El camino de Emaus

La resurrección de Cristo, realizada en las primeras horas del domingo, es un hecho que los Evangelios afirman de modo claro y rotundo. Junto a la presentación de los primeros testimonios del sepulcro vacío -las santas mujeres, los apóstoles Pedro y Juan-, narran diversas apariciones de Jesús resucitado. Entre todas, la de los discípulos de Emaús, descrita con detalles conmovedores por san Lucas.

Conocemos bien el principio del relato: “ese mismo día, dos de ellos se dirigían a una aldea llamada Emaús, que distaba de Jerusalén sesenta estadios. Iban conversando entre sí de todo lo que había acontecido. Y mientras comentaban y discutían, el propio Jesús se acercó y se puso a caminar con ellos, aunque sus ojos eran incapaces de reconocerle” (Lc 24, 13-16).

Por los detalles que aporta san Lucas, podría parecer sencillo localizar la aldea a la que se dirigían Cleofás y el otro discípulo. Sin embargo, al contrario de lo que ocurre con muchos lugares de Tierra Santa, el transcurrir de los siglos y los acontecimientos de la historia no han sido indiferentes, de forma que hoy en día cabe identificar varios sitios con la Emaús evangélica.

Algunos merecen mayor credibilidad, no solo porque gozan del consenso de los estudiosos, sino también porque actualmente son meta de peregrinación.

 

“Emaús”: al oeste de Jerusalén

El primero corresponde con una ciudad al oeste de Jerusalén que aparece con el nombre de Emaús en el Antiguo Testamento: en el año 165 antes de Cristo, el ejército seléucida de Nicanor y Gorgias, acampado en las proximidades, sufrió una importante derrota a manos de la rebelión judía liderada por Judas Macabeo (cfr. 1 Mac 3, 38 -4, 25). También se construyó allí una fortaleza por la misma época (cfr. 1 Mac 9, 50), de la que todavía quedan algunos restos.

 

 

Su situación estratégica -en el camino entre la ciudad portuaria de Jaffa y Jerusalén, donde termina la llanura y comienzan las montañas centrales de Palestina- hizo que los romanos la convirtieran en un importante núcleo administrativo a mediados del siglo primero antes de Cristo. Sin embargo, como represalia por un ataque a una de sus cohortes, fue incendiada y arrasada en el siglo IV a. C.

La ciudad debía estar reconstruida hacia los años 66-67 de nuestra era, porque los historiadores Flavio Josefo y Plinio la enumeran entre las capitales de distrito, y Vespasiano la conquistó en su campaña para someter el levantamiento de los judíos. Pasó entonces a llamarse Nicópolis, “ciudad de la victoria”, nombre que quedó confirmado cuando recibió el título de ciudad romana, en el año 223.

Los testimonios más antiguos que identifican Emaús-Nicópolis con el sitio evangélico se remontan al siglo III: Eusebio de Cesarea, en el Onomasticon, un elenco de lugares bíblicos elaborado hacia el 295, sostiene que “Emaús, de donde era Cleofás, el que es mencionado en el Evangelio de Lucas, es hoy en día Nicópolis, una ciudad relevante de Palestina”; y san Jerónimo, además de confirmar esta tesis al traducir el libro de Eusebio al latín, nos ha transmitido que peregrinó en el año 386 a “Nicópolis, que se llamaba antes Emaús, en la que el Señor, reconocido a la fracción del pan, consagró en iglesia la casa de Cleofás” (San Jerónimo, Epistola CVIII. Epitaphium Sanctae Paulae, 8.).

Emaus Nicopolis

Basílica en la antigua Nicópolis.

 

Durante la época bizantina, entre los siglos IV y VII, Emaús-Nicópolis contaría con una nutrida población cristiana, pues fue sede episcopal. En el año 638, los árabes invadieron Palestina y conquistaron la ciudad, que pasó a llamarse Ammwas. Aunque hay noticias de que sus habitantes fueron evacuados dos años después a causa de una plaga, mantuvo su importancia como cabeza de distrito durante la dominación islámica.

En junio de 1099, fue el último bastión tomado por los cruzados en su camino hacia Jerusalén; y en el siglo XII, durante los reinos cristianos, se construyó una iglesia sobre las ruinas de una basílica de época bizantina.

Hasta esa época, la tradición que situaba en Nicópolis la manifestación de Jesús resucitado se había mantenido a pesar de contrastar con un dato aportado por san Lucas: que Emaús se encontraba a sesenta estadios de Jerusalén, cuando la distancia de Nicópolis es de ciento sesenta, es decir, hay una diferencia de veinte kilómetros.

Aunque algunos estudiosos han avanzado diversas hipótesis para explicar esto, el hecho es que la identificación de Nicópolis con Emaús perdió fuerza, su iglesia quedó abandonada al irse los cruzados y la presencia cristiana desapareció de la ciudad hasta finales del siglo XIX. Por iniciativa de la beata Mariam de Belén, religiosa carmelita, en 1878 se compró el terreno donde estaban las ruinas del templo y se reanudaron las peregrinaciones.

Las excavaciones arqueológicas llevadas a cabo en 1880, en 1924 y las que se realizan actualmente han puesto al descubierto los vestigios de dos basílicas bizantinas y de una iglesia medieval -la de los cruzados-, construida con piedras tomadas de las ruinas de las dos primeras.

 

Otro Emaús: al norte de Jerusalén

Otro lugar que podría corresponder al Emaús evangélico es la pequeña población de El Qubeibeh, establecida sobre una antigua fortificación romana llamada Castellum Emmaus, que se encuentra a una distancia exacta de sesenta estadios al norte de Jerusalén. En 1355, los franciscanos que llegaron allí descubrieron algunas tradiciones locales que daban pie a identificarla con la patria de Cleofás.

 

 

Las primeras excavaciones, realizadas a fines del siglo XVIII, sacaron a la luz los restos de una basílica cruzada que había incorporado otro edificio precedente, y también revelaron las huellas de una aldea medieval. En 1902, se construyó una iglesia de estilo neorrománico integrando los vestigios de la anterior, que es la que persiste hasta hoy.

"En nuestros caminos Jesús resucitado se hace compañero de viaje para reavivar en nuestro corazón el calor de la fe"
En la Pascua de 2008, Benedicto XVI se refirió al hecho de que no haya sido identificada con certeza la Emaús que aparece en el Evangelio:

“hay diversas hipótesis, y esto es sugestivo, porque nos permite pensar que Emaús representa en realidad todos los lugares: el camino que lleva a Emaús es el camino de todo cristiano, más aún, de todo hombre. En nuestros caminos Jesús resucitado se hace compañero de viaje para reavivar en nuestro corazón el calor de la fe y de la esperanza y partir el pan de la vida eterna” (Benedicto XVI, Ángelus, 6-IV-2008).

“Iban aquellos dos discípulos hacia Emaús. Su paso era normal, como el de tantos otros que transitaban por aquel paraje. Y allí, con naturalidad, se les aparece Jesús, y anda con ellos, con una conversación que disminuye la fatiga. Me imagino la escena, ya bien entrada la tarde. Sopla una brisa suave. Alrededor, campos sembrados de trigo ya crecido, y los olivos viejos, con las ramas plateadas por la luz tibia” (Amigos de Dios, n. 313).

La presencia del Señor inspiraba una gran confianza, pues con apenas dos frases provocó la confidencia de los discípulos: “comprende su dolor, penetra en su corazón, les comunica algo de la vida que habita en Él” (Es Cristo que pasa, n. 105). Sus esperanzas de que Jesús redimiera a Israel habían terminado con la crucifixión. Al salir de Jerusalén, sabían ya que su cuerpo no se encontraba en el sepulcro, y que las mujeres afirmaban haber recibido el anuncio de su resurrección a través de unos ángeles; pero no creen (Cfr. Lc 24, 17-24), están tristes y titubeantes en la fe.

“Entonces Jesús les dijo: -¡Necios y torpes de corazón para creer todo lo que anunciaron los Profetas! ¿No era preciso que el Cristo padeciera estas cosas y así entrara en su gloria? Y comenzando por Moisés y por todos los Profetas les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él” (Lc 24, 25-27).

emaus

 

¡Qué conversación sería aquella! Pero “se termina el trayecto al encontrar la aldea, y aquellos dos que -sin darse cuenta- han sido heridos en lo hondo del corazón por la palabra y el amor del Dios hecho Hombre, sienten que se vaya. Porque Jesús les saluda con ademán de continuar adelante” (Amigos de Dios, n. 314). Sin embargo, “los dos discípulos le detienen, y casi le fuerzan a quedarse con ellos” (Es Cristo que pasa, n. 105). Le ruegan: “mane nobiscum, quoniam advesperascit, et inclinata est iam dies” (Lc 24, 29); quédate con nosotros, porque sin ti se nos hace de noche.

Jesús se queda, “y cuando estaban juntos a la mesa tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció de su presencia. Y se dijeron uno a otro: -¿No es verdad que ardía nuestro corazón dentro de nosotros, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?” (Lc 24, 30-32).

Comentando este pasaje, san Josemaría lo aplicaba también al apostolado de aquellos cristianos que, en medio del mundo, están llamados a hacer presente a Cristo en todos los ámbitos donde se desarrollan las tareas de los hombres (cfr. Es Cristo que pasa, n. 105).

“Nonne cor nostrum ardens erat in nobis, dum loqueretur in via? -¿Acaso nuestro corazón no ardía en nosotros cuando nos hablaba en el camino?
Estas palabras de los discípulos de Emaús debían salir espontáneas, si eres apóstol, de labios de tus compañeros de profesión, después de encontrarte a ti en el camino de su vida” (Camino, n. 917).

El Señor quiso aparecerse a Cleofás y a su compañero de un modo corriente, como un viajero más, sin hacerse reconocer inmediatamente. Como los treinta años de vida oculta de Jesucristo.

 

"Emaús es el mundo entero, porque el Señor ha abierto los caminos divinos de la tierra"

La reacción de los discípulos de Emaús, que se levantaron al instante y regresaron a Jerusalén (cfr. Lc 24, 33), también supone una lección para todos los hombres: “Se abren nuestros ojos como los de Cleofás y su compañero, cuando Cristo parte el pan; y aunque Él vuelva a desaparecer de nuestra vista, seremos también capaces de emprender de nuevo la marcha -anochece-, para hablar a los demás de Él, porque tanta alegría no cabe en un pecho solo.

Camino de Emaús. Nuestro Dios ha llenado de dulzura este nombre. Y Emaús es el mundo entero, porque el Señor ha abierto los caminos divinos de la tierra” (Amigos de Dios, n. 314).

 

 

Introducción

El Cristianismo nació y se desarrolló dentro del marco político-cultural del Imperio romano. Durante tres siglos, el Imperio pagano persiguió a los cristianos, porque su religión representaba otro universalismo y prohibía a los fieles rendir culto religioso al soberano.

 

  1. Introducción: Imperio Romano y Cristianismo
  2. Los primeros conversos
  3. La persecución de Nerón
  4. Desarrollo del Cristianismo en los primeros cuatro siglos
  5. La persecución de Decio
  6. La persecución de Diocleciano

 

1. Introducción: Imperio Romano y Cristianismo

El nacimiento y primer desarrollo del Cristianismo tuvo lugar dentro del marco cultural y político del Imperio romano.

Es cierto que durante tres siglos la Roma pagana persiguió a los cristianos; pero sería equivocado pensar que el Imperio constituyó tan sólo un factor negativo para la difusión del Evangelio.

La unidad del mundo grecolatino conseguida por Roma había creado un amplísimo espacio geográfico, dominado por una misma autoridad suprema, donde reinaban la paz y el orden. La tranquilidad existente hasta bien entrado el siglo III y la facilidad de comunicaciones entre las diversas tierras del Imperio favorecían la circulación de las ideas.

Cabe afirmar que las calzadas romanas y las rutas del mar latino fueron cauces para la Buena Nueva evangélica, a todo lo ancho de la cuenca del Mediterráneo.

 

2. Los primeros conversos

La afinidad lingüística —sobre la base del griego, primero, y del griego y el latín, después— facilitaba la comunicación y el entendimiento entre los hombres. El clima espiritual dominado por la crisis del paganismo ancestral y la extensión de un anhelo de genuina religiosidad entre las gentes espiritualmente selectas, predisponía también a dar acogida al Evan­gelio. Todos estos factores favorecían, sin duda, la extensión del Cristianismo.

Pero la adhesión a la fe cristiana implicaba también dificultades que, sin exageración, cabe calificar de formidables. Los cristianos procedentes del Judaismo debían romper con la comunidad de origen, que en adelante los miraría como tránsfugas y traidores.

No eran menores los obstáculos que necesitaban superar los conversos venidos de la gentilidad, sobre todo los pertenecientes a las clases sociales elevadas. La fe cristiana les obligaba a apartarse de una serie de prácticas tradicionales de culto a Roma y al emperador, que tenían un sentido religioso-pagano, pero que eran a la vez consideradas como exponente de la inserción del ciudadano en la vida pública y testimonio de fidelidad hacia el Imperio.

via appia

 

De ahí la acusación de «ateísmo» lanzada tantas veces contra los cristianos; de ahí la amenaza de persecución y martirio que se cernió sobre ellos durante siglos y que hacía de la conversión cristiana una decisión arriesgada y valerosa, incluso desde un punto de vista meramente humano.

¿Cuáles fueron las razones que determinaron el gran enfrentamiento entre Imperio pagano y Cristianismo? La religión cristiana fomentaba entre las gentes el respeto y la obediencia hacia la legítima autoridad. «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (cfr. Mt XX, 15-21), fue el principio formulado por el propio Cristo.

Los Apóstoles desarrollaron esta doctrina: «toda persona esté sujeta a las potestades superiores, porque no hay potestad que no provenga de Dios» (Rom XIII, 1), escribió San Pablo a los fieles de Roma; «temed a Dios, honrad al rey» (I Pet II, 17), exhortaba San Pedro a los discípulos.

El Imperio, por su parte, era religiosamente liberal y toleraba con facilidad nuevos cultos y divinidades extranjeras. El choque y la ruptura llegaron porque Roma pretendió exigir de sus súbditos cristianos algo que ellos no podían dar: el homenaje religioso de la adoración, que sólo a Dios les era lícito rendir.

3. La persecución de Nerón

Las circunstancias que rodearon a la primera persecu­ción —la neroniana— fueron pródigas en consecuencias, pese a que esa persecución no parece haberse extendido más allá de la Urbe romana.

La acusación oficial hecha a los cristianos de ser los autores de un crimen horrendo —el incendio de Roma— contribuyó de modo decisivo a la creación de un estado generalizado de opinión pública profundamente hostil para con ellos.

El Cristianismo era considerado por el historia­dor Tácito «superstición detestable»; «nueva y peligrosa», se­gún Suetonio; «perversa y extravagante», para Plinio el Joven.

El mismo Tácito calificaba a los cristianos de «enemigos del género humano», y no puede, por tanto, sorprender que el vulgo atribuyese a los discípulos de Cristo los más monstruosos desórdenes: infanticidios, antropofagia y toda suerte de ne­fandas maldades.

«¡Los cristianos a las fieras! —dirá Tertulianose convirtió en el grito obligado en toda suerte de motines y algaradas populares».

 

4. Desarrollo del Cristianismo en los primeros siglos

El Cristianismo, desde el siglo I, fue considerado como «superstición ilícita», y esta calificación hizo que la mera profesión de la fe cristiana —el «nombre cristiano»— constituyera delito. Ello explica que muchas violencias anticristianas del siglo II tuvieran su origen, más que en la iniciativa de los emperadores o magistrados, en agitaciones o denuncias populares.

Trajano

Por esta razón, la persecución en esta época no fue general ni continua, y los cristianos gozaron en ocasiones de largos períodos de paz, sin lograr por ello ninguna seguridad jurídica ni quedar a salvo de ulteriores agresiones, que podían surgir en cualquier momento.

La ambigua actitud de ciertos emperadores del siglo II está reflejada en la célebre respuesta de Trajano a la consulta elevada por Plinio, gobernador de Bitinia, acerca de la conducta que debía seguir con los cristianos.

Trajano declara que las autoridades no habrían de perseguirlos por su propia iniciativa, ni hacer caso de denuncias anónimas; pero debían actuar cuando recibiesen denuncias en regla, llegando hasta la condena y muerte de los cristianos que no apostataran y rehu­saran sacrificar a los dioses.

Tertuliano —apologista cristiano y buen jurista— pondría luego de relieve el absurdo que encerraba la respuesta trajánica: «Si son criminales —dice, refirién­dose a los cristianos—, ¿por qué no los persigues?; y si son ino­centes, ¿por qué los castigas?» En el siglo III, las persecuciones tomaron un nuevo cariz.

En los intentos de renovación del Imperio que siguieron a la «anarquía militar» —un período de peligrosa desintegración política—, uno de los capítulos principales fue la restauración del culto a los dioses y al emperador, en cuanto expresión de la fidelidad de los súbditoshacia Roma y su soberano.

La Iglesia cristiana, que prohibía a los fieles participar en el culto imperial, apareció entonces como un poder enemigo. Ésta fue la razón de una nueva oleada de persecuciones, promovidas ahora por la propia autoridad imperial y que tuvieron un alcance mucho más amplio que las precedentes.

5. La persecución de Decio

La primera de estas grandes persecuciones siguió a un edicto dado por Decio (a. 250), ordenando a todos los habitantes del Imperio que participaran personalmente en un sacrificio general, en honor de los dioses patrios.

El edicto de Decio sorprendió a una masa cristiana, bastante numerosa ya, y cuyo temple se había reblandecido, tras una larga época de paz. El resultado fue que, aun cuando los mártires fueron numerosos, hubo también muchos cristianos claudicantes que sacrificaron públicamente o al menos recibieron el «libelo» de haber sacrificado, y cuya reintegración a la comunión cristiana suscitó luego controversias en el seno de la Iglesia.

La experiencia sufrida sirvió en todo caso para templar los espíritus y cuando, pocos años después, el emperador Valeriano (253-260) promovió una nueva persecución, la resistencia cristiana fue mucho más firme: los mártires fueron muchos, y los cristianos infieles —los lapsi—, muy pocos.

6. La persecución de Diocleciano

La mayor persecución fue sin duda la última, que tuvo lugar a comienzos del siglo IV, dentro del marco de la gran reforma de las estructuras de Roma realizada por el emperador Diocleciano.

Diocleciano

El nuevo régimen instituido por el fundador del Bajo Imperio fue la «Tetrarquía», es decir, el gobierno por un «colegio imperial» de cuatro miembros, que se distribuían la administración de los inmensos territorios romanos.

El régi­men tetrárquico atribuía a la religión tradicional un destacado papel en la regeneración del Imperio, pese a lo cual Diocleciano no persiguió a los cristianos durante los primeros dieciocho años de su reinado. Diversos factores —entre ellos sin duda la influencia del césar Galerio— fueron determinantes del comienzo de esta tardía pero durísima persecución. Cuatro edictos contra los cristianos fueron promulgados entre febrero del año 303 y marzo del 304, con el designio de terminar de una vez para siempre con el Cristianismo y la Iglesia.

La perse­cución fue muy violenta e hizo muchos mártires en la mayoría de las provincias del Imperio. Tan sólo las Galias y Britania —gobernadas por el cesar Constancio Cloro, simpatizante con el Cristianismo y padre del futuro emperador Constantino— quedaron prácticamente inmunes de los rigores persecutorios.

El balance final de esta última y gran persecución constituyó un absoluto fracaso. Diocleciano, tras renunciar al trono imperial, vivió todavía lo suficiente en su Dalmacia natal para presenciar, desde su retiro de Spalato, el epílogo de la era de las persecuciones y los comienzos de una época de libertad para la Iglesia y los cristianos.

 

Fuente: José Orlandis (Historia de la Iglesia, 2001)

 

 

 

Expansión del cristianismo

pez.jpg  LOS ORÍGENES DEL CRISTIANISMO

pez.jpg  PRIMERA EXPANSIÓN

pez.jpg  EL IMPERIO PAGANO Y EL CRISTIANISMO

pez.jpg   LA IGLESIA EN EL IMPERIO ROMANO-CRISTIANO

 

 

.

En el transcurso del siglo IV, el Cristianismo comenzó a ser tolerado por el Imperio, para alcanzar luego un estatuto de libertad y convertirse finalmente —en tiempo de Teodosioen religión oficial. El emperador romano-cristiano convocó las grandes asambleas de obispos los concilios—y la Iglesia pudo organizar sus estructuras territoriales de gobierno pastoral.

  1. Introducción
  2. El edicto de Galerio
  3. El edicto de Constantino
  4. Una nueva expansión
  5. La reorganización de la Iglesia
  6. Cristianización de los Imperios

1. Introducción

La libertad le llegó al Cristianismo y a la Iglesia cuando apenas se habían extinguido los ecos de la última gran persecución.

Fue justamente Galerio, principal instigador de aquella embestida persecutoria, el primero en sacar consecuencias prácticas de su rotundo fracaso.

Coliseo expone Pompeya

 

Llegado como sucesor de Diocleciano a la suprema dignidad imperial, el augusto Galerio, próximo a la muerte, promulgó en Sárdica un edicto que marcaba nuevas pautas a la política romana frente al Cristianismo.

El edicto otorgaba a los cristianos un estatuto de tolerancia: «existan de nuevo los cristianos —decía— y celebren sus asambleas y cultos, con tal de que no hagan nada contra el orden público».

 

2. El edicto de Galerio

El edicto de Galerio, dado en el año 311, no concedía a los cristianos plena libertad religiosa, sino tan sólo una cautelosa tolerancia. Mas, a pesar de ello, su importancia era grande. Por vez primera, el Cristianismo dejaba de ser una «superstición ilícita» y adquiría carta de ciudadanía. Esto representaba una conquista trascendental, no conseguida hasta entonces.

La Iglesia había conocido durante el siglo III épocas de tranquilidad, y hubo incluso emperadores romanos, como Filipo el Árabe (244-249), de evidentes simpatías filocristianas. Mas estos intervalos de bonanza no aportaban seguridad jurídica a la Iglesia, siempre expuesta a nuevas oleadas persecutorias. El estatuto de tolerancia de Galerio encerraba por tanto singular valor.

 

3. El edicto de Constantino

El tránsito de la tolerancia a la libertad religiosa se produjo con suma rapidez, y su autor principal fue el emperador Constantino. A principios del año 313, los emperadores Constantino y Licinio otorgaron el llamado «Edicto de Milán», que, más que una norma legal concreta, parece haber sido una nueva directriz política fundada en el pleno respeto a las opciones religiosas de todos los súbditos del Imperio, incluidos los cristianos.

constantinoLa legislación discriminatoria en contra de éstos quedaba abolida, y la Iglesia, reconocida por el poder civil, recuperaba los lugares de culto y propiedades de que hubiera sido despojada. El emperador Constantino se convertía así en el instaurador de la libertad religiosa en el mundo antiguo.

Dentro de este estatuto legal de libertad religiosa, la actitud de Constantino fue decantándose gradualmente en favor del Cristianismo. Resulta significativo que, antes incluso del llamado Edicto de Milán, cuando la suerte de la Urbe romana y del Imperio se dilucidaban por las armas entre aquel príncipe y su rival Majencio, el ejército constantiniano llevara en la batalla del Puente Milvio, como emblema propio, el lábaro con el monograma de Cristo.

Constantino consideró siempre suvictoria como una señal celestial, aunque su «conversión» defnitiva —es decir, la recepción del bautismo— la demorase muchos años, hasta vísperas de su muerte (337).

A lo largo de ese tiempo, la orientación procristiana de Constantino se hizo cada vez más patente. Fueron desautorizadas las prácticas paganas cruentas o inmorales y se prohibió a los magistrados participar en los tradicionales sacrificios de culto.

El emperador, por otra parte, favorecía a la Iglesia de muy diversos modos: construcción de templos, concesión de privilegios al clero, ayuda para el restablecimiento de la unidad de la fe, perturbada en África por el cisma donatista y en Oriente por las doctrinas de Arrio. Los principios morales del Evangelio inspiraron de modo progresivo la legislación civil, dando así origen al llamado Derecho romano-cristiano.

 

4. Una nueva expansión

El avance del Cristianismo no se interrumpió tras la muerte de Constantino, si se exceptúa el frustrado intento de restauración pagana por Juliano el Apóstata. Los demás emperadores —incluso aquellos que simpatizaron con la herejía arriana— fueron resueltamente contrarios al paganismo.

Graciano, al asumir en 375 el poder imperial, rechazó el tradicional título de «Pontífice Máximo», que sus predecesores cristianos habíanconsentido conservar. Un enfrentamiento particularmente significativo entre Cristianismo ascendente y paganismo en decadencia se produjo en el escenario más venerable de la Roma antigua: el Senado.

El altar de la Victoria que presidía el aula, como símbolo de la tradición gentil, fue removido por voluntad de los senadores cristianos, que eran ya mayoría, frente al grupode los «viejos romanos», encabezados por el senador Símaco. La evolución religiosa se cerró antes de que terminara el siglo IV, por obra del emperador Teodosio. La constitución Cunaos Populos, promulgada en Tesalónica el 28 de febrero del año 380, ordenó a todos los pueblos la adhesión al Cristianismo católico, a partir de ahora única religión del Imperio.

 

5. La reorganización de la Iglesia

Obtenida la libertad, la Iglesia tuvo necesidad de organizar sus estructuras territoriales, con vista a la acción pastoral en un mundo que se cristianizaba con rapidez. En virtud de lo que se ha llamado «principio de acomodación», la Iglesia tomó las estructuras administrativas del Imperio como norma de su propia organización.

La circunscripción civil más clásica —la provincia— sirvió de modelo a la provincia eclesiástica. El Imperio llegó a contar en el siglo V con más de 120 provincias. Sobre este cuadro territorial fue implantándose gradualmente la división provincial de la Iglesia.

El obispo de la capital de la provincia civil fue adquiriendo cierta preponderancia sobre sus colegas comprovinciales: fue el «metropolitano», obispo de la «metrópoli», y los demás, sus sufragáneos.

En el orden judicial, el metropolitano era la instancia superior de los demás tribunales diocesanos y le correspondía la consagración de los nuevos obispos de su provincia.

Él debía, además, presidir el concilio provincial —asamblea de los obispos de esa demarcación— que, según la disciplina nunca bien observada del Concilio I de Nicea, debía reunirse dos veces al año.

 

6. La cristianización de los Imperios

La división del Imperio en dos «partes» —Oriente y Occidente—, consumada a finales del siglo IV y que terminaría pon provocar la cristalización de dos Imperios, tuvo honda repercusión en la vida de la Iglesia. La «parte» occidental —que coincidía aproximadamente con las regiones de lengua y cultura latinas— tenía como única sede apostólica la de Roma, y por ello el Pontífice romano fue también Patriarca de Occidente. En la «parte» oriental, de cultura griega, siria y copta, sobresalieron varias grandes sedes de fundación apostólica —Alejandría, Antioquía y Jerusalén—, que fueron cabezas de los Patriarcados, amplísimas circunscripciones eclesiásticas.

El Concilio I de Constantinopla elevó la sede de esta ciudad al rango patriarcal y atribuyó a sus obispos la primacía de honor dentro de la Iglesia después del obispo de Roma, «en razón —dijo— de que la ciudad es la nueva Roma». Sobre este fundamento de índole no eclesiástica, sino política —la capitalidad imperial—, se instituyó un nuevo Patriarcado —el de Constantinopla—, destinado a alcanzar una indiscutible preeminencia entre todos los Patriarcados orientales, a partir, sobre todo, del Concilio de Calcedonia.

Concilio Constantinopla

Concilio de Constantinopla

 

La libertad de la Iglesia permitió una más ciara estructuración y un ejercicio más efectivo del Primado de los papas sobre la Iglesia universal. Los grandes pontífices de los siglos IV y V —Dámaso, León Magno, Gelasio— se esforzaron por definir con precisión el fundamento dogmático del Primado romano: la primacía concedida por Cristo a Pedro, de quien los papas eran los legítimos y exclusivos sucesores. A partir del siglo IV, el ejercicio del Primado romano sobre las iglesias occidentales fue muy intenso: lospapas intervinieron en multitud de ocasiones mediante epístolas decretales o por intermedio de legados y vicarios.

En Oriente, un gran concilio —el de Sárdica (343-344)— sancionó el derecho de cualquier obispo del orbe a recurrir, como instancia suprema, al Pontífice romano. Pero prevaleció, en definitiva, una tendencia favorable a la autonomía jurisdiccional, favorecida por el desarrollo de los Patriarcados, especialmente el de Constantinopla. La postura del Oriente cristiano ante Roma, después del Concilio de Calcedonia, puede resumirse así: atribución al obispo de Roma de la primacía de honor en toda la Iglesia; reconocimiento de su autoridad en el terreno doctrinal; pero desconocimiento de cualquier potestad disciplinar y jurisdiccional de los papas sobre las iglesias orientales.

Bajo el Imperio romanocristiano pudieron reunirse grandes asambleas eclesiásticas, manifestación genuina de la catolicidad de la Iglesia, que reciben el nombre de concilios «ecuménicos» o universales. Ocho sínodos ecuménicos tuvieron lugar entre los siglos IV y IX. Particular importancia se reconoció siempre a los cuatro primeros: los de Nicea I (325), Constantinopla I (381), Éfeso (431) y Calcedonia (451). Todos estos concilios se celebraron en el Oriente cristiano, y orientales fueron en su gran mayoría los obispos asistentes.

 

Su convocatoria procedió de ordinario del emperador, única autoridad capaz de arbitrar los medios indispensables para la celebración de tan grandes asambleas; en varios de ellos, la convocatoria imperial fue promovida por una iniciativa pontificia, y los legados papales ocupaban un lugar de honor en el aula conciliar. El reconocimiento del carácter ecuménico de un gran concilio se fundó en su recepción por la Iglesia universal, expresada sobre todo a través de la confirmación papal de sus cánones y decretos.

La libertad de la Iglesia y la conversión del mundo antiguo trajo consigo, finalmente, la entrada en escena de un nuevo factor de notable importancia para los tiempos futuros: el emperador cristiano. Este personaje —un simple laico en el orden de la jerarquía— tenía conciencia, sin embargo, de que le correspondía una misión de defensor de la Iglesia y promotor del orden cristiano en la sociedad: era la función que se atribuía ya Constantino cuando tomaba para sí el significativo título de «obispo exterior».

ireneo

Los emperadores cristianos prestaron indudables servicios a la Iglesia, pero sus injerencias en la vida eclesiástica produjeron también numerosos abusos, cuya máxima expresión fue el llamado «Cesaropapismo». Estos abusos fueron particularmente graves en las iglesias de Oriente.

En Occidente, la autoridad del papado, la debilidad de los emperadores occidentales o la lejanía geográfica de los orientales contribuyeron a la salvaguardia de la independencia eclesiástica.

Las relaciones entre poder espiritual y temporal, su armónica conjunción y la misión del emperador cristiano fueron tratados por diversos Padres de la Iglesia y en especial por el papa Gelasio, en una carta al emperador Anastasio.

Pero el papel del emperador cristiano como protector de la Iglesia se juzgaba tan indispensable en los siglos de tránsito de la Antigüedad al Medievo que, cuando los emperadores bizantinos dejaron de cumplir esa misión cerca del Pontificado romano, los papas buscaron en el rey de los francos el auxilio del poder secular que ya no podían esperar del emperador oriental.

 

Fuente: José Orlandis (Historia de la Iglesia, 2001)

Expansión del cristianismo

pez.jpg  LOS ORÍGENES DEL CRISTIANISMO

pez.jpg  PRIMERA EXPANSIÓN

pez.jpg  EL IMPERIO PAGANO Y EL CRISTIANISMO

pez.jpg   LA IGLESIA EN EL IMPERIO ROMANO-CRISTIANO

 

 

¿Cuál es el "sentido nuevo" del sacerdocio cristiano?

Desde www.primeroscristianos.com hemos entrevistado al profesor Francisco Varo, Doctor en Filología Bíblica por la Universidad Pontificia de Salamanca, en Teología por la Universidad de Navarra y experto en Sagrada Escritura, para preguntarle acerca del origen del sacerdocio cristiano.

 

Cuando escribe a los Corintios, San Pablo hace notar que ha perdonado los pecados no en su nombre, sino in persona Christi (cf. 2 Co 2,10). No se trata de una simple representación ni de una actuación “en lugar de” Jesús, pues el mismo Cristo es quien actúa con sus ministros y mediante ellos.

 

¿Cómo se explica que Jesús nunca se refiriera a sí mismo "sacerdote"?

El sacerdote es, ante todo, un mediador entre Dios y los hombres. Alguien que hace presente a Dios entre las personas, y a la vez, alguien que presenta ante Dios las necesidades de todos e intercede por ellos. Jesús, que es Dios y hombre verdadero, es el más auténtico sacerdote.

Sin embargo, conociendo los derroteros que había tomado el sacerdocio israelita en su época, limitado a la realización de unas ceremonias en las que se sacrificaban unos animales en el Templo, pero con el corazón más atento de ordinario a las intrigas políticas y al afán de poder personal, no sorprende que Jesús nunca se presentara como sacerdote.

El suyo no era un sacerdocio como el que se veía en los sacerdotes del Templo de Jerusalén. Además, a sus contemporáneos parecía evidente que no lo era, ya que según la Ley el sacerdocio estaba reservado a los miembros de la tribu de Leví y Jesús era de la tribu de Judá.

Su figura era mucho más próxima a la de los antiguos profetas, que predicaban la fidelidad a Dios (y en algunos casos como Elías y Eliseo realizaron milagros), o sobre todo, de la figura de los maestros itinerantes que iban por ciudades y aldeas rodeados con un grupo de discípulos a los que enseñaban y a cuyas sesiones de instrucción permitían acercarse a la gente. De hecho, los Evangelios reflejan que cuando la gente hablaba a Jesús se dirigían a él llamándolo “Rabbí” o “Maestro”.

 

Pero Jesús, ¿realizó tareas propiamente sacerdotales?

Desde luego. Es propio del sacerdote acercar Dios a la gente, y a la vez ofrecer sacrificios a favor de los hombres. La cercanía de Jesús a la humanidad necesitada de salvación y su intercesión para que pudiésemos alcanzar la misericordia de Dios culmina en el sacrificio de la Cruz.

Precisamente ahí  surge un nuevo choque con la práctica del sacerdocio propia de aquel momento. La crucifixión no podía ser considerada por aquellos hombres como una ofrenda sacerdotal, sino todo lo contrario. Lo esencial del sacrificio no eran los sufrimientos de la víctima, ni su propia muerte, sino la realización de un rito en las condiciones establecidas, en el Templo de Jerusalén.

La muerte de Jesús se presentaba ante sus ojos de un modo muy distinto: como la ejecución de un condenado a muerte, realizada fuera de los muros de Jerusalén, y que en vez de atraer la benevolencia divina se consideraba –sacando de contexto un texto del Deuteronomio (Dt 21,23)- que era objeto de maldición.

 

¿Se empezó a hablar de "sacerdotes" ya desde los cominzos de la Iglesia?

En los momentos que siguieron a la Resurrección y Ascensión de Jesús a los cielos, tras la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, los Apóstoles comenzaron a predicar, y con el paso del tiempo fueron asociando colaboradores a su tarea. Pero si el mismo Jesucristo no se había designado nunca como sacerdote, era lógico que tal denominación ni se les ocurriera utilizarla a sus discípulos para hablar de sí mismos en esos primeros momentos.

De hecho, las tareas que realizaban tenían poco que ver con las que los sacerdotes judíos desempeñaban en el Templo. Por eso utilizaron otros nombres que designaran más descriptivamente sus funciones en las primeras comunidades cristianas: apóstolos que significa “enviado”, epíscopos que significa “inspector”, presbýteros “anciano” o diákonos “servidor, ayudante”, entre otros.

No obstante, al reflexionar y explicar las tareas de esos “ministros” que son los Apóstoles o que ellos mismos fueron instituyendo, se percibe que se trata de funciones realmente sacerdotales, aunque tienen un sentido diverso de lo que había sido característico del sacerdocio israelita.

 

¿Cuál es ese "sentido nuevo" del sacerdocio cristiano?

Ese “sentido nuevo” se puede apreciar ya, por ejemplo, cuando San Pablo habla de sus propias tareas al servicio de la Iglesia. En sus cartas, para describir su ministerio emplea un vocabulario que es claramente sacerdotal, pero que no se refiere a un sacerdocio con personalidad propia, sino a una participación del Sumo Sacerdocio de Cristo Jesús.

En este sentido, San Pablo no pretende asemejarse a los sacerdotes de la Antigua Alianza, pues su tarea no consiste en quemar sobre el fuego del altar el cadáver de un animal para sustraerlo —“santificándolo” en su sentido ritual— de este mundo, sino en “santificar” —en otro sentido, ayudándoles a alcanzar la “perfección” al introducirlos en el ámbito de Dios— a unos hombres vivos con el fuego del Espíritu Santo, prendido en sus corazones mediante la predicación del Evangelio.

Del mismo modo, cuando escribe a los Corintios, San Pablo hace notar que ha perdonado los pecados no en su nombre, sino in persona Christi (cf. 2 Co 2,10). No se trata de una simple representación ni de una actuación “en lugar de” Jesús, pues el mismo Cristo es quien actúa con sus ministros y mediante ellos.

Se puede afirmar, por tanto, que en la primtiva Iglesia hay ministros cuyo ministerio tiene un carácter verdaderamente sacerdotal, que desempeñan diversas tareas al servicio de las comunidades cristianas, pero con un elemento común decisivo: ninguno de ellos son "sacerdotes" a título propio -ni por tanto gozan de autonomía para desempeñar un "sacerdocio" a su aire, con su sello personal-, sino que participan del sacerdocio de Cristo.

+ info -

Festividad de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote -

 

 

Persecuciones Romanas

 

 

paz
Las persecuciones en el siglo I
paz
Las persecuciones en el siglo II
paz
Las persecuciones en el siglo III
paz
Las persecuciones en el siglo IV

 

 

“¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación? ¿la angustia? ¿la persecución? ¿el hambre? ¿la desnudez? ¿los peligros? ¿la espada?”. (Romanos 8, 35)

 

Muchos cristianos han experimentado persecuciones de no cristianos durante la historia del cristianismo.

La persecución puede referirse a arresto sin garantías, encarcelamiento, azotamiento, tortura o ejecución. También puede referirse a la confiscación o destrucción de la propiedad, o a la incitación a odiar a los cristianos.

Los cristianos saben que Jesús ya había anunciado que ese es el camino de los que le siguen: “El que quiera seguirme tome su cruz de cada día y sígame” y “No  es más el discípulo que su Maestro”.

 

.

1. Persecuciones judías

El Nuevo Testamento dice que los primeros cristianos (comenzando por el propio Jesús) sufrieron persecución a manos de los jefes judíos de esa época. Pedro y Juan fueron encarcelados por los jefes judíos, incluido el sumo sacerdote Ananías, quien no obstante los liberó más tarde (Hechos 4, 1-21).

persecuciones

También relata el Nuevo Testamento la lapidación del primer mártir, San Esteban, por miembros del Sanedrín. Su ejecución fue seguida de una gran persecución.

La razón más probable de la persecución es que los judíos cristianos predicaban el inminente regreso del Rey de los Judíos y el establecimiento de su reino.

A oídos romanos, tal conversación era sediciosa. Los romanos dieron a los judíos en ese tiempo un autogobierno limitado; las principales obligaciones de los líderes judíos eran recolectar impuestos para Roma y mantener el orden civil.

Así, los líderes judíos tendrían que suprimir cualquier conversación sediciosa.

A menudo cuando los líderes judíos no suprimían los conatos sediciosos, eran enviados a Roma para ser juzgados.

.

2. Persecuciones romanas

Con la expansión del cristianismo, la Iglesia sufrió un sinfín de vejaciones por parte del Imperio Romano desde el 64, bajo Nerón, hasta la época de Constantino, en la segunda década del siglo IV, fundamentalmente bajo los emperadores Nerón, Domiciano, Trajano, Marco Aurelio, Septimio Severo, Maximino Tracio, Decio, Valeriano, Aureliano y Diocleciano. 

Las persecuciones romanas constituyen una serie de medidas destinadas a limitar la extensión del cristianismo o a extirparlo radicalmente del Imperio. Dichas persecuciones llevaron a innumerables cristianos –los mártires- a la muerte por confesar su fe.

 

.

 

pez.jpg        LAS PERSECUCIONES EN EL SIGLO I

pez.jpg        LAS PERSECUCIONES EN EL SIGLO II

pez.jpg        LAS PERSECUCIONES EN EL SIGLO III

pez.jpg        LAS PERSECUCIONES EN EL SIGLO IV

 

 

 

+ info –

 

 

Ir a Actas de los Mártires

Ver en Wikipedia

(vid. GER, Persecuciones Romanas)

 

 

 

Santa Eufemia, mártir de Calcedonia

Eufemia, mártir de Calcedonia, en Bitnia, en la actual Turquía, durante la persecución de Diocleciano y del procónsul Prisco, fue martirizada en el año 303 después de sufrir muchas torturas.   En la basílica dedicada a ella tuvo lugar del 451 al 452 "el Gran Concilio" ecuménico de Calcedonia.

Santa Eufemia, virgen y mártir; fue hija de un senador de Calcedonia. Prisco, procónsul de Asia, la quiso obligar a ofrecer incienso a Marte; negándose la santa, la hizo sufrir horribles tormentos por espacio de varios días.

Sus conciudadanos la erigieron una hermosa basílica y en ella tuvo lugar en 451 el famoso Concilio de Calcedonia, donde se verificó un portentoso milagro, por el cual la santa mártir dió testimonio de la verdad católica y de la falsedad de las doctrinas predicadas por Diósdoro y Eutiques.

 

 

+ info -

¿Qué sabes del Concilio de Calcedonia? - Año 451

 

ver en wikipedia

Aleluya es una aclamación litúrgica de sentido gozoso y triunfal

Aleluya es una expresión de la lengua hebrea que ha llegado hasta nosotros sin traducirse, merced a su eufonía y al valor adquirido en el canto litúrgico y religioso de la tradición judía y cristiana de todos los tiempos. Se compone de dos palabras hebreas, Halelu (con H aspirada), segunda persona plural del imperativo del verbo Hillel, «alabar», y de Yah, contracción de Yahtvéh, «Dios», por lo que su significado literal es «alabad a Dios».

 

El Aleluya es una aclamación  litúrgica de sentido gozoso y triunfal, que condensa un cúmulo de sentimientos religiosos muy superior al de su expresión verbal, solamente traducibles por medio del canto. El Aleluya ha sido siempre un canto; nunca mera frase litúrgica.

En el A. T. acompaña como aclamación litúrgica del pueblo a determinados salmos (104, 105, 106, 111, 112, 115, etc.) y su recuerdo alegra el corazón de los desterrados en Babilonia (Tob 13, 18); en el N. T. solamente aparece en el libro del Apocalipsis, también como expresión épica de multitudes:

«Oí una voz como de gran muchedumbre, y como voz de muchas aguas, y como voz de fuertes truenos, que decía: ¡Aleluya!, porque ha establecido su reino el Señor, Dios todopoderoso» (19, 6).

 

Así como el «Gloria» es el canto de los ángeles, el Aleluya es el canto de los hombres rescatados por el brazo poderoso de Dios, redimidos con la sangre del Cordero. De ahí que el Aleluya esté íntimamente ligado a la Pascua, tanto judía como cristiana; es, por excelencia, un canto pascual.

Cuando en el silencio de la Noche de Pascua estalla sonoro el Aleluya reprimido en el periodo penitencial de la Cuaresma, no es una cantilena que rebrota, es una vida que surge, es Cristo que resucita.

Restringido antiguamente al tiempo pascual, el canto del Aleluya se extendió más tarde a los otros domingos del año, excepto los de Cuaresma; tampoco se canta en otros días penitenciales ni en las celebraciones funerarias, aunque debió ser otra la práctica antigua, según escribe San Jerónimo del entierro de Fabiola en Roma:

«Sonaban los salmos y haciendo juego con el dorado de los techos se estremecía en lo alto el aleluya» (Epístola 77: PL 22, 697)

 

Aun hoy, en el rito de sepultura de los griegos orientales se añade el Aleluya a cada versículo del salmo.

Fuera del uso litúrgico, el Aleluya entró a formar parte del canto popular en Oriente, donde, según S. Jerónimo, lo cantaban los labriegos de Belén y los marineros en sus faenas de pesca; y a través de los Negro spirituals ha llegado hasta las composiciones melódicas de la canción de nuestros días.

La forma de cantar el Aleluya ha sido constante en toda esta tradición: la responsorial, en la que a cada versículo del salmo o de la canción se «responde» con el estribillo del Aleluya, si lo canta el pueblo lo hará en la forma más simple, la silábica, una nota musical distinta por cada una de sus cuatro sílabas

Pero si lo canta un solista o el coro de cantores, toma la forma melismática, más solemne, en la que alguna de sus sílabas se florean de neumas y particularmente la final «ya» (condensación, como hemos dicho, del nombre inefable de Dios) que se prolonga en una airosa y alegre modulación, el jubilus, puro sonido sin palabras, verdadero júbilo del corazón y de la voz (al estilo del cante «jondo» andaluz) que dio luego origen a las «secuencias».

El lugar del Aleluya en la liturgia de la Iglesia es muy vario; como estribillo del tiempo pascual, acompaña a antífonas, responsorios, invocaciones, y aun moniciones diaconales como la del Ite musa est, tanto del Oficio divino como de la Misa; pero en ésta tiene, además, un lugar propio (fuera del tiempo de Cuaresma) en la liturgia de la Palabra, antes del canto del Evangelio, como aclamación a Cristo presente en su Palabra; por eso aquí ha de cantarse, y si no, puede suprimirse, pues ya no cumple bien su cometido.

El Aleluya antes del canto o lectura del Evangelio, en la Misa, va unido a un versículo de un salmo o de algún otro texto bíblico, preferentemente del evangelio que sigue.

 

I. M. SUSTAETA ELUSTIZA (GER)

BIBL.: P. WAGNER y F. CABROL, Alleluia, en DACL Ill, 12261246; M. RICHETTI, Historia de la Liturgia, II, Madrid 1956, 250254; j. GELINEAU, Chant et musique dans le culte chrétien, París 1962, 219221; L. DEISs, El Aleluya procesional del Evangelio, en Presentación y estructura del nuevo Leccionario, «Escucha Israel» 3, Barcelona 1969, 95106.

 

+ info -

https://www.primeroscristianos.com/2017-04-28-11-43-23/

 

 

Ver en Wikipedia

 


El catecumenado en

la Iglesia primitiva

Entrevista al Profesor Domingo Ramos-Lissón

Uno de los asuntos que se planteó la Iglesia al tener que ocuparse de la formación inicial de los que deseaban incorporarse a Ella por la recepción del bautismo. La respuesta de la Iglesia a esta cuestión recibió, muy pronto, el nombre de catequesis.

Presentamos la entrevista realizada al Prof. Domingo Ramos-Lissón sobre esta importante actuación de la Iglesia en los primeros siglos del cristianismo.

P. ¿QUÉ QUIERE DECIR LA PALABRA CATEQUESIS?

R. La palabra “catequesis” proviene del verbo griego katexein, que S. Pablo utilizaba para indicar la “enseñanza oral de la fe” (1Cor 14, 19; Gal 6, 6). Primero precedía la predicación de la palabra de Dios, y luego tenía lugar la explicación de esa palabra predicada.

Más tarde se empleó en un sentido más técnico para significar la “formación cristiana previa a la recepción del bautismo”. Así aparece en S. Justino como un periodo de instrucción y preparación para recibir el bautismo (1Apol., 1, 61).

 

P. ¿CUÁNDO NACE EL CATECUMENADO?

R. Podríamos decir que las primeras referencias que encontramos en la patrística proceden de los siglos II y III. Como ya dije anteriormente, en la Apología de S. Justino se menciona ya esta institución. Además, de esta misma época aparece indicada en la Pasión de Perpetua y Felicidad y en el tratado Sobre el bautismo de Tertuliano.

Mención especial merece la Tradición de Hipólito, que nos habla de un periodo de instrucción catequética de tres años.

 

catecumenado

P. ¿QUÉ RAZONES PUDIERON MOTIVAR QUE LA IGLESIA ESTABLECIERA UN TIEMPO TAN LARGO PARA RECIBIR LA ENSEÑANZA DE LA FE CRISTIANA?

R. Cabe afirmar que se dio la confluencia de diversos factores, entre los que podemos destacar la amenaza de las persecuciones (especialmente, las defecciones que acarreó la persecución de Decio) y la presencia de los heréticos, que podían confundir la buena fe de quienes se acercaban al cristianismo. Dichos factores movieron a la Iglesia a someter a los catecúmenos a la prueba del tiempo y de perseverancia.

A partir de la paz constantiniana, se produce una gran afluencia de conversiones a la fe, que determinará una organización estable, cuya estructura se perfilará de modo significativo a lo largo del siglo IV, época de la que nos llegado grandes tratados catequéticos, como los escritos por S. Ambrosio, S. Agustín, S. Cirilo de Jerusalén, S. Juan Crisóstomo, etc.


P. ¿QUIÉN SE ENCARGABA EN CADA IGLESIA LOCAL DE DAR ESTA PRIMERA FORMACIÓN CRISTIANA?

R. Esta tarea de enseñanza correspondía al obispo respectivo. En una primera época no representaba una especial dificultad que una sola persona se encargara de esta misión, puesto que el número de catecúmenos era reducido.

Posteriormente, a partir de los siglos III y IV, cuando el número de peticionarios del bautismo era muy considerable, el obispo solía recurrir a un diácono u otra persona que realice este cometido, llegando incluso a fundar verdaderas escuelas catequéticas, como la célebre de Alejandría. De ella podemos recordar a Orígenes, que elevó esa escuela al máximo nivel intelectual de su tiempo.

También se puede traer a la memoria la figura de Deogracias, un diácono de Cartago al que su obispo había encargado este trabajo catequético, y que ante las dificultades de los asistentes a sus lecciones se dirige a S. Agustín, que le responde escribiendo un magnífico tratado Sobre la catequesis de los rudos.

 

P. ¿PODRÍA SEÑALARNOS LAS ETAPAS PRINCIPALES DEL DESARROLLO CATECUMENAL EN EL ÚLTIMO PERÍODO QUE ACABA DE INDICARNOS?

R. Si seguimos el itinerario de alguien que desea hacerse cristiano en el siglo IV, nos encontraremos con un primer examen sobre su estado de vida, condiciones familiares y profesionales del aspirante.

Algunas situaciones familiares, como la poligamia y el concubinato, o de tipo profesional, como ser actor teatral, mago, guardián de ídolos, gladiador y algunos otros oficios, impedían que esa persona se inscribiera entre los catecúmenos. Evidentemente si cambiaba su situación familiar o profesional podrían inscribirse.

Una vez admitido, el catecúmeno asume oficialmente esta denominación. En Oriente y en África, durante el siglo IV, se ritualiza este hecho con un signo de la cruz sobre la frente. También en África se añade el llamado “sacramento de la sal”, que simboliza el gusto sapiencial por la fe y la palabra de Dios.

El catecúmeno puede asistir a la liturgia de la palabra en la celebración eucarística. Si quiere bautizarse en la vigilia pascual deberá anotarse antes de la cuaresma, y recibe el nombre de fotizomenós (“el que va a ser iluminado”). En Occidente se les llama competentes, y en Roma, elegidos. La preparación inmediata para el bautismo dura 40 días, es decir, el tiempo de cuaresma.

En el relato de Egeria, el cómputo abarca ocho semanas antes de la Pascua. La preparación constaba de tres aspectos: doctrinal, moral y ritual. La enseñanza debía comportar un cambio de vida. Se multiplican los actos penitenciales: ayunos, oraciones, exorcismos. La enseñanza comprendía una lectura de historia bíblica y la exposición del símbolo bautismal.

La catequesis se cerraba con la entrega de dicho símbolo bautismal (traditio symboli) y, más tarde, del Padrenuestro. Egeria nos contará que en Jerusalén esta ceremonia tenía lugar el domingo de ramos. S. Agustín nos informa de que la recitación del símbolo se celebraba el sábado santo, y la recitación del Padrenuestro durante la liturgia pascual.

 

P. ME HA LLAMADO LA ATENCIÓN QUE EXISTIERAN PROFESIONES U OFICIOS QUE UN CATECÚMENO NO PODÍA EJERCER Y, EN CONSECUENCIA, NO PUDIERA RECIBIR EL BAUTISMO, SALVO QUE CAMBIARA DE PROFESIÓN…

R. Tal vez en una primera impresión se entiende, con claridad, que algunas situaciones personales, como la poligamia y el concubinato, entraran en colisión con la normativa de la Iglesia. Pero ser gladiador, no parece –a simple vista– que fuera una profesión inmoral.

Sin embargo, si tenemos en cuenta que los gladiadores intervenían en espectáculos circenses de máxima crueldad, donde la vida de los vencidos dependía de la decisión de un público ávido de sangre, se comprende fácilmente que un cristiano no podía acceder a ese protagonismo criminal.

Lo mismo cabe afirmar de otras profesiones directamente relacionadas con el paganismo, como el ser guardián de ídolos.

 

P. ¿TENGO ENTENDIDO QUE, DESPUÉS DE LA RECEPCIÓN DEL BAUTISMO, CONTINUABA UNA CATEQUESIS POSTERIOR?

R. En efecto, durante la semana de Pascua tenía lugar la “mistagogia” o explicación de los sacramentos, que no se había realizado anteriormente debido a lo que se ha venido en llamar “disciplina del arcano”. Podríamos decir que era una medida cautelar para evitar que la vida sacramental del cristiano pudiera ser malinterpretada por los paganos que no habían recibido el bautismo.

Entre las catequesis mistagógicas son famosas en Occidente las de S. Ambrosio de Milán, que aparecen reflejadas en sus tratados Sobre los Misterios y Sobre los Sacramentos. En el Oriente cristiano fueron también muy celebradas las catequesis mistagógicas de S. Juan Crisóstomo.

 

Copyright © primeroscristianos.com

+ info -

El Bautismo en los primeros cristianos

 

ver en wikipedia

 

LA IMAGEN DE JESUCRISTO EN EL CINE

ALFONSO MÉNDIZ

Desde que los hermanos Lumiére filmaron trece estampas de inspiración evangélica en una de las primeras películas de la historia, la vida de Jesús ha sido recogida directa o indirectamente en más de 150 títulos. Casi todos se han movido entre la devoción sincera y la gran superproducción, entre directores que querían manifestar su fe y productores que aplicaban a esas historias un estricto sentido comercial.

En todo caso, una historia como la de Cristo será siempre “la historia más grande jamás contada”: el reto más difícil para un director que desee contar en imágenes una Vida que da sentido a todas las demás.

 

Lo cierto es que la figura de Jesús atrajo desde muy pronto a los pioneros del cine y ha seguido fascinando a los cineastas más diversos a lo largo de los años.

Lo refiere Zeffirelli en sus memorias sobre el rodaje de Jesús de Nazaret:

 

“Mientras esperábamos en silencio para comenzar la filmación, la modista iba dando las últimas puntadas al talit de lana que iba a cubrir la cabeza de Robert Powell. El director de fotografía terminó la iluminación de su rostro para el primer plano y me avisó para que mirara. Al abrir lentamente el objetivo, se fue formando ante mis ojos la imagen viva de Jesús; me impresionaron sus ojos, los mismos ojos que nos han mirado desde la infancia, y en los que hemos encontrado consuelo, cercanía, amor.

Llegó entonces la modista, jadeando, y se dirigió con prisa hacia el actor, mientras cortaba con los dientes el hilo que sobraba en el velo recién terminado. Cuando estuvo ante él y lo vio, con aquellas luces y aquel maquillaje, se quedó de piedra:

‘¡Es Jesús!’, y durante algunos segundos no sabía si seguir adelante con su trabajo o arrodillarse”.

 

Quizás esta anécdota sirva para explicar cómo el cine puede crear una imagen viva de Jesús. Una imagen viva y cercana —más que la imagen forjada en los libros—, capaz de influir en nuestras vidas. Por eso es importante que nos preguntemos: ¿qué imagen de Jesucristo nos ha transmitido el cine?

 

 

EL PRIMER CINE MUDO: IMÁGENES ESTÁTICAS

 

Los hermanos Lumiére, inventores del cinematógrafo, son los autores de la primera película conocida sobre la vida de Jesús. Grandes retratistas de la vida social (La llegada del trenLa salida de obreros de la fábrica, etcétera.), produjeron en 1897 una cinta titulada La Vie et la Passion de Jésus-Christ que articulaba una sucesión de trece cuadros piadosos y aislados, a modo de estampas, sin apenas desarrollo argumental.

 

 

Fue muy bien acogida por el público, y crearía un estilo que sería típico en los primeros filmes sobre la vida del Señor: imágenes estáticas, fácilmente identificables por el público, plasmadas con un tono solemne que invitaba a la contemplación de cada escena.

En esta línea pictórica se inscribió también The Passion Play of Oberammergau (1898), un retrato de la pasión y muerte del Señor dirigido por Henry Vincent, que compitió duramente con el anterior filme de los Lumiére. El título hace referencia a una representación multitudinaria que, cada cierto tiempo —desde 1634—, lleva a cabo el pueblo entero de Oberammergau, en Baviera, durante la Semana Santa.

El propósito de Vincent era grabar esa gran puesta en escena, con centenares de actores, cantantes e instrumentistas; pero la siguiente escenificación no iba a tener lugar hasta el año 1900, así que escribió su propia historia de la Pasión y, con ayuda de Richard Hollamen y Albert Eaves, filmó la película en el museo de cera y en el Gran Central Palace de Nueva York. Fue una de las primeras películas que requirió la construcción de decorados. Y su estreno fue muy aclamado, debido en parte a la orquestación musical, coro incluido, que acompañaba a la proyección.

Por aquellas fechas, la productora católica Bonne Press encargó a Léar y a un hermano de las Escuelas Cristianas, llamado Basile, otra película sobre Cristo. Se rodó en 1897 y se tituló La Passion du Christ. Los intérpretes eran aficionados y el rodaje se llevó a cabo en un salón de la calle Felicien, de París. Nuevamente, la intención primordial de la cinta —más que contar una historia— era retratar algunas escenas conocidas de la muerte del Señor. Y, lastrado por un excesivo didactismo, el filme no terminaba de funcionar. A pesar de que las interpretaciones resultaron bastante pobres, la película tuvo cierta notoriedad y fue utilizada por entonces como vehículo de catequesis religiosa.

Al doblar el siglo, el interés por contar la vida de Jesús se acrecienta. En 1903, y en la misma línea de lo que intentara Henry Vincent, un productor americano decidió filmar la representación de la pasión y muerte de Cristo que todos los años, desde 1816, tiene lugar en Horitz (Bohemia), durante la Cuaresma. Con cerca de 300 figurantes, un mes de ensayos y casi cuatro horas de duración, era ya entonces una escenificación muy conocida.

El filme resultante, Life and Passion of Christ, se beneficia de sus enormes recursos de producción y muestra en pantalla a decenas de actores que gritan, vuelven el rostro o agitan los brazos al paso de Jesús. Pero la ausencia de primeros planos nos recuerda con demasiada frecuencia que estamos asistiendo a una representación teatral. Por otro lado, al contar la historia de forma sincopada —en apenas diez minutos— deja poco margen para que el espectador se meta de lleno en el drama del Calvario.

Finalmente, en 1907, la casa Pathé produjo la película más famosa de todo este periodo. Inicialmente, era un proyecto más bien modesto. Con guión y dirección de Ferdinand Zecca y con fotografía de Segundo de Chomón, recogía tan solo una serie de estampas sobre la muerte de Cristo, y en 1902 se estrenó en las salas con el título La Passion de Notre-Seigneur Jésus Christ. El público acogió el filme con entusiasmo, y Zecca decidió entonces ampliar el proyecto, escribiendo un guión más amplio que abarcaba la vida entera de Jesús.

Entre 1903 y 1906, filmó otras escenas que incorporó a las ya rodadas; y al final, la cinta contenía 37 cuadros aislados de la vida de Cristo, divididos en cuatro capítulos: Nacimiento, Infancia, Predicación y Pasión y muerte. Una vez concluida, Pathé decidió colorear la película a mano, fotograma a fotograma, para darle mayor realce. El resultado, Vie et passion du Christ(1907), tuvo una duración extraordinaria para la época (44 minutos).

Pero esos seis años de esfuerzo merecieron la pena: el filme causó una fuerte conmoción en el público y se mantuvo en los cines durante meses. Veinte años después, seguía exhibiéndose en algunos salones y se enviaban copias a las misiones de África y Asia con una clara intención catequética. El estilo visual es muy pictórico, con estampas más bien estáticas y solemnes. Algunas de sus imágenes se inspiraban en cuadros famosos. Así, la escena en que María y José descansan durante la huida a Egipto, es una composición casi idéntica al que pintó Luc Olivier en 1879 (“Rest on the flight to Egypt”).

 

 

 

EL INICIO DE LOS GRANDES FILMES

 

A partir de 1912 las películas sobre la vida de Jesús abandonan el estilo paisajista de filmes anteriores y desarrollan historias más elaboradas, con una atención mayor a la continuidad narrativa y al diseño de personajes. Para ello, los nuevos cineastas adaptan a la pantalla las novelas piadosas de aquella época o inventan escenas que completan lo narrado en los textos bíblicos.

 

 

Los Evangelios no son ya la única fuente para contar la vida del Señor: porque más que la traslación literal de unos pasajes, lo que interesa es el sentido global que una película refleja. Con todo esto, se alarga la duración de las cintas; y, al mismo tiempo que mejoran los guiones, mejoran también las condiciones de producción: se logran decorados e interpretaciones de mayor calidad.

El primer fruto de esta nueva tendencia es la película italiana Christus(1915), escrita y dirigida por Giulio Antamoro. Este aristócrata, que también patrocinó la cinta, supo introducir en el guión elementos de interés dramático. Las escenas del Señor con Judas, por ejemplo, ponen de relieve el amor que Jesús ofrece a su discípulo y que éste rechaza desesperado; y las que mantiene con Poncio Pilatos revelan un pulso narrativo hasta ahora inusitado, a la par que subraya la autoridad moral de Jesús frente a la debilidad del gobernante.

La película ha sido considerada como la cumbre del cine religioso italiano en la época muda. Y fue, además, muy importante por la calidad de su producción: rodada en escenarios de Palestina y Egipto, y con una duración de más de hora y media, es un claro ejemplo de “cine de calidad”.

 

Gólgota (1935), de Julien Duvivier

Gólgota (1935), de Julien Duvivier

 

Animado por este precedente, Griffith desarrolló también su propia historia de la Pasión en su monumental Intolerancia(1916). Construida de forma alternada, la película desarrolla cuatro historias independientes que sólo coinciden en la temática de fondo: la intolerancia social y religiosa. Así, junto a la represión sangrienta de una huelga en 1912, la destrucción de Babilonia a manos de Ciro y la masacre de los hugonotes el día de San Bartolomé, Griffith quiso contar también el martirio y crucifixión de Cristo a manos de los judíos.

Su puesta en escena es muy cuidada, con precisos emplazamientos de cámara y un ritmo narrativo creciente que introduce al espectador en el drama. A medida que Cristo se acerca al Calvario, se alternan los planos de quienes le increpan y quienes le ayudan, en un montaje paralelo de enorme interés psicológico. Según han visto los críticos contemporáneos, fue una de las representaciones de la Pasión más importantes de la época muda.

 

 

En la década de los años veinte, hay una floración de películas sobre Jesús que están basadas en obras literarias. En 1923, Robert Wiene filmó I.N.R.I. a partir de una novela poco conocida de Peter Rosegger, y puso al servicio del dramatismo de la Pasión una fotografía dura y contrastada, típica del expresionismo alemán. Dos años más tarde, Fred Niblo llevó a la pantalla Ben-Hur, según la famosa novela de Lewis Wallace. Y en 1932, Cecil B. DeMille dirigió una nueva versión de El signo de la Cruz, la obra teatral más conocida de Wilson Barrett.

DeMille es, sin duda, el revalizador que llevó el cine religioso a las más altas cotas del arte cinematográfico, pues construyó sus películas con un notable sentido épico, dotándolas de espectacularidad, y con un formidable despliegue de medios. Sobre todo, acercó la temática religiosa tanto a creyentes como a agnósticos. Llegó a decir que “es para nosotros un deber utilizar la técnica del cine para comunicar nuestra fe”.

Así, en 1923 filmó Los diez mandamientos, de la que haría un remake aún más espectacular en 1956. Y, cuatro años más tarde, realizó la gran película sobre Jesús de la época muda: Rey de Reyes (1927), organizada también como una gran superproducción. El argumento arranca en la casa de María Magdalena, una cortesana a la que vemos airada por la ausencia de Judas Iscariote. Enterada de que se ha unido a un carpintero de Nazareth, acude en su busca, decidido a arrebatárselo.

Pero al entrar en su casa, oír sus palabras y ver los milagros que realiza, sufre una profunda conversión y salen de ella los siete demonios que la atenazaban. Junto a ese pasaje, resulta conmovedora también la escena en que una niña ciega pide a gritos que le lleven ante Jesús; todos le miran, nadie se atreve a molestar al Maestro, pero él se da cuenta, va hasta ella y la cura. Henry B. Warner en el papel de Jesucristo, y Dorothy Cumming en el de la Virgen, llevan la voz cantante en un filme de enorme riqueza interpretativa.

 

El Judas (1952), de Ignacio Iquino

El Judas (1952), de Ignacio Iquino

 

Un filme distinto, que se aparta de las grandes producciones de Hollywood, es la modesta película francesa titulada Gólgota (1935), dirigida por Julien Duvivier. Interpretada por Robert Le Vigan, y siguiendo escrupulosamente el Evangelio de San Mateo, presenta un Jesús más humano, más próximo a los hombres que en otros filmes precedentes.

Esta imagen no gustó en Gran Bretaña, donde se suprimieron las secuencias en las que aparecía la figura del Maestro, por un respeto típico del puritanismo que llevaba a una presentación indirecta del Hijo de Dios. La consolidación de esta tendencia quedaría reflejada en muchos filmes posteriores, que muestran la presencia de Jesús tan solo por algún signo externo: una sombra, una mano, la iluminación de los oyentes, etc.

En la década de los cincuenta, en España se ruedan varias películas sobre el tema de la traición de Judas; entre ellas, cabe destacar una de Ignacio F. Iquino: El Judas(1952), y dos muy logradas de Rafael Gil: El beso de Judas(1953), con Rafael Ribelles en el papel del traidor; y El canto del gallo(1955), con un jovencísimo Paco Rabal. Esta cinta es, en realidad, la actualización del relato evangélico a nuestro siglo y a la Hungría comunista, en la que un sacerdote católico es traicionado por un antiguo compañero del seminario.

 

 

HOLLYWOOD APUESTA POR EL ESPECTÁCULO

 

En Hollywood y a principios de los cincuenta, vuelve el cine religioso con todo el esplendor de antaño: grandes estrellas, impresionantes decorados y una espectacularidad que recuerdan aquella primera época de DeMille. Son películas llenas de pietismo y sensibilidad, aunque sólo parcialmente tratan sobre la vida de Cristo.

En ellas, Jesús aparece casi siempre en solitario y frecuentemente de espaldas. Por tradición puritana o por miedo a no reflejar adecuadamente su imagen, el rostro del Señor es hurtado a la mirada de los espectadores y aparece distante, como en un trasfondo misterioso.

 

 

 

De esa época es la cinta Quo Vadis? (1951), remake de un filme italiano de 1912, que narra la huida de Pedro de la Ciudad Eterna durante la persecución a los cristianos. Dos años más tarde Henry Koster rueda La túnica sagrada (1953), la primera película filmada en Cinemascope, que obtuvo cinco candidaturas a los Oscar, incluidos los de mejor película y mejor actor (Richard Burton).

Burton interpreta a Marcelo Gallo, el centurión romano encargado de supervisar la crucifixión, cuya vida cambia para siempre cuando, al pie de la cruz, gana la túnica de Cristo en un juego de apuestas. Su acertada narración, y un reparto selecto que incluye a Victor Mature y Jean Simmons, hacen de ella una de las películas religiosas más renombradas de la historia del cine, aunque sólo tangencialmente nos habla de Cristo.

Todavía en la década de los años cincuenta, aparece Ben-Hur (1959), una gigantesca producción de casi cuatro horas, remake del filme de Niblo, que batió todos los récords de taquilla en el mundo entero y llegó a ser la cinta más oscarizada de la historia: once estatuillas, incluyendo las de mejor película, mejor director (William Wyler) y mejor actor (Charlton Heston).

El personaje de Judá Ben Hur, injustamente condenado a galeras, encuentra ayuda y consuelo en un Jesús de Nazareth al que nunca llegamos a ver (tan sólo su sombra, o de espaldas, o de muy lejos), y con el que volverá a encontrarse en la subida al Calvario y en las escenas de la crucifixión: un encuentro que le permitirá convertirse, volver a la fe perdida y recuperar a su madre y a su hermana, enfermas de lepra.

 

 

En el primer lustro de los años sesenta, continúan las superproducciones norteamericanas sobre la vida del Señor. En 1961 Nicholas Ray produce su inolvidable Rey de Reyes, rodada en su mayor parte en España con la dirección artística de Gil Parrondo.

Inspirada más en los libros de Tácito que en los Evangelios, sitúa la vida de Jesús en el contexto político de la dominación romana, y en ella Ray aprovecha para ilustrar sus temas favoritos: el debate interior del hombre entre acción y contemplación, el inconformismo frente al orden establecido, la libertad como guía personal.

Con todo, es respetuosa con las Escrituras y fiel al mensaje de Cristo. Al año siguiente, Richard Fleischer dirige Barrabás (1962), basada en una novela de Par Lagerkvist. La historia se centra en el personaje del malhechor (interpretado por Anthony Quinn) que fue liberado por Poncio Pilato en lugar de Jesús.

Esta figura del ladrón nos es presentada con realismo, como un hombre violento y asesino, pero cuya existencia queda marcada para siempre por la obsesión de que un hombre bueno, al que muchos creían Hijo de Dios, sufrió la muerte miserable a la que él estaba condenado.

El ciclo se cierra tres años más tarde, con la aparición de La Historia más grande jamás contada(1965), de George Stevens, que alcanzó enorme popularidad y obtuvo cinco nominaciones a los Oscars. Max von Sydow, como protagonista, creó una imagen un tanto mística y atormentada de Jesús, con los ojos mirando al infinito y una extrema solemnidad en el hablar, que influyó muchísimo en las futuras representaciones de Cristo.

Con esta película terminó la etapa de las grandes superproducciones. Habrían de pasar varios años antes de que Jesús volviera a las pantallas de cine. Pero entonces lo haría de otro modo, con otra imagen, con otra significación. Es una visión distinta, más hippie, más humana y sociopolítica, la que el cine de los setenta ofrecerá sobre la vida de Cristo.

 

 

¿UN JESÚS REVOLUCIONARIO?

 

Un aviso de que los tiempos estaban cambiando fue la película El Evangelio según San Mateo (1964), del director Pier Paolo Pasolini, que trataba de aunar, en el relato, la visión católica y la marxista. Con muy pocos medios, la cámara al hombro y actores no profesionales —en el mejor estilo del cinema verité—, el director italiano trató de ofrecer una imagen más austera —acorde con los Evangelios— de la biografía de Cristo; más austera y, por tanto, menos edulcorada que las precedentes.

 

 

Por eso la ambientación, entre medieval, bizantina y renacentista, es deliberadamente simbólica. Siguiendo al pie de la letra el Evangelio de San Mateo —aunque hurtando dos pasajes claves de ese texto: la designación de Pedro como cabeza de la Iglesia, y el discurso sobre el Juicio final—, Pasolini rodó una de las versiones más celebradas por la crítica, aunque ambigua en su retrato del Señor.

Después de esta película, y con el agitado mar de fondo de los sesenta, los productores juzgaron que no era el momento para películas de corte religioso. El estallido de mayo de 1968, y las protestas en la Plaza de San Pedro contra la Humanae Vitae, hicieron que algunos guiones sobre la vida de Jesús se guardasen en el baúl de los recuerdos, a la espera de mejores oportunidades.

Habría que cruzar el umbral de los setenta, para que el rostro de Jesús volviera a reflejarse en las películas sin temor a un rechazo laicista. Pero el rostro que ahora aparece es bien distinto del anterior. Se trata de una aproximación más terrena, centrada en el mensaje social de un Mesías temporal, más bien un revolucionario, que surge en las pantallas fruto de una nueva sensibilidad religiosa.

El Jesús de los setenta se nos muestra siempre deliberadamente ambiguo: ¿es Dios, es un rebelde o es un farsante? No lo sabremos. Sólo se nos muestra que Jesús, no obstante su firmeza y capacidad de liderazgo, parece ir como dando tumbos, a la búsqueda de su identidad.

 

 

La primera de estas películas fue Jesucristo Superstar (1973), dirigida por Norman Jewison y basada en un musical de Andrew Lloyd Weber. Con un Jesús escasamente redentor, que flirtea con María Magdalena y basa su mensaje en los buenos sentimientos, la película consagró esa imagen hippie de Jesús, una imagen contestataria y anti-stablishment que quedaría grabada en la mente de toda una generación de jóvenes.

Lo más llamativo de ella es que Jesús no aparece como Dios, sino como un líder, como una “súper-estrella”. De ahí que el tema central de la cinta, tanto narrativo como musical, sea la pregunta sobre su identidad: “Jesus Christ, Jesus Christ, / who are you? What have you sacrificed?”. Pregunta que Jesús esquiva durante todo el metraje y que queda finalmente sin respuesta, aún más oscurecida por la omisión del pasaje de la Resurrección.

La segunda película, que siguió la estela de su predecesora, fue Godspell (1973), de David Green. Inspirada en Jesucristo Superstar, pero de producción más modesta, su mensaje resultó muy similar en todos los terrenos: ideológico, artístico, etcétera. Al enorme parecido formal —era también una adaptación al cine de una obra musical— se unía una misma imagen de Jesús, rebelde e inconformista.

 

 

Y aunque estaba basada en el Evangelio de San Mateo, acabó siendo una mera ilustración, con canciones, de algunos pasajes de ese texto. Los protagonistas eran jóvenes rebeldes ambientados en el moderno Manhattan.

Finalmente, en 1975 se estrenó en París la película italiana El Mesías, de Roberto Rossellini. La cinta fue muy poco valorada como cinta religiosa, ya que el neorrealismo del director italiano le lleva a tratar a Jesús desde una perspectiva meramente humana, olvidándose de los milagros y de casi todas las referencias sobrenaturales. La figura que ofrece de Jesús es la de un “Maestro sabio”, de cuya palabra —más que de su vida o de sus acciones— procede la fuerza redentora, la trascendencia y el sentido de realizar una misión divina como Enviado del Padre.

 

 

RESPUESTA DE LA FE Y MÁS POLÉMICAS

 

Después de estas películas, que humanizaron y distorsionaron la figura de Jesús, surgió en algunos ambientes la necesidad de ofrecer una visión más fiel de su vida y su doctrina.

 

 

La gran contestación a todas esas cintas anteriores fue una gran producción europea (italo-británica: la RAI y la televisión inglesa unidas) dirigida por Franco ZeffirelliJesús de Nazareth (1977). La película, cuyo proyecto empezó a fraguarse en diciembre de 1973, tardó más de tres años en llevarse a cabo. Ya sólo el rodaje, entre Marruecos y Túnez, se alargó durante dos años, y en su producción colaboraron varias empresas multinacionales.

La brillante puesta en escena del director encontró su réplica en el personaje de Jesús, interpretado por un Robert Powell bastante convincente, aunque algo almibarado para algunos críticos. Ciertamente, la verdadera fuerza de la película reside en los retratos de los apóstoles, plasmados con gran realismo.

Fue una cinta muy alabada por la Iglesia católica italiana, que la recomendó a sus fieles, mientras era rechazada por puritanos norteamericanos, que la acusaban de mostrar a un Jesús demasiado humano. Para la inmensa mayoría, fue la más completa y hermosa biografía de Jesús hasta esa fecha: por su delicada fidelidad a los Evangelios y por el amable retrato del Redentor.

En la década de los ochenta, dos películas sobresalieron sobre todas las demás. En 1986 se estrena Una historia que empezó hace dos mil años (1986), del italiano Damiano Damiani. En ella, el emperador Tiberio envía a Palestina a su funcionario Tauro para investigar qué fue del cuerpo de Jesús de Nazareth, “crucificado varios años antes y del que corre la historia de que ha resucitado”.

Pretendía ser una reflexión objetiva sobre el misterio de la Resurrección de Cristo, pero el filme no acaba de convencer desde el punto de vista artístico: intérpretes poco convincentes, realización pobre...

 

La otra película de esta década es La última tentación de Cristo (1988), de Martín ScorseseDeliberadamente polémica, basada no en los Evangelios sino en la novela de Kazantzaki, el argumento se aleja de un Mesías divino y opta por dibujar un Jesús humano, débil y sometido a tentaciones, e inmerso en la duda acerca de su divinidad.

Plantea lo que hubiera sucedido si no hubiera sido Dios; si —en la cima del Gólgota— su misión hubiera terminado y se convirtiera en un hombre de carne y hueso. No hay ya crucifixión, ni Redención, y sí una vida humana con esposa e hijos, con dolor, miedo e incluso con pecado. En síntesis, una película iconoclasta, enfrentada con el dogma cristiano, que sólo consiguió lo que pretendía: el escándalo.

Al año siguiente, apareció otra “interpretación” polémica de la vida de Cristo: Jesús de Montreal (1989), dirigida por Denys Arcand. Esta cinta trasladaba el relato evangélico a nuestra época, planteando el intento de un joven actor —se le supone en el lugar de Jesús— de poner en escena el relato de la Pasión en los jardines de una basílica canadiense.

El filme quedó apenas en una caricatura de la vida del Señor por la visión ácida y escéptica —fuertemente crítica con la Iglesia— que impregna todo el guión: más que la vida de Jesús, lo que vemos en pantalla es una amarga denuncia del materialismo de nuestra sociedad y del fariseísmo de algunos eclesiásticos.

Tras estos dos filmes, que provocaron ríos de tinta en las publicaciones de la época, la vida de Jesús desaparece del cine durante una década. Para encontrar los siguientes proyectos habrá que esperar hasta el final del milenio; pero entonces aparece una nueva imagen de Jesús.

 

 

Ya no es el Jesús lejano, hierático y excesivamente solemne (para subrayar su divinidad) que vimos en los años cincuenta y sesenta. Tampoco el revolucionario, dubitativo y excesivamente humano que vimos en los setenta y ochenta. A las puertas del tercer milenio, la nueva imagen de Cristo pretende ser más equilibrada: un fiel reflejo de su doble naturaleza divina y humana.

 

 

NUEVA IMAGEN: JESUCRISTO, DIOS-HOMBRE

 

El primer indicio de esta nueva tendencia en las películas que muestran la vida de Jesucristo vino de la mano de Ettore Bernabei, un productor italiano que había dirigido la RAI durante un decenio y que en 1991 inició un gigantesco serial sobre la Biblia (21 miniseries), que ha recibido premios en todo el mundo.

Como punto culminante de ese gran proyecto, en 1999 produjo con la CBS americana la miniserie dedicada a la vida de CristoJesús (1999), de cuatro horas de duración, dirigida por Roger Young e interpretada por Jacqueline BissetJeremy Sisto y Debra Messing, contiene secuencias de gran fuerza y originalidad, entre las que destacan las tentaciones en el desierto, el Sermón de la Montaña, la elección de los Apóstoles y la Última Cena.

El filme acentúa los aspectos más humanos de Cristo: un Jesús que ríe, bromea, ama y sufre, pero muestra también un Jesús que cura enfermos, proclama un mensaje divino y muere en la Cruz para redimir a todos los hombres.

 

 

 

Casi al mismo tiempo, se estrenaba en los Estados Unidos una película de animación, dirigida por Stanislav Sokolov, titulada El hombre que hacía milagros (2000). Muy fiel a los Evangelios, la historia está narrada desde el punto de vista de una adolescente: la hija de Jairo, a la que Cristo resucita en una escena conmovedora.

Se trata de un filme arriesgado, que exigía aunar a un sofisticado desarrollo informático las técnicas tradicionales de animación manual, y que sorprendió a la crítica por la sencilla emotividad de su puesta en escena. Fue realizado por Icon Productions, la empresa de Mel Gibson, un conocido actor que tenía muchos motivos para querer contar la vida de Jesús. De hecho, hacía tiempo que estaba preparando el gran proyecto de su vida: La Pasión de Cristo, que finalmente se estrenaría en Cuaresma de 2004.

Cuando Mel Gibson anunció que iba a rodar una película sobre las doce últimas horas de Jesús, con todo el horror de la flagelación, y en las dos lenguas de la época (latín y arameo), le llovieron toda suerte de críticas. Muchos consideraron que el proyecto era una locura, algo completamente destinado al fracaso; algunos dirigentes judíos, amparados en un guión tergiversado, lo tacharon de antisemita; y algunos cineastas de Hollywood le acusaron de retrógrado y de violento.

Pero Gibson, que a mediados de los noventa se había visto tocado por una profunda conversión espiritual, estaba decidido a hacer su película. Así que puso de su bolsillo los 30 millones de dólares que iba a costar producirla, reunió al equipo necesario y convenció a la jerarquía católica y a las autoridades judías de que su proyecto no iba contra nadie:

“En mi película, todos los personajes buenos son judíos: Jesús, la Virgen, María Magdalena, Simón de Cirene, la Verónica, los apóstoles. No hay nada en ella que deje en mal lugar al pueblo judío”.

 

 

 

Respecto a la violencia de escenas como la flagelación, señaló: “La pasión de Cristo fue así. No hay nada de violencia gratuita en esta película. (…) Nos hemos acostumbrado a ver crucifijos bonitos colgados de la pared. Decimos: ‘¡Oh, sí! Jesús fue azotado y torturado, llevó su cruz a cuestas y le clavaron en un madero’, pero ¿quién se detiene a pensar lo que estas palabras significan?”.

Gibson quiso mostrar ese sufrimiento y su significado, el amor, y el frente laicista de Hollywood se le echó encima. En referencia a esas críticas, James Hirsen escribió un artículo titulado “Católicos de W.C.” en el que afirmaba: “Si eres católico, sólo puedes sobrevivir en Hollywood si te olvidas de tus creencias o las guardas para cuando estás en casa. Si las pregonas, si las llevas a la pantalla y no te conformas con ser ‘católico de W.C.’, entonces no tienes futuro allí”.

La película mostraba la divinidad de Jesús y la presencia del diablo en ese largo Via Crucis, pero también su humanidad doliente, y —gracias a fugaces pero emotivos flash backs— el amor a sus discípulos, la dulzura con su madre, la sencillez de un artesano. Lo más impresionante fue el impacto que el filme produjo en las audiencias.

Algunos casos fueron especialmente llamativos, como el de un neonazi noruego que a la salida del cine confesó haber participado en dos atentados con bomba. Otros muchos fueron publicados en la web de la película: testimonios impresionantes de gente que, tras ver la cinta, se reconciliaba con su familia, volvía con su mujer, rehacía su vida o pedía perdón a hermanos con los que ya no se hablaba.

 

Las últimas películas sobre Cristo han continuado esta misma tendencia de compaginar la divinidad con la humanidad de Cristo, y han logrado también audiencias notables. En las Navidades de 2005 se estrenó en todo el mundo un modesto filme español de animación, Los Reyes Magos (2003), que alcanzó resonancia internacional al ser distribuido por Disney-Buena Vista.

Coproducido por AnimagicstudioCarrère Group y Telemadrid, en la versión original pusieron voz a los Magos José CoronadoJuan Echanove e Imanol Arias; en el doblaje americano participaron actores de la talla de Martin Sheen y Emilio Estevez.

En esta misma línea, en diciembre de 2006 llegó a las pantallas La Natividad, de Catherine HardwickBien documentada históricamente, el filme recrea con acierto los escenarios, vestuario y utillaje de la época en que nació Cristo, así como las costumbres, rutinas y ambientes de un poblacho de la Judea de entonces, pero falla en el dibujo de personajes.

 

 

Sobre todo, el de la Virgen, que aparece siempre tímida e introvertida, sin apenas relación con el entorno. Su expresión es con frecuencia asustada, apesadumbrada o triste, sin atisbo de la alegría interior de quien —en su humildad— sabe que el Espíritu Santo le ha cubierto con su sombra y va a ser la Madre de Dios: nadie diría, desde luego, que es la Inmaculada, la llena de gracia. Por contraste, el personaje de José resulta más atractivo y coherente, y hasta parece más virtuoso que su esposa.

El filme tiene pasajes ciertamente notables (el largo y penoso viaje a Belén, el encuentro con el pastor, el retrato cariñoso de Isabel), pero chirría en las escenas centrales: la confusa Anunciación, la reticencia de María a casarse con José, la escasa solemnidad de ese compromiso, la omisión de las palabras de la Virgen en la Visitación.

Sin duda, el filme ha hecho mucho bien a mucha gente, pero su visión excesivamente “etnográfica”, que desdibuja el sentido sobrenatural de la Encarnación, puede molestar a quienes conozcan con cierta profundidad los Evangelios.

Finalmente, en 2007 se estrenó un filme de Guilio Base, L’inchiesta (En busca de la tumba de Cristo), con participación de Daniele LiottiMónica CruzHristo Shopov —rescatado de La pasión—, Fernando GuillénMax von Sydow y F. Murray Abraham. Esta producción italo-hispano-bulgaro-norteamericana, también pensada para el consumo televisivo, se sitúa en al año 35, poco después de la muerte y resurrección de Jesús. Habiendo tenido noticia de los extraños fenómenos que siguieron a la crucifixión (oscurecimiento del sol, temblores de tierra, etcétera.), el emperador Tiberio encomienda al tribuno Tito Valerio una investigación discreta de esos sucesos.

 

 

Acompañado de su esclavo, el tribuno realiza esa tarea con rigor, a pesar de los obstáculos que interponen Poncio Pilato, los fariseos y los sumos sacerdotes. Mientras indaga, descubre poco a poco el atrayente mensaje de Cristo y el encomiable estilo de vida de sus discípulos; a la vez, se sentirá atraído por Tabita, una joven judía seguidora de Jesús.

Deudora de tramas clásicas de los primeros cristianos (Quo vadis?Ben-Hur), es una muy digna realización que aúna respeto y originalidad en ese retrato humano y divino de la figura del Redentor.

Hasta aquí el repaso a los filmes que, directa o indirectamente, se han ocupado de la vida de Cristo. En este rápido elenco, podemos distinguir tres tipos de producciones: películas-reportaje, que registran con asepsia una representación popular; películas-compromiso, que plasman el testimonio o la piedad de un director; y películas-espectáculo, diseñadas con gran presupuesto y concebidas para el gran público.

A su vez, la representación de Cristo oscila entre una posición de distancia, que lleva a mostrar a un Jesús divino, pero escasamente humano (hierático, serio, solemne; casi siempre vuelto de espaldas) y una posición crítica, que muestra a un Jesús revolucionario, preocupado por la justicia social, ignorante de su divinidad y proclive a las debilidades humanas.

Últimamente, sin embargo, parece haberse impuesto un acercamiento más equilibrado: las películas nos muestran a un Jesús que es Dios y Hombre al mismo tiempo, que hace milagros y proclama un mensaje divino, pero que es también capaz de sonreír, de llorar, de amar. Y esta es la visión que ha terminado por convencer al público.

En todo caso, una historia como la de Cristo será siempre “la historia más grande jamás contada”: el reto más difícil para un director que desee contar en imágenes una Vida que da sentido a todas las demás.

 

Presentamos un magnífico artículo de Alfonso Méndiz  publicado en la revista Nuestro Tiempo (marzo 2008), acerca de los distintos filmes que se han realizado sobre Jesucristo a lo largo de la Historia.

 

El sello data del reinado del emperador bizantino Focas (602-610)

Un sello único con la imagen de la Madre de Dios ha sido descubierto durante las excavaciones arqueológicas cerca de Burgas en Bulgaria, informa Sedmitza.ru con referencia al periódico Standar búlgaro.

La imagen de Santa María (Theotokos) con el Niño Jesús está grabada en el sello de estaño redondo, con cruces ortodoxas en ambos lados. Los arqueólogos consideran que este hallazgo es muy valioso ya que hasta ahora solo se han descubierto tres sellos similares.

Con él se descubrieron siete monedas de bronce, que datan del reinado del emperador bizantino Focas (602-610). El hallazgo se realizó durante las excavaciones en la península de Foros, en el sitio de una antigua fortaleza, que había aparecido en el período de la Antigüedad tardía.

 

 

 

Pravoslavie.ru

magnifiercrosschevron-down