De aspirante a "pastora presbiteriana" a fiel hija de la Iglesia católica - Kimberly Hahn

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La conversión de Kimberly Hahn, esposa de Scott Hanh

De aspirante a "pastora presbiteriana" a fiel hija de la Iglesia católica

Presentamos el testimonio de conversión de Kimberly Hahn, esposa del conocidísimo teólogo y escritor norteamericano Scott Hahn. 

Scott Hahn era un pastor presbiteriano. Tras su conversión al catolicismo, también su esposa Kimberly se convirtió. Juntos escribieron un libro, «Roma, dulce Hogar», en el que comparten la historia de conversión, libro que sido leído por millones de personas en todo el mundo, haciendo un bien enorme. Pero su camino hacia la Iglesia católica no fue nada fácil, de manera especial para Kimberly que, tras la conversión de su esposo, vivió momentos muy amargos.

Kimberly Hahn nació en un hogar presbiteriano en el que la fe formaba parte esencial de la vida de la familia. Su padre, Jerry Kirk, era un pastor protestante que, como ella dice: «Me alimentaron con la Palabra de Dios a la misma vez que me dieron de comer guisantes y patatas. Teníamos una vida común de oración y fe». Nunca en su vida puso en duda la fe de sus padres, pero hubo un momento en que su fe de niña sufrió una profunda transformación: «Estaba en séptimo grado cuando oí un sermón muy fuerte sobre la cruz. Decía que eran mis pecados los que habían clavado a Jesús en la cruz. Esto me tocó profundamente. Tuve una conversión profunda, una conversión del corazón». Kimberly ardía en deseos de hacer lo mismo que veía hacer a su padre: ser una «pastora» protestante: «Terminé el instituto con la intención de ir a la universidad y, después, ir al seminario para ser pastora».

En su tercer año en la universidad conoció a un chico que se llamaba Scott Hahn. Scott, con otros jóvenes protestantes, la desafiaban preguntándola: «¿Dónde dice la Biblia que la mujer puede ser ordenada?». Kimberly confiesa: «Mi padre era pastor en una denominación protestante liberal. Él estaba feliz de que yo quisiera ordenarme». Poco antes de terminar la universidad comenzó a salir con Scott. Kimberly pensaba: «Bueno, no creo que Dios me esté llamando a algo que él no permita, pero todavía puedo ser la esposa de un pastor». La joven pareja era bastante reacia con respecto de la Iglesia católica, de manera especial Scott que, formado en la fe calvinista, estaba convencido de que el Papa era el anticristo y todos los católicos unos idólatras.

Kimberly y Scott se casaron al final del verano y continuaron sus estudios en el Seminario Gordon Conway. Allí, Kimberly descubrió que la mayor parte de los métodos anticonceptivos, son abortivos. Pero, en su grupo de trabajo, un compañero afirmó que solo los católicos rechazaban los métodos preventivos, y que lo hacían por dos razones: «Primero: porque el Papa no estaba casado. Y segundo: porque su objetivo era aumentar lo más posible el número de los católicos en el mundo». A Kimberly le parecieron razones absurdas, pero su compañero respondió: «Si quieres saber lo que piensan los católicos y por qué, investígalo tú misma. A mí no me interesa para nada». Kimberly aceptó el reto: «Encontré la Humanae Vitae y un libro muy del doctor Kippley llamado “El control de la natalidad y la alianza matrimonial”. John Kippley, en su libro, daba un montón de argumentos en los que yo nunca había pensado, de porqué los anticonceptivos van en contra del matrimonio y en contra de la vida. En particular, su explicación de la ley natural —que nunca había escuchado antes— creo que es de los argumentos más fuertes que existen».

Kimberly cayó en la cuenta de que Scott y ella nunca le habían preguntado al Señor su opinión con el tema de los hijos que debían tener, y cuándo tenerlos. Consideraban un deber cristiano usar anticonceptivos. Kimberly y Scott daban al Señor todo su corazón, mente y alma. Daban el diezmo de lo que ganaban, no estudiaban los domingos para dedicarlos al servicio del Señor, querían honrar al Señor, pero «cuando se trató de nuestros cuerpos, hicimos esa cosa tan americana de: “Perdóname, Señor. Aquí mando yo”. Y pensé: “¿Dónde queda el señorío de Cristo en mi vida, cuando yo digo que mi fertilidad depende de mí? ¡Qué arrogancia no ceder a él!».

Kimberly confió a Scott su reflexión y su preocupación por no estar dándole al Señor todo, absolutamente todo. Su esposo no podía creerse donde había llegado el estudio de su esposa sobre los anticonceptivos. Kimberly descubrió que antes de 1930 ninguna denominación protestante permitía los anticonceptivos. La Conferencia Lambeth de los Anglicanos en Inglaterra fue la primera en aprobarlos en casos extremos, para salvar la vida de la madre. Pero, poco tiempo después, casi todas denominaciones protestantes pasaron a ser, no solo pro-anticonceptivos, sino pro-aborto. Y, sin embargo, Lutero, Calvino y Zwinglio habían estado absolutamente en contra de los anticonceptivos: «Caí en la cuenta de que la tradición de mi fe protestante, antiguamente, estaba abierta a la vida y en contra de los anticonceptivos».

Scott y Kimberly tomaron de decisión de dejar de usar anticonceptivos. Ella escribió en su diario: «No sé si estoy loca por Cristo o simplemente loca, pero: “Señor, te vamos a seguir”. Y cambió algo muy importante». Un día, Kimberly preguntó a su esposo: «Esta Iglesia, la Iglesia católica, que se atreve decir la verdad sobre el tema de los anticonceptivos… ¿No te hace pensar que hay algo más aquí que no estamos viendo?» Pero la respuesta de Scott fue: «Incluso un cerdo ciego puede encontrar una bellota. No hay que pensar más».

Aparentemente no pensaron más en ello, pero años más tarde, el mismo Scott reconoció: «El abrirnos a la vida y vivir en conformidad con la verdad, algo que solo la Iglesia católica enseñaba fielmente, tuvo en nosotros un impacto muy fuerte, y nos abrió el corazón». Kimberly y Scott todavía tenían un largo camino a recorrer antes de llegar a la conversión, pero ese gesto tuvo un impacto grande en ellos.

Scott fue profundizando sus estudios sobre liturgia, hasta el punto de plantearse el paso a la Iglesia episcopaliana. Kimberly lloraba. Su padre era un pastor presbiteriano, su tío era un pastor presbiteriano, su hermano estaba estudiando para llegar a ser un pastor presbiteriano, Scott mismo era un pastor presbiteriano, y ella quería seguir siendo presbiteriana. Pero fue aún peor cuando, un año después, Scott le dijo: «Tengo que decirte que, a lo mejor, nos estamos encaminando hacia la Iglesia católica». Kimberly reaccionó al momento: «Yo no estaba de broma cuando le dije: “Por favor, ¿podemos ser episcopalianos?” Porque pensé que no podría soportarlo: “¡Católicos no!” Fue tan traumático. Yo ya tenía mi master en teología, había tenido nuestro primer bebé y estaba embarazada del segundo, y él empezó a decirme que no son dos sacramentos, que son siete, y empezó a rezar el rosario, lo cual era impensable para mí». «Una noche, yo me fui a la cama temprano. Él entró y me dijo —estaba rebosando de todo lo que había descubierto en sus estudios— y me dijo: “¿Sabes que ahora mismo estamos rodeados por María y por los santos y por los ángeles?” Y lo único que pude decirle fue: “Eso no. ¡En mi habitación no!”»

Scott comenzó sus estudios de doctorado en la Universidad de Marquette. Prometió a Kimberly no hacer cambios rápidos y esperar al menos cuatro años para hacerse católico, si es que de verdad llegaba a entrar en la Iglesia católica. Pero, pocos meses después, Scott y Kimberly tuvieron una trascendental conversación: «En la siguiente Pascua, diez días antes de la Pascua, vino y me dijo: “No sé qué debo hacer, porque he empezado a asistir a la Misa, por las mañanas, en Marquette, y sé que Jesús está ahí. Sé que esa es la Eucaristía. Siento que estoy pecando contra la luz si no me hago católico”. Y me pidió: “Sé que te prometí esperar cuatro años, pero quiero que reces para ver si me puedes liberar de esa promesa”.

Entonces, entré en nuestra habitación y lloré muchísimo. Lloré delante del Señor, porque sabía que esto iba a ser un cambio gigante para nosotros. Y si él iba a ser católico —aunque yo no lo fuera— no sería nunca la esposa de un pastor. Para mí era como matar todos mis sueños, matarlos sin ninguna posibilidad de resurrección después. Pero, a la vez, creía en él, y creía que él estaba en una situación donde me necesitaba y yo tenía que dispensarle de la promesa. Entonces, salí y le dije, “Te permito hacerlo, pero quiero que sepas que me estás abandonando”. Él se fue al dormitorio y comencé a escuchar un sonido que ya era familiar: el tintineo de su rosario».

Kimberly no sabía a quién acudir. Empezaron cuatro años de mucha lucha. Quedó embarazada de su tercer hijo y comprendió que, si el cabeza de familia era católico, su hijo debía ser bautizado en la fe de su padre: «Tuvimos el bautizo. Yo no estaba preparada para una liturgia tan bonita. (…) Las oraciones eran exactamente lo que yo hubiera deseado rezar sobre mi hija… Era tan bonito que, cuando salimos de la iglesia, yo le dije al Señor en mi corazón: “Yo no sé lo que has hecho en él, pero hazlo conmigo”. Mi corazón se abrió de una manera distinta». 

Curiosamente, fue su padre, el pastor presbiteriano quien le propuso hacer una oración de abandono en Dios, de entrega a su voluntad: «Y cómo era mi padre —que no quería que yo fuese católica— y no era Scott inventando otra manera de entrar (…) decidí a asumir el reto de mi padre, y pedí la gracia de poder hacer esa oración». Apenas comenzó a rezar, Kimberly experimentó una profunda liberación en su corazón: «Me di cuenta de que había estado todo ese tiempo en una jaula hecha por mí misma. Había puesto todos estos límites a Dios: no estoy dispuesta a leer, no estoy dispuesta a estudiar, no estoy dispuesta a aceptar el reto. Pero ahora comencé a estar motivada a investigar, y tenía alegría. Y había obstáculos, pero la alegría iba aumentando. Pieza por pieza, doctrina por doctrina, muy exigente».

Kimberly entró en la Iglesia católica en la vigilia pascual de 1990: «El Miércoles de Ceniza dejé a mis niños con mi hermana y me fui a Steubenville para ver casas, porque Scott iba a trabajar en la Universidad Franciscana. Me gustaba la costumbre de los católicos de abstenerse de algo durante la Cuaresma. Entonces empecé a rezar así: “Señor, ¿qué sacrificio quieres de mí? ¿No tomar dulces, alguna bebida o algo más grande?” Y no escuché una voz, pero percibí que el Señor me estaba diciendo: “¿Por qué no te rindes? ¿Por qué no te niegas a ti misma?” Y cómo no era Scott diciéndomelo —de verdad experimentaba que era el Señor— empecé a considerarlo seriamente». Al llegar a casa esa noche, la decisión estaba tomada: «Scott me llamó desde una conferencia en California (…) Le conté lo que me había sucedido durante el viaje, y le dije: “Va a ser esta Pascua.” Él aguantó las lágrimas y me dijo: “Ya había perdido la esperanza de estar unidos como una familia católica”».

Esa Cuaresma fue un tiempo muy especial, pero Kimberly tenía que contarle a sus padres la decisión que había tomado. Sabía que su entrada en la Iglesia católica iba a suponer romper la comunión con esa parte de su familia. Ella confiesa: «Nunca cuestionan si somos cristianos o no, pero es tan agridulce, es tan doloroso no poder compartir las riquezas de la fe, no poder mostrarles lo que les pertenece como cristianos: el magisterio de la iglesia y la paz que esto nos da. (…) Y la autoridad moral de la iglesia y una única enseñanza de la Iglesia, una única liturgia. ¿Sabes? Mis hermanos y mi padre pueden todos predicar un domingo y nunca coincidir en el mismo evangelio. Y podemos estar en Irlanda, y mis hijos dispersos por los distintos estados, pero escuchamos todos el mismo Evangelio y rezamos las mismas oraciones. Y la Virgen María es un don del Señor. Y puedo seguir y seguir… Y todos estos tesoros vienen a mí por medio del bautismo, son mi herencia. Yo me sentía como si hubiera pasado de vivir en un piso, en medio de una ciudad peligrosa, a vivir en una mansión en las afueras, y no sabía que antes ya era mía».

Kimberly afirma: «Ser católica me trae tanta alegría. Es una vida tan hermosa la que compartimos. Todos nuestros hijos conocen y quieren al Señor y a la Iglesia. Los tres que están casados, se casaron con unos buenos católicos y están abiertos a la vida. De momento tenemos 15 nietos. Dos de nuestros hijos están estudiando para ser sacerdotes y el último hijo, que tiene 18 años, no sé cuál es su vocación, pero sé que su corazón está centrado en el Señor. Somos una familia católica, unida y creciendo, pero nuestros parientes son nuestros hermanos separados. Y me gustaría tener la oportunidad de compartir los tesoros de nuestra fe con ellos. Solo Dios sabe».

 

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