impone la necesidad de una preparación específica y continua de los formadores.
Las figuras de referencia
El rol de adultos dignos de confianza, con quienes entrar en alianza positiva, es fundamental en todo camino de maduración humana y de discernimiento vocacional. Se necesitan creyentes con autoridad, con una clara identidad humana, una sólida pertenencia eclesial, una visible cualidad espiritual, una vigorosa pasión educativa y una profunda capacidad de discernimiento. A veces, por el contrario, adultos sin preparación e inmaduros tienden a actuar de manera posesiva y manipuladora, creando dependencias negativas, fuertes malestares y graves contratestimonios, que pueden llegar hasta el abuso.
Para que haya figuras creíbles, debemos formarlas y sostenerlas, proporcionándoles también mayores competencias pedagógicas. Esto vale en particular para quienes tienen confiada la tarea de acompañantes del discernimiento vocacional en vista del ministerio ordenado y de la vida consagrada.
Padres y familia: dentro de cada comunidad cristiana se debe reconocer el insustituible rol educativo desempeñado por los padres y por otros familiares. Son en primer lugar los padres, dentro de la familia, quienes expresan cada día en el amor que los une entre sí y con sus hijos el cuidado de Dios por cada ser humano. En este sentido son valiosas las indicaciones ofrecidas por el Papa Francisco en un específico capítulo de Amoris laetitia (cfr. 259-290).
Pastores: el encuentro con figuras ministeriales, capaces de implicarse realmente en el mundo juvenil dedicándole tiempo y recursos, gracias también al generoso testimonio de mujeres y hombres consagrados, es decisivo para el crecimiento de las nuevas generaciones. Lo recordó también el Papa Francisco: «Se lo pido especialmente a los pastores de la Iglesia, a los obispos y a los sacerdotes: sois los responsables principales de la vocación sacerdotal y cristiana, y esta tarea no puede ser relegada a una oficina burocrática. Vosotros también habéis experimentado un encuentro que cambió vuestra vida, cuando otro sacerdote… hizo sentir la belleza del amor de Dios.Haced lo mismo vosotros, saliendo,escuchando a los jóvenes – hace falta paciencia –podéis orientar sus pasos» (Discurso a los participantes en el Congreso de pastoral vocacional, 21 de octubre de 2016).
Docentes y otras figuras educativas: muchos docentes católicos están comprometidos como testigos en las universidades y en las escuelas de todo orden y grado; en el mundo del trabajo muchos están presentes con competencia y pasión; en la política muchos creyentes tratan de ser fermento de una sociedad más justa; en el voluntariado civil muchos se dedican a trabajar por el bien común y por el cuidado de la creación; en la animación del tiempo libre y del deporte muchos están comprometidos con entusiasmo y generosidad. Todos ellos dan testimonio de vocaciones humanas y cristianas acogidas y vividas con fidelidad y compromiso, suscitando en quien los ve el deseo de hacer lo mismo: responder con generosidad a la propia vocación es el primer modo de hacer pastoral vocacional.
La vida cotidiana y el compromiso social
Convertirse en adultos significa aprender a gestionar con autonomía dimensiones de la vida que son al mismo tiempo fundamentales y cotidianas: la utilización del tiempo y del dinero, el estilo de vida y de consumo, el estudio y el tiempo libre, el vestido y la comida, y la vida afectiva y la sexualidad. Este aprendizaje, al que los jóvenes se enfrentan inevitablemente, es la ocasión para poner orden en la propia vida y en las propias prioridades, experimentando caminos de elección que pueden convertirse en una escuela de discernimiento y consolidar la propia orientación con vistas a las decisiones más importantes: la fe, cuanto más auténtica es, tanto más interpela a la vida cotidiana y se deja interpelar por ella. Merecen una mención particular las experiencias, a menudo difíciles o problemáticas, de la vida laboral o de la falta de trabajo: estas también son ocasión para acoger o profundizar la propia vocación.
Los pobres gritan y junto con ellos la tierra: el compromiso de escuchar puede ser una ocasión concreta de encuentro con el Señor y con la Iglesia y de descubrimiento de la propia vocación. Como enseña el Papa Francisco, las acciones comunitarias con las que se cuida de la casa común y de la calidad de vida de los pobres «cuando expresan un amor que se entrega, pueden convertirse en intensas experiencias espirituales» (Laudato Si', 232) y, por lo tanto, también en ocasión de caminos y de discernimiento vocacional.
Los ámbitos específicos de la pastoral
La Iglesia ofrece a los jóvenes lugares específicos de encuentro y de formación cultural, de educación y de evangelización, de celebración y de servicio, colocándose en primera línea para dar una acogida abierta a todos y a cada uno. El desafío para estos lugares y para quienes los animan es proceder cada vez más en la lógica de la construcción de una red integrada de propuestas, y asumir en el proprio modo de obrar el estilo de salir, ver y llamar.
- A nivel mundial destacan las Jornadas Mundiales de la Juventud. También Conferencias Episcopales y Diócesis sienten cada vez más su deber de ofrecer eventos y experiencias específicas para los jóvenes.
- Las Parroquias ofrecen espacios, actividades, tiempo e itinerarios para las jóvenes generaciones. La vida sacramental ofrece ocasiones fundamentales para crecer en la capacidad de acoger el don de Dios en la propia existencia e invita a la participación activa en la misión eclesial. Un signo de la atención al mundo de los jóvenes son los centros juveniles y los oratorios.
- Las universidades y las escuelas católicas, con su valioso servicio cultural y formativo, son otro instrumento de presencia de la Iglesia entre los jóvenes.
- Las actividades sociales y de voluntariado ofrecen la oportunidad de implicarse en el servicio generoso; el encuentro con personas que experimentan pobreza y exclusión puede ser una ocasión favorable de crecimiento espiritual y de discernimiento vocacional: también desde este punto de vista los pobres son maestros, mejor dicho, portadores de la buena noticia de que la fragilidad es el lugar donde se vive la experiencia de la salvación.
- Las asociaciones y los movimientos eclesiales, pero también muchos lugares de espiritualidad, ofrecen a los jóvenes serios itinerarios de discernimiento; las experiencias misioneras se convierten en momentos de servicio generoso y de intercambio fecundo; el redescubrimiento de la peregrinación como forma y estilo de camino resulta válido y prometedor; en muchos contextos la experiencia de la piedad popular sostiene y nutre la fe de los jóvenes.
- Ocupan un lugar de importancia estratégica los seminarios y las casas de formación, que también a través de una intensa vida comunitaria, deben permitir a los jóvenes que acogen vivir la experiencia que les hará a su vez ser capaces de acompañar a otros.
El mundo digital
Por las razones ya recordadas, merece una mención particular el mundo de los new media, que sobre todo para las jóvenes generaciones se ha convertido realmente en un lugar de vida; ofrece muchas oportunidades inéditas, especialmente en lo que se refiere al acceso a la información y a la construcción de relaciones a distancia, pero también presenta riesgos (por ejemplo el ciberacoso, los juegos de azar, la pornografía, las insidias de los chat room, la manipulación ideológica, etc.). Pese a las muchas diferencias entre las distintas regiones, la comunidad cristiana continúa construyendo su presencia en este nuevo areópago, donde los jóvenes tienen sin duda algo que enseñarle.
Los lenguajes de la pastoral
A veces nos damos cuenta que entre el lenguaje eclesial y el de los jóvenes se abre un espacio difícil de colmar, aunque hay muchas experiencias de encuentro fecundo entre las sensibilidades de los jóvenes y las propuestas de la Iglesia en ámbito bíblico, litúrgico, artístico, catequético y mediático. Soñamos con una Iglesia que sepa dejar espacios al mundo juvenil y a sus lenguajes, apreciando y valorando la creatividad y los talentos.
En particular, reconocemos en el deporte un recurso educativo con grandes oportunidades, y en la música y en las otras expresiones artísticas un lenguaje expresivo privilegiado que acompaña el camino de crecimiento de los jóvenes.
El cuidado educativo y los itinerarios de evangelización
En la acción pastoral con los jóvenes, donde es necesario poner en marcha procesos más que ocupar espacios, descubrimos, en primer lugar, la importancia del servicio al crecimiento humano de cada uno y de los instrumentos pedagógicos y formativos que pueden sostenerlo. Entre evangelización y educación se constata una fecunda relación genética que, en la realidad contemporánea, debe tener en cuenta la gradualidad de los caminos de maduración de la libertad.
Respecto al pasado, debemos acostumbrarnos a itinerarios de acercamiento a la fe cada vez menos estandarizados y más atentos a las características personales de cada uno: junto a los que continúan siguiendo las etapas tradicionales de la iniciación cristiana, muchos llegan al encuentro con el Señor y con la comunidad de los creyentes por otra vía y en edad más avanzada, por ejemplo a partir de la práctica de un compromiso con la justicia, o del encuentro en ámbitos extraeclesiales con alguien capaz de ser testigo creíble. El desafío para las comunidades es resultar acogedoras para todos, siguiendo a Jesús que sabía hablar con judíos y samaritanos, con paganos de cultura griega y ocupantes romanos, comprendiendo el deseo profundo de cada uno de ellos.
Silencio, contemplación y oración
Por último, y sobre todo, no hay discernimiento sin cultivar la familiaridad con el Señor y el diálogo con su Palabra. En particular, la Lectio Divina es un método valioso que la tradición de la Iglesia nos ofrece.
En una sociedad cada vez más ruidosa, que propone una superabundancia de estímulos, un objetivo fundamental de la pastoral juvenil vocacional es ofrecer ocasiones para saborear el valor del silencio y de la contemplación y formar en la relectura de las propias experiencias y en la escucha de la conciencia.
Encomendemos a María este camino en el que la Iglesia se interroga sobre cómo acompañar a los jóvenes a acoger la llamada a la alegría del amor y a la vida en plenitud. Ella, joven mujer de Nazaret, que en cada etapa de su existencia acoge la Palabra y la conserva, meditándola en su corazón (cfr. Lc 2,19), fue la primera en recorrer este camino.
Cada joven puede descubrir en la vida de María el estilo de la escucha, la valentía de la fe, la profundidad del discernimiento y la dedicación al servicio (cfr. Lc 1,39-45). En su “pequeñez”, la Virgen esposa prometida a José, experimenta la debilidad y la dificultad para comprender la misteriosa voluntad de Dios (cfr. Lc 1,34). Ella también está llamada a vivir el éxodo de sí misma y de sus proyectos, aprendiendo a entregarse y a confiar.
Haciendo memoria de las «cosas grandes» que el Todopoderoso ha realizado en Ella (cfr. Lc 1,49), la Virgen no se siente sola, sino plenamente amada y sostenida por el “No temas” del ángel (cfr. Lc 1,30). Consciente de que Dios está con ella, María abre su corazón al “Heme aquí” y así inaugura el camino del Evangelio (cfr. Lc 1,38). Mujer de la intercesión (cfr. Jn 2,3), frente a la cruz del Hijo, unida al “discípulo amado”, acoge nuevamente la llamada a ser fecunda y a generar vida en la historia de los hombres. En sus ojos cada joven puede redescubrir la belleza del discernimiento, en su corazón puede experimentar la ternura de la intimidad y la valentía del testimonio y de la misión.