Según se refiere en un códice de finales del siglo XIII o principios del XIV[2], Santiago, hermano de Juan, hijo de Zebedeo, recibió el mandato de Cristo de venir a España a predicar el Evangelio. Recibe la bendición de la Virgen, quien le ordena que en la ciudad de España en que obtuviese un mayor número de conversiones a la fe le edifique una iglesia a su memoria.
En su viaje a la Península, Santiago recorre Asturias, Galicia y Castilla («la España mayor») donde sólo consigue un reducido número de conversos. Pasa después a Aragón («la España menor»), donde convierte a ocho personas. Junto al Ebro se le aparece la Virgen, rodeada de ángeles, sobre una columna, quien le ordena edifique allí un altar y una capilla. Los ángeles devuelven a la Virgen a Jerusalén, mientras Santiago comienza enseguida la construcción de una iglesia. A continuación, ordena de presbítero a uno de los recién convertidos y regresa a Judea.
Pero, además de esta legendaria narración medieval, la noticia de la predicación de Santiago en España es mucho más antigua. La encontramos en el Breviarium apostolorum, redactado hacia el año 600, donde leemos: «Jacobo… hijo de Zebedeo, hermano de Juan, predica en España y regiones de Occidente; murió degollado por la espada bajo Herodes y fue sepultado en Achaia marmarica el 25 de julio»[3].

Urna del Apóstol
Esta tradición jacobea encontró detractores a fines del siglo XVI y principios del XVII[4]. A comienzos del siglo XIX se publica un estudio crítico de Duchesne[5] en el que presenta una serie de argumentos poco favorables a la predicación de Santiago en la Península Ibérica. Según Duchesne esta tradición se manifiesta tardíamente en documentos escritos.
En concreto, detecta una considerable etapa de silencio sobre Santiago en autores eclesiásticos de Hispania que deberían mencionarlo como: Aurelio Prudencio († 405), que refiere nombres y tradiciones hagiográficas hispanas; Orosio, presbítero de Braga, que escribe a principios del siglo V una Historia universal, y tampoco alude a Santiago; lo mismo se puede decir de Hidacio, obispo de Aquae Flaviae (ca. 395-ca. 468), lugar próximo a Compostela; otro tanto sucede con san Martín de Braga († 580).
El mismo silencio sobre Santiago lo testifica el historiador francés en escritores eclesiásticos galos, como Gregorio de Tours († 594) o Venancio Fortunato († ca. 600), bien informados generalmente sobre los acontecimientos de la Península Ibérica.
Por otro lado, Duchesne minimiza el valor de los textos que afirman la existencia de la susodicha tradición, por considerarlos demasiado genéricos. Este sería el caso de San Jerónimo[6] cuando escribe: «Viendo Jesús a los apóstoles a la orilla del mar de Genesaret, los llamó y los envió… y ellos predicaron el Evangelio desde Jerusalén al Ilírico y a las Españas».
Si valiese el argumento para Santiago en España, habría que admitir que san Andrés y san Juan predicaron en el Ilírico[7]. En el Breviarium apostolorum, versión latina de los Catálogos bizantinos realizada en el siglo VII, se lee que Santiago predicó en España, pero el texto ofrece poca fiabilidad. En esta obra se inspirarán Aldelmo de Malmesbury (nacido ca. 639)[8] e Isidoro de Sevilla[9].
También señala el historiador francés algunas negaciones de la tradición. Como acontece con una carta de Inocencio I (401-417) del 416 en donde afirma que en toda Italia, Francia, España, África, Sicilia e islas intermedias no han constituido iglesias más que Pedro y sus discípulos[10]. San Julián de Toledo (640-690) en su obra De sextae aetatis comprobatione escribe sobre la evangelización de Santiago: «de la misma manera, Santiago ilustra Jerusalén, Tomás la India y Mateo Macedonia»[11].
En resumen, el argumento de silencio del artículo de Duchesne nos parece el más destacado, reforzado por otros de carácter negativo, como la citada carta de Inocencio I. Con todo, algunos autores eclesiásticos españoles consideran que el vacío de testimonios durante los seis primeros siglos no es suficiente para poner en duda el valor histórico de la tradición.
En esta posición se podría alinear Z. García Villada, que trata de explicar casi uno por uno el caso de todos los autores que, según Duchesne, no hablan y deberían haber hablado; pero, como afirma Sotomayor[12], sus explicaciones no consiguen modificar el estado de la cuestión. Insiste además en la escasez de la documentación, al recordar que la persecución de Diocleciano había hecho desaparecer casi todos los escritos cristianos hasta principios del siglo IV.
En la misma línea argumental se expresa T. Ayuso[13], que asienta su discurso a favor de la tradición en el principio de standum est pro traditione («hay que estar a favor de la tradición»), aunque sólo sea porque ésta existe.

Santiago el Mayor
En años posteriores, el argumento del silencio, señalado por Duchesne, se verá reforzado por C. Sánchez Albornoz[14] no sólo por la que considera inverosímil llegada del apóstol a Occidente, sino también por el silencio de ocho siglos sobre la conjetural «translación» de los restos de Santiago a Compostela. También para M. C. Díaz y Díaz[15] resulta sospechoso el apostolado de Santiago en tierras hispánicas.
A finales del siglo XX el marco polémico sobre los orígenes del cristianismo en Hispania se centró con un nuevo planteamiento polarizado en la consideración de su procedencia africana. El representante más caracterizado en afirmar esa procedencia ha sido J. Mª. Blázquez[16] y su mayor opositor M. Sotomayor[17].
Coincidimos con la opinión de García Moreno cuando dice: «se han utilizado en exceso testimonios arqueológicos, equívocos o susceptibles de explicaciones alternativas, para proponer soluciones simplistas o exclusivistas»[18]. Pensamos que nada obsta considerar la primera evangelización como obra de misioneros venidos de Palestina, de Roma o del África Proconsular, como ya insinuamos en el primer apartado de este artículo.
DOMINGO RAMOS-LISSÓN
Profesor Emérito de la Universidad de Navarra
[1] Cf. B. Llorca, Historia de la Iglesia Católica, I, Edad Antigua, Madrid 41964, p. 117; M. Sotomayor, «La Iglesia en la España Romana», en R. García Villoslada (dir.), Historia de la Iglesia en España, I, La Iglesia en la España romana y visigoda, Madrid, 1979, p. 150. 7 Z. García Villada, Historia eclesiástica de España, I / 1, Madrid 1929, pp. 73-76.
[3] M. Sotomayor, «La Iglesia en la España», p. 150.
[4] Sobre todo hay que destacar al cardenal Baronio y a san Roberto Belarmino. Cf. B. Llorca, «Historia de la Iglesia Católica», I, p. 118.
[5] L. Duchesne, «Saint Jacques en Galice», en Annales du Midi 12 (1900) 145-179. Ver también H. Leclercq, L’Espagne chrétienne, Paris 1906, pp. 31s.
[6] Jerónimo, Comm. in Is XII, 42.
[7] Algunos autores han recordado otros textos igualmente genéricos e imprecisos de Dídimo el Ciego y Teodoreto de Ciro: cf. M. Sotomayor, «La Iglesia en la España», p. 153, nota 91.
[8] E. Elorduy, «De re jacobea», en Boletín de la Real Academia de la Historia 135 (1954) p. 324?
[9] Isidoro de Sevilla, De ortu et obitu Sanctorum Patrum. Cf. Z. García Villada, Historia eclesiástica de España, I / 1, p. 66.
[10] Inocencio I, Ep. a Decencio de Gubio.
[11] Julián de Toledo, De comp. sextae aetatis, II, 9.
[12] M. Sotomayor, «La Iglesia en la España», p. 154.
[13] T. Ayuso, «Standum est pro traditione», en Santiago en la historia, la literatura y el arte, I, Madrid 1954, pp. 85-126.
[14] C. Sánchez Albornoz, «En los albores del culto jacobeo», en Compostellanum 16 (1971) pp. 37-71.
[15] M. C. Díaz y Díaz, «En torno a los orígenes del Cristianismo hispánico», en J. M. Gómez-Tabanera, Las raíces de España, Madrid 1967, pp. 426-427: «La narración de este apostolado de Santiago circuló como puro dato de erudición hasta que se abre camino popular a fines del siglo VIII de la España del Norte, y quiero subrayar lo de España cristiana del Norte porque entre los mozárabes… el culto a Santiago, que alcanza un relieve notable, no aparece nunca interferido por la noticia de su predicación hispánica».
[16] J. M.ª Blázquez, Religiones en la España Antigua, Madrid 1991, pp. 361-442.
[17] M. Sotomayor, «Reflexiones histórico-arqueológicas sobre el supuesto origen africano del cristianismo hispano», en II Reunió d’Arqueologia paleocristiana hispànica (= IX Symposium de Prehistoria i Arqueología Peninsular) Barcelona 1982, pp. 11-29; Id., «Influencias de la Iglesia de Cartago en las iglesias hispanas», en Gerión 7 (1989) pp. 277-287.
[18] L. A. García Moreno, «El cristianismo en las Españas», en M. Sotomayor-J. Fernández Ubiña (Coords.), El Concilio de Elvira y su tiempo, Granada 2005, p. 171.
Vuelto a Palestina, murió por orden de Herodes hacia el año 42: el primer mártir del colegio apostólico. Sus restos fueron trasladados a Hispania, a la ciudad que lleva su nombre, siendo su tumba desde hace siglos una de las principales metas de peregrinación religiosa de toda la cristiandad.
El apóstol Santiago el Mayor enseña a los cristianos de todos los tiempos que la gloria está en la Cruz de Cristo y no en el poder, constató Benedicto XVI.
El pontífice dedicó su intervención en la audiencia general a recordar la figura del hermano del apóstol Juan, los «hijos del trueno», como les llamaba Jesús, que, a través de su madre pidieron al Señor un lugar de preferencia en su Reino.
Santiago se convertiría en el primero de los apóstoles en «beber del cáliz de la pasión» a través del martirio en Jerusalén, a inicios de los años 40 del siglo I.
La plaza de San Pedro se encontraba bajo un tremendo sol y temperaturas muy elevadas. El Papa, compadecido de los fieles, abrevió su intervención, concentrándose en los dos momentos decisivos de la vida de Jesús que Santiago vivió de cerca junto a Pedro y a Juan: la transfiguración en el monte Tabor y la agonía, en el Huerto de Getsemaní.
Esta última experiencia, explicó Benedicto XVI, «constituyó para él una oportunidad para madurar en la fe, para corregir la interpretación unilateral, triunfalista de la primera: tuvo que atisbar cómo el Mesías, esperado por el pueblo judío como un triunfador, en realidad no sólo estaba rodeado de honor y gloria, sino también de sufrimientos y debilidad».
«La gloria de Cristo se realiza precisamente en la Cruz, en la participación en nuestros sufrimientos», añadió.
«Esta maduración de la fe fue llevada a cumplimiento por el Espíritu Santo en Pentecostés», preparando a Santiago para aceptar el martirio a manos del rey Herodes Agripa.
El Papa recordó también las sendas tradiciones en las que se narra el ministerio de Santiago como evangelizador de España, ya sea antes de morir, o después de su muerte, con el traslado de su cuerpo a Compostela.
La intervención del Papa concluyó sacando las lecciones que los cristianos pueden aprender hoy de Santiago: en particular, «la prontitud para acoger la llamada del Señor, incluso cuando nos pide que dejemos la “barca” de nuestras seguridades humanas».
Del hijo de Zebedeo es posible imitar, añadió, «el entusiasmo» para seguir a Jesús «por los caminos que Él nos indica más allá de nuestra presunción ilusoria; la disponibilidad para dar testimonio de Él con valentía y, si es necesario, con el sacrificio supremo de la vida».
«De este modo, Santiago el Mayor se nos presenta como ejemplo elocuente de generosa adhesión a Cristo», concluyó, viendo en su vida terrena «un símbolo de la peregrinación de la vida cristiana, entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios».
Y al final, resumiendo todo, podemos decir que el camino no sólo exterior sino sobre todo interior, desde el monte de la Transfiguración hasta el monte de la agonía, simboliza toda la peregrinación de la vida cristiana, entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, como dice el concilio Vaticano II. «Siguiendo a Jesús, como Santiago, sabemos, incluso en las dificultades, que vamos por el buen camino», aseguró
Ver texto completo en vatican.va

La iglesia, poco antes de ser quemada y, en la imagen posterior, ya en llamas
El Estado Islámico (Isis, Daesh) ha difundido esta tarde las imágenes del brutal asesinato de nueve cristianos, cuyas fotografías publican en las redes sociales pero que LA RAZÓN no reproduce, y de la quema de la iglesia en la que se encontraban, en la localidad nigeriana de Damia. La campaña de los yihadistas para acabar con esta religión en África, y en otros lugares del mundo, es uno de los objetivos prioritarios de los terroristas dentro del principio general de “Derribar la Cruz” (de Cristo) que se marcaron en los primeros momentos del Califato, en 2014.
Nigeria es un país especialmente castigado dentro de esta campaña, que incluye no sólo asesinatos y quema de templos, sino secuestros
de clérigos y seminaristas. Las autoridades del país se muestran incapaces de frenar la campaña terrorista pese a las denuncias que las autoridades eclesiásticas han formulado en varias ocasiones.
Ser cristiano en algunas zonas en las que opera Daesh se ha convertido poco menos que en una heroicidad y llama la atención que, en pleno sigtlo XXI, alguien pueda ser asesinado o expulsado de su territorio por el mero hecho de profesar una religión. El fanatismo de los yihadistas no tiene límites y es alimentado de forma continua por sus cabecillas a través de publicaciones y redes sociales..
Queremos recomendar la lectura de un clásico del siglo XIX, Fabiola, escrito por el Cardenal Nicholas Wiseman. Se trata de una novela ambientada en el siglo IV, durante la persecución de los cristianos por parte del emperador Diocleciano en Roma.
Fabiola es una joven de una familia noble romana. En apariencia, tiene todo lo que puede desear, inteligencia, belleza, lujos, educación… Sin embargo, está insatisfecha con su vida, siente que le falta algo.
La novela desarrolla la conversión de la joven, que se da gracias al ejemplo de su esclava Syra, su prima Inés y el soldado Sebastián. Así, Fabiola entra en la comunidad cristiana de los primeros siglos, la comunidad cristiana de las catacumbas, que sobrevivió, en parte, gracias al fuerte sentido de comunión que compartían los cristianos.

A pesar de ser un clásico del siglo XIX, la novela es de tremenda actualidad, ya que muchos de nosotros podemos vernos identificados con el personaje de Fabiola. A veces, aunque uno tenga todo lo aparentemente necesario, le falta algo. Algo sin lo que el resto de cosas no encajan. Esto fue lo que descubrió Fabiola en el cristianismo, y lo que impulsó su conversión.
Además, el cardenal Wiseman nos ofrece una novela escrita con mucha sensibilidad, de esa que ya no está presente en las novelas actuales. Nos presenta detalladamente la campiña italiana, el país sureño y las ruinas romanas de la persecución.
El libro ha sido prologado por Ignacio Peyró, director del Instituto Cervantes de Londres y como él dice en su prólogo del libro:
“Han sido muchos los años en que Fabiola ha estado arrinconada en la trasera de las bibliotecas, olvidada en el cajón de los libros viejos y los viejos devocionarios, como el pecio que queda de otra época con otra educación sentimental.
Lejos de los postulados del arte por el arte y de la exclusión de toda trascendencia, la Fabiola del Cardenal Wiseman aún nos habla de la literatura y la moral, que no es sino otra manera de conjugar la literatura con la vida, sin que aquí o allá se encuentre todavía para el arte otro propósito más alto”.
El Cardenal Nicholas Wiseman nació en Sevilla en 1802, pero como era hijo de una pareja anglo-irlandesa estudió en Ushaw College y en el Colegio Inglés de Roma. Se doctoró en teología con distinciones en 1825 y fue ordenado sacerdote al año siguiente.
El papa León XIII le nombró curador de los manuscritos árabes del Vaticano y profesor de lenguas orientales en la Universidad Romana. Su vida académica, sin embargo, se vio interrumpida por la orden del papa de predicar a los residentes ingleses en Roma un curso de conferencias cuyo efecto fue considerable.
En 1840 fue consagrado obispo y volvió a Inglaterra como coadjutor del Obispo Thomas Walsh. Y en el año 1850 fue nombrado cardenal. Estuvo presente en Roma durante la definición del dogma de la Inmaculada Concepción. Falleció en Londres en el año 1865 a los 63 años de edad.
Cristina Die
Con muchas personas que no pudieron viajar durante el año pasado, los sitios arqueológicos y turísticos de Oriente Medio se han enfrentado a tiempos extremadamente difíciles. La antigua ciudad bíblica de Madaba, ubicada a 32 kilómetros al sur de Ammán en el centro de Jordania, no es una excepción.
En 2019, la ciudad conocida por sus iglesias antiguas y hermosos mosaicos recibió casi 650,000 visitantes, pero durante el año de la pandemia, la "Ciudad de los Mosaicos" de Jordania se convirtió en una ciudad fantasma.

Con el apoyo de One Place, Many Stories. Sin embargo, las ciudades como Madaba que dependen del turismo están encontrando formas nuevas e innovadoras de llamar la atención sobre sus sitios y, con suerte, atraer turistas en el futuro.
El programa, desarrollado con el apoyo de CyArk, una organización sin fines de lucro financiada a través del Fondo de Embajadores para la Preservación Cultural del Departamento de Estado de EE. UU. Ha ayudado a los miembros de la comunidad a crear modelos interactivos en 3D de varios de los sitios históricos de la ciudad.
La más notable es la Iglesia de San Jorge, que alberga el famoso Mapa de Madaba del siglo VI d.C., el mapa más antiguo conocido de Tierra Santa que presenta una impresionante representación en mosaico de Jerusalén.

Otros puntos de referencia de Madaba que se han modelado incluyen la Iglesia de Santa María y el Palacio Quemado, que cuentan con mosaicos impresionantes y elaborados del período bizantino. Estos increíbles modelos 3D, junto con visitas virtuales guiadas e historias de miembros de la comunidad local, ahora están disponibles en línea para que cualquiera pueda verlas, completamente gratis.
Madaba, que ya era un asentamiento importante en la Edad del Bronce Medio (c. 2100-1550 a. C.), era una ciudad fronteriza moabita que se menciona dos veces en la Biblia hebrea, primero como una ciudad destruida por los israelitas ( Números 21:30) y luego como parte del territorio asignado a la tribu de Rubén (Josué 13:16). La famosa Piedra Moabita registra que Mesa, rey de Moab, reconquistó la ciudad para los moabitas en el siglo IX a. C.

Bajo el dominio romano y bizantino, la ciudad alcanzó una prominencia aún mayor y se convirtió en un centro de la vida cristiana primitiva, con numerosas iglesias y monasterios, muchos adornados con hermosos pavimentos de mosaicos. Hoy en día, se pueden visitar los restos excavados de muchos de estos sitios, incluidas varias iglesias romanas, salones, un palacio y una calle romana bien conservada.
Quo Vadis? |
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Yo soy Catio. El gladiador cristiano |
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Wiseman escribió Fabiola en parte como respuesta al libro vigorosamente anticatólico Hipatia (Hypatia, 1853), de Charles Kingsley.12 La novela se dirigía sobre todo a la minoría católica en Inglaterra, que había salido recientemente de un estatus semi-ilegal (la jerarquía católica en Inglaterra había quedado restablecida sólo en el año 1850).
La historia por lo tanto constantemente enfatiza la estrecha comunidad que formaban los primitivos cristianos, su amor mutuo, su solidaridad y fuerte sentido de comunión. Al mismo tiempo, las referencias directas a la situación que entonces tenían los católicos en Inglaterra son raras, especialmente si se compara la novela con la de John Henry Newman titulada Calista (1855), que fue un encargo como especie de «precuela» de Fabiola.

Aun así, el lenguaje heroico en que se narran los cuentos de los mártires obviamente pretendía fortalecer el valor y la determinación de los católicos en Inglaterra. La parte educativa del libro es también importante: varios capítulos se dedican a digresiones con información histórica sobre el culto y el enterramiento en las catacumbas.
El cine produjo dos versiones del libro: en 1918 en Italia dirigida por Enrico Guazzoni. También, una lujosa versión fílmica franco-italiana en 1949. (Sólo llegó a los Estados Unidos en 1951 en versión doblada y drásticamente cortada). La segunda película se parece poco a lo que se supone que es su fuente. Una tercera versión, tipo peplum, titulada La rivolta degli schiavi se produjo en 1960. Toma más elementos de la novela que la segunda, como la inclusión de santa Inés y san Sebastián, pero se aparta de la novela en muchos puntos.
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Fabiola |
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https://www.primeroscristianos.com/fabiola-conversa-primeros-tiempos/
Eran gente humilde, doce en total, de los cuales cinco eran mujeres. Serían probablemente artesanos o trabajadores del campo, sin que tengamos de ellos más noticias que las escuetas que nos han transmitido las actas de su martirio. Todo hace suponer que fueran parientes entre sí, o tal vez matrimonios, pero no tenemos referencia exacta de tales extremos.
El documento de su martirio es de los más emocionantes de la antigüedad cristiana, que nos recuerda en su misma sencillez a los Evangelios. Resulta milagroso que haya podido conservarse, pues durante la persecución de Diocleciano fueron sistemáticamente destruidos los archivos cristianos y perecieron muchísimas de las actas auténticas de martirio. Estas a que nos referimos contienen el proceso proconsular estenográfico, tomado verbalmente por los notarios imperiales. Se trata de un texto irrecusable, que todo él rebosa verdad.
Procesos semejantes debieron de hacerse muchísimos. Las persecuciones sufrieron grandes alternativas, desde Nerón a Diocleciano. Unas veces arreciaban, otras aflojaban, permitiendo épocas de respiro, en que podía organizarse la vida religiosa con cierta seguridad.
La legislación romana era un tanto ambigua en lo referente al cristianismo, y por este tiempo se regulaba por el rescripto de Trajano, que prohibía buscar a los cristianos —conquirendi non sunt—, pero obligaba a las autoridades a formarles proceso cuando se presentaba contra ellos una denuncia suscrita en regla, dado que las delaciones anónimas no habían de ser tomadas en consideración. Ya se comprende que en una situación tan precaria, sujeta además a los rumores y calumnias que corrían entre el populacho sobre supuestos crímenes y costumbres nefandas de los cristianos, la vida de éstos estaba pendiente de un hilo, que con suma facilidad se quebraba cuando el procónsul o gobernador de provincias se dejaba exceder en su celo o compartía la inquina del vulgo contra ellos.
Porque lo extraño del caso es que, reconociendo en principio la legislación la honradez de los cristianos, al prohibir que se les buscase —"a los criminales se les busca y persigue", argüía con lógica Tertuliano— en cambio, si eran delatados por tales, se les condenaba a pena de muerte, aunque obtendrían sentencia absolutoria si apostataban de su fe.
De esta forma los procesos contra los cristianos revestían unas características peculiarísimas, que no tenían parangón con otros delitos que fueran llevados a los tribunales. La sola confesión del reo, sin más necesidad de testigos, era motivo suficiente de condenación, salvo que se retractase de su "crimen". Esto daba lugar a un forcejeo entre el presidente del tribunal y el cristiano, no carente de emoción, que en el caso que nos ocupa es destacadísimo, pues hasta se llega a conceder a los cristianos un plazo para que piensen y recapaciten, lo cual se hace constar asimismo en la sentencia.

Restos de los Santos Mártires Escilitanos | Martirio de los Santos Mártires Escilitanos
La terquedad del cristiano de mantenerse firme en su fe, que no cedía ante la tortura ni ante la muerte, debía ser incomprensible para el juez pagano. A algunos de éstos se les ve naturalmente honrados, y que proceden con disgusto en tan enojosos procesos, en los que, finalmente, eran ellos los vencidos y los mártires los campeones. Por lo general se quedaron en lo exterior, sin comprender toda la grandeza de los mártires, como el mismo Marco Aurelio, que, siendo un alma noble, de ética tan elevada que su pluma puede parecernos cristiana, persiguió duramente a los fieles tomando a fanatismo su desprecio de la vida.
Pero también hubo almas mejor dispuestas que llegaron a la verdad del cristianismo a través de la entereza de los propios mártires, superando los prejuicios y leyendas que corrían acerca de su baja moralidad. La comparación era bien patente: "así no morían los criminales", que además tenían ganada la libertad con un sencillo gesto de echar unos granos de incienso ante la estatua del emperador o formular por escrito o verbalmente una retractación.
Tales procesos, siendo públicos, se prestaban también a una "propaganda" de la nueva religión. El mártir era etimológicamente "el que daba fe", el que confesaba en público su doctrina y el que a menudo la rubricaba con su sangre, con lo que el testimonio resultaba del todo excepcional.
Los fieles no desaprovechaban la ocasión. Así hacían, junto con la confesión de su fe, una exposición de la misma, justificando sus creencias y la imposibilidad de retractarse de ellas. A las llamadas a la cordura de los jueces paganos contestan siempre que no pueden obedecer. Ellos acatan las leyes del Imperio, pagan los tributos, son ciudadanos respetuosos con las autoridades constituidas; pero no pueden acatar la religiónoficial, que comportaba el culto al emperador y a la diosa Roma, o sea, la divinización del Estado. Esto constituía su "crimen", que lo era de lesa majestad y estaba castigado con pena de muerte.
Sin embargo, como los cristianos en su vida ordinaria no eran peligrosos se les dejaba en paz, siempre que no mediase delación formal o que los tumultos del populacho, tantas veces provocados por los judíos, no aconsejasen una táctica de rigor. En general, la política del Imperio para con el cristianismo fue contemporizadora, recordándonos en algunos aspectos la de ciertos Gobiernos anticomunistas de nuestros días.
Al evocar el martirio de los doce cristianos de Scili quisiéramos rendir un homenaje a otros muchísimos mártires anónimos de entonces. El cristianismo había penetrado ya profundamente en todas las capas sociales, había alcanzado no sólo las ciudades mejor comunicadas, adonde llegarían primero los predicadores evangélicos, sino también los municipios, y los "pagos" o aldeas. En Africa el centro de irradiación debió ser Cartago, puerto comercial de primer orden. Este grupo compacto de cristianos de Scili, bien instruidos en su fe, bien seguros de su religión, no serían improvisados; constituirían una comunidad cristiana con culto normal, con adoctrinamiento metódico, donde se leían entre los fieles, las epístolas de Pablo, "varón justo".
Como estos núcleos los había ya a finales del siglo II por todo el Imperio y eventualmente habían de pagar su tributo de sangre. Los de Scili son un caso en que han llegado a nosotros noticias ciertas del martirio de un grupo importante. ¿Cuántos otros fueron también víctimas de la persecución? Dios lo sabe, en cuya presencia no hay héroes anónimos; pero, así como las naciones levantan monumentos a los "soldados desconocidos", al traer aquí las actas del martirio de los fieles escilitanos honramos a todos aquellos cuyos nombres ignoramos y a los que en conjunto invocamos en las letanías diciendo: "Todos los santos mártires, rogad por nosotros".
Dicen así, copiadas literalmente, las tales actas:
"En Cartago, siendo cónsules Claudiano por primera vez y Presente por segunda, el día 16 de las calendas de agosto comparecieron en la sala del tribunal Esperato, Nartzalo, Cittino, Donata, Secunda, Vestia.
El procónsul Saturnino dijo: "Aún estáis a tiempo de lograr el perdón de nuestro señor el emperador si es que entráis en cordura".
Esperato dijo: "Nunca hemos hecho ningún mal ni hemos perpetrado delito; jamás hemos maldecido y aun hemos dado gracias del mal recibido. Ya ves, pues, que honramos a nuestro emperador".
El procónsul Saturnino dijo: "También nosotros somos religiosos, y nuestra religión es bien sencilla, y juramos por el genio de nuestro señorel emperador, y rogamos por su salud, lo cual también vosotros deberíais hacer".
Esperato dijo. "Si tranquilamente prestas oídos te expondré el misterio de la sencillez".
Saturnino dijo: "Dado lo mal que empiezas a despotricar contra nuestros dioses, no esperes te preste oídos, lo que debéis hacer es jurar por el genio de nuestro señor el emperador".
Esperato dijo: "Yo no conozco como máximo el imperio de este siglo, sino que más bien sirvo a aquel Señor a quien no ha visto ni puede ver con sus ojos hombre ninguno. No he cometido hurto; si algo compro, también pago los impuestos, y eso porque reconozco a mi Señor y al Emperador de los reyes y de todas las naciones".
El procónsul Saturnino dijo dirigiéndose a los demás: "Dejad de tener las creencias de éste".
Esperato dijo: "Las creencias son malas cuando incitan al falso testimonio o a cometer homicidios ".
Saturnino, el procónsul, dijo: "Mirad, dejad este género de locura".
Cittino dijo: "No tenemos miedo si no es a Nuestro Señor que está en los cielos".
Donata dijo: "El honor a César como a César, pero el temor sólo a Dios".
Vestía dijo: "Soy cristiana".
Secunda dijo: "Yo también lo soy y quiero seguir siéndolo".
El procónsul Saturnino dijo a Esperato: "Y ¿tú continúas en ser cristiano".
Esperato dijo: "Soy cristiano".
Y todos reafirmaron lo que él.
Saturnino dijo: "¿Queréis un plazo para reflexionar?".
Esperato dijo: "En asunto tan justo no ha lugar a deliberación".
El procónsul Saturnino dijo: "¿Qué traéis en ese estuche?".
Esperato dijo: "Unos libros y las cartas de Pablo, varón justo".
El procónsul Saturnino dijo. "Os doy un plazo de treinta días para que reflexionéis".
Esperato respondió de nuevo: "Soy cristiano".
Y lo mismo respondieron los demás.
Entonces el procónsul Saturnino leyó el decreto en la tablilla: "Esperato, Nartzalo, Cittino, Donata, Vestia y Secunda, y los demás que han confesado haber vivido como cristianos, a causa de que, habiendo sido invitados a seguir el uso de Roma, lo han rehusado obstinadamente, se determina que sufran la pena de espada".
Esperato dijo: "Demos gracias a Dios".
Y Nartzalo: "Hoy ya mártires estaremos en el cielo. Gracias a Dios".
El procónsul Saturnino mandó anunciar por pregón: "Esperato, Nartzalo, Cittino, Veturio, Félix, Aquilino, Letancio, Genara, Generosa, Vestia, Donata, Secunda sean conducidos al suplicio".
Todos dijeron: "Gracias a Dios".
Así terminan las actas del martirio, con ese "Deo gratias" unánime de los doce mártires, como si la Iectura de la sentencia provocara en ellos parte un suspiro de alivio, parte un grito de triunfo.
Una mano cristiana añadió a los protocolos oficiales esta coletilla: "Así todos juntos fueron coronados del martirio y reinan con el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos".
Realmente, no necesita apostillas tan bello documento. El procónsul Saturnino, el primero que desencadenó en Africa la gran persecución, según Tertuliano, pudo aprender laconismo y entereza de aquellos humildes cristianos que tuvo en su tribunal. Hablan con mesura, sin fanfarronería, pero con dignidad. Conservan todas las viejas virtudes romanas, que eran orgullo de este gran pueblo, pero sublimadas con la nueva religión. ¡Qué noble la frase de Secunda: "¡Lo que soy, eso quiero ser"! Hay en la breve y rotunda afirmación de esta mujer una firmeza inconmovible. Por eso les sobraron a todos los treinta días de plazo. "En causa tan justa no había lugar a deliberación".
Al responder con tal aplomo y seguridad aquellos sencillos aldeanos, sin sentirse cortados ante la pompa de la sala del tribunal del procónsul, nos parece percibir la profecía de Cristo: "Cuando os lleven a juicio no andéis pensando las palabras que debáis decir; mi Padre os pondrá en los labios las palabras que no podrán replicar vuestros adversarios".
Sí, es el procónsul el derrotado a pesar de dictar sentencia condenatoria. Sólo ante el triunfo pronunciamos frases de agradecimiento, y los mártires de Scili dijeron todos a una: "Gracias a Dios".
Las reliquias de estos mártires fueron conservadas en una espléndida basílica que posteriormente se levantó en su honor, en Cartago, y donde algunas veces predicó San Agustín. Después fueron transportadas a Lyón y en el siglo IX a Arlés, donde se supone que reposan actualmente.
El día 17 de julio del año 180, al comienzo del reinado de Cómodo, el desdichado hijo y sucesor de Marco Aurelio, fueron ejecutados en Cartago un grupo de mártires procedentes de Scili, pequeña población de Numidia, en el Africa proconsular romana.
Eran gente humilde, doce en total, de los cuales cinco eran mujeres. Serían probablemente artesanos o trabajadores del campo, sin que tengamos de ellos más noticias que las escuetas que nos han transmitido las actas de su martirio. Todo hace suponer que fueran parientes entre sí, o tal vez matrimonios, pero no tenemos referencia exacta de tales extremos.

El documento de su martirio es de los más emocionantes de la antigüedad cristiana, que nos recuerda en su misma sencillez a los Evangelios. Resulta milagroso que haya podido conservarse, pues durante la persecución de Diocleciano fueron sistemáticamente destruidos los archivos cristianos y perecieron muchísimas de las actas auténticas de martirio.
Estas a que nos referimos contienen el proceso proconsular estenográfico, tomado verbalmente por los notarios imperiales. Se trata de un texto irrecusable, que todo él rebosa verdad.
Procesos semejantes debieron de hacerse muchísimos. Las persecuciones sufrieron grandes alternativas, desde Nerón a Diocleciano. Unas veces arreciaban, otras aflojaban, permitiendo épocas de respiro, en que podía organizarse la vida religiosa con cierta seguridad.
La legislación romana era un tanto ambigua en lo referente al cristianismo, y por este tiempo se regulaba por el rescripto de Trajano, que prohibía buscar a los cristianos —conquirendi non sunt—, pero obligaba a las autoridades a formarles proceso cuando se presentaba contra ellos una denuncia suscrita en regla, dado que las delaciones anónimas no habían de ser tomadas en consideración.
Ya se comprende que en una situación tan precaria, sujeta además a los rumores y calumnias que corrían entre el populacho sobre supuestos crímenes y costumbres nefandas de los cristianos, la vida de éstos estaba pendiente de un hilo, que con suma facilidad se quebraba cuando el procónsul o gobernador de provincias se dejaba exceder en su celo o compartía la inquina del vulgo contra ellos.
Porque lo extraño del caso es que, reconociendo en principio la legislación la honradez de los cristianos, al prohibir que se les buscase —"a los criminales se les busca y persigue", argüía con lógica Tertuliano— en cambio, si eran delatados por tales, se les condenaba a pena de muerte, aunque obtendrían sentencia absolutoria si apostataban de su fe.
De esta forma los procesos contra los cristianos revestían unas características peculiarísimas, que no tenían parangón con otros delitos que fueran llevados a los tribunales. La sola confesión del reo, sin más necesidad de testigos, era motivo suficiente de condenación, salvo que se retractase de su "crimen".
Esto daba lugar a un forcejeo entre el presidente del tribunal y el cristiano, no carente de emoción, que en el caso que nos ocupa es destacadísimo, pues hasta se llega a conceder a los cristianos un plazo para que piensen y recapaciten, lo cual se hace constar asimismo en la sentencia.
La terquedad del cristiano de mantenerse firme en su fe, que no cedía ante la tortura ni ante la muerte, debía ser incomprensible para el juez pagano. A algunos de éstos se les ve naturalmente honrados, y que proceden con disgusto en tan enojosos procesos, en los que, finalmente, eran ellos los vencidos y los mártires los campeones.
Por lo general se quedaron en lo exterior, sin comprender toda la grandeza de los mártires, como el mismo Marco Aurelio, que, siendo un alma noble, de ética tan elevada que su pluma puede parecernos cristiana, persiguió duramente a los fieles tomando a fanatismo su desprecio de la vida.
Pero también hubo almas mejor dispuestas que llegaron a la verdad del cristianismo a través de la entereza de los propios mártires, superando los prejuicios yleyendas que corrían acerca de su baja moralidad. La comparación era bien patente: "así no morían los criminales", que además tenían ganada la libertad con un sencillo gesto de echar unos granos de incienso ante la estatua del emperador o formular por escrito o verbalmente una retractación.
Tales procesos, siendo públicos, se prestaban también a una "propaganda" de la nueva religión. El mártir era etimológicamente "el que daba fe", el que confesaba en público su doctrina y el que a menudo la rubricaba con su sangre, con lo que el testimonio resultaba del todo excepcional.
Los fieles no desaprovechaban la ocasión. Así hacían, junto con la confesión de su fe, una exposición de la misma, justificando sus creencias y la imposibilidad de retractarse de ellas. A las llamadas a la cordura de losjueces paganos contestan siempre que no pueden obedecer.
Ellos acatan las leyes del Imperio, pagan los tributos, son ciudadanos respetuosos con las autoridades constituidas; pero no pueden acatar la religión oficial, que comportaba el culto al emperador y a la diosa Roma, o sea, la divinización del Estado. Esto constituía su "crimen", que lo era de lesa majestad y estaba castigado con pena de muerte.
Sin embargo, como los cristianos en su vida ordinaria no eran peligrosos se les dejaba en paz, siempre que no mediase delación formal o que los tumultos del populacho, tantas veces provocados por los judíos, no aconsejasen una táctica de rigor. En general, la política del Imperio para con el cristianismo fue contemporizadora, recordándonos en algunos aspectos la de ciertos Gobiernos anticomunistas de nuestros días.
Al evocar el martirio de los doce cristianos de Scili quisiéramos rendir un homenaje a otros muchísimos mártires anónimos de entonces. El cristianismo había penetrado ya profundamente en todas las capas sociales, había alcanzado no sólo las ciudades mejor comunicadas, adonde llegarían primero los predicadores evangélicos, sino también los municipios, y los "pagos" o aldeas.
En Africa el centro de irradiación debió ser Cartago, puerto comercial de primer orden. Este grupo compacto de cristianos de Scili, bien instruidos en su fe, bien seguros de su religión, no serían improvisados; constituirían una comunidad cristiana con culto normal, con adoctrinamiento metódico, donde se leían entre los fieles, las epístolas de Pablo, "varón justo".
Como estos núcleos los había ya a finales del siglo II por todo el Imperio y eventualmente habían de pagar su tributo de sangre. Los de Scili son un caso en que han llegado a nosotros noticias ciertas del martirio de un grupo importante. ¿Cuántos otros fueron también víctimas de la persecución?
Dios lo sabe, en cuya presencia no hay héroes anónimos; pero, así como las naciones levantan monumentos a los "soldados desconocidos", al traer aquí las actas del martirio de los fieles escilitanos honramos a todos aquellos cuyos nombres ignoramos y a los que en conjunto invocamos en las letanías diciendo: "Todos los santos mártires, rogad por nosotros".
Dicen así, copiadas literalmente, las tales actas:
"En Cartago, siendo cónsules Claudiano por primera vez y Presente por segunda, el día 16 de las calendas de agosto comparecieron en la sala del tribunal Esperato, Nartzalo, Cittino, Donata, Secunda, Vestia.
El procónsul Saturnino dijo: "Aún estáis a tiempo de lograr el perdón de nuestro señor el emperador si es que entráis en cordura".
Esperato dijo: "Nunca hemos hecho ningún mal ni hemos perpetrado delito; jamás hemos maldecido y aun hemos dado gracias del mal recibido. Ya ves, pues, que honramos a nuestro emperador".
El procónsul Saturnino dijo: "También nosotros somos religiosos, y nuestra religión es bien sencilla, y juramos por el genio de nuestro señor el emperador, y rogamos por su salud, lo cual también vosotros deberíais hacer".
Esperato dijo. "Si tranquilamente prestas oídos te expondré el misterio de la sencillez".
Saturnino dijo: "Dado lo mal que empiezas a despotricar contra nuestros dioses, no esperes te preste oídos, lo que debéis hacer es jurar por el genio de nuestro señor el emperador".
Esperato dijo: "Yo no conozco como máximo el imperio de este siglo, sino que más bien sirvo a aquel Señor a quien no ha visto ni puede ver con sus ojos hombre ninguno. No he cometido hurto; si algo compro, también pago los impuestos, y eso porque reconozco a mi Señor y al Emperador de los reyes y de todas las naciones".
El procónsul Saturnino dijo dirigiéndose a los demás: "Dejad de tener las creencias de éste".
Esperato dijo: "Las creencias son malas cuando incitan al falso testimonio o a cometer homicidios ".
Saturnino, el procónsul, dijo: "Mirad, dejad este género de locura".
Cittino dijo: "No tenemos miedo si no es a Nuestro Señor que está en los cielos".
Donata dijo: "El honor a César como a César, pero el temor sólo a Dios".
Vestía dijo: "Soy cristiana".
Secunda dijo: "Yo también lo soy y quiero seguir siéndolo".
El procónsul Saturnino dijo a Esperato: "Y ¿tú continúas en ser cristiano".
Esperato dijo: "Soy cristiano".
Y todos reafirmaron lo que él.
Saturnino dijo: "¿Queréis un plazo para reflexionar?".
Esperato dijo: "En asunto tan justo no ha lugar a deliberación".
El procónsul Saturnino dijo: "¿Qué traéis en ese estuche?".
Esperato dijo: "Unos libros y las cartas de Pablo, varón justo".
El procónsul Saturnino dijo. "Os doy un plazo de treinta días para que reflexionéis".
Esperato respondió de nuevo: "Soy cristiano".
Y lo mismo respondieron los demás.
Entonces el procónsul Saturnino leyó el decreto en la tablilla: "Esperato, Nartzalo, Cittino, Donata, Vestia y Secunda, y los demás que han confesado haber vivido como cristianos, a causa de que, habiendo sido invitados a seguir el uso de Roma, lo han rehusado obstinadamente, se determina que sufran la pena de espada".
Esperato dijo: "Demos gracias a Dios".
Y Nartzalo: "Hoy ya mártires estaremos en el cielo. Gracias a Dios".
El procónsul Saturnino mandó anunciar por pregón: "Esperato, Nartzalo, Cittino, Veturio, Félix, Aquilino, Letancio, Genara, Generosa, Vestia, Donata, Secunda sean conducidos al suplicio".
Todos dijeron: "Gracias a Dios".
Así terminan las actas del martirio, con ese "Deo gratias" unánime de los doce mártires, como si la Iectura de la sentencia provocara en ellos parte un suspiro de alivio, parte un grito de triunfo.
Una mano cristiana añadió a los protocolos oficiales esta coletilla: "Así todos juntos fueron coronados del martirio y reinan con el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos".
Realmente, no necesita apostillas tan bello documento. El procónsul Saturnino, el primero que desencadenó en Africa la gran persecución, según Tertuliano, pudo aprender laconismo y entereza de aquellos humildes cristianos que tuvo en su tribunal. Hablan con mesura, sin fanfarronería, pero con dignidad. Conservan todas las viejas virtudes romanas, que eran orgullo de este gran pueblo, pero sublimadas con la nueva religión. ¡Qué noble la frase de Secunda: "¡Lo que soy, eso quiero ser"! Hay en la breve y rotunda afirmación de esta mujer una firmeza inconmovible. Por eso les sobraron a todos los treinta días de plazo. "En causa tan justa no había lugar a deliberación".
Al responder con tal aplomo y seguridad aquellos sencillos aldeanos, sin sentirse cortados ante la pompa de la sala del tribunal del procónsul, nos parece percibir la profecía de Cristo: "Cuando os lleven a juicio no andéis pensando las palabras que debáis decir; mi Padre os pondrá en los labios las palabrasque no podrán replicar vuestros adversarios".
Sí, es el procónsul el derrotado a pesar de dictar sentencia condenatoria. Sólo ante el triunfo pronunciamos frases de agradecimiento, y los mártires de Scili dijeron todos a una: "Gracias a Dios".
Las reliquias de estos mártires fueron conservadas en una espléndida basílica que posteriormente se levantó en su honor, en Cartago, y donde algunas veces predicó San Agustín. Después fueron transportadas a Lyón y en el siglo IX a Arlés, donde se supone que reposan actualmente.
LEER LAS ACTAS DE LOS MÁRTIRES
https://www.primeroscristianos.com/acta-martirio-santos-escilitanos-180/
Scillium, también conocida como Escilio,1 es una antigua ciudad no identificada de Numidia, en el África romana, cercana a Cartago.
Siendo cónsules Presente, por segunda vez, y Claudiano, dieciséis días antes de las calendas de agosto, en Cartago, llevados al despacho oficial, Esperato, Nartzalo y Citino, Donata, Segunda y Vestia, el procónsul Saturnino les dijo:
- Podéis alcanzar el perdón de nuestro señor, el emperador, con solo que volváis a buen discurso.
Esperato dijo:
- Jamás hemos hecho mal a nadie; jamás hemos cometido una iniquidad, jamás hablamos mal de nadie, sino que hemos dado gracias del mal recibido; por lo cual obedecemos a nuestro Emperador.
El procónsul Saturnino dijo:
- También nosotros somos religiosos y nuestra religión es sencilla. Juramos por el genio de nuestro señor, el emperador, y hacemos oración por su salud, cosas que también debéis hacer vosotros.
Esperato dijo:
- Si quisieras prestarme tranquilamente oído, yo te explicaría el misterio de la sencillez.
Saturnino dijo:
- En esa iniciación que consiste en vilipendiar nuestra religión, yo no te puedo prestar oídos; más bien, jurad por el genio de nuestro señor, el emperador.
Esperato dijo:
- Yo no conozco el Imperio de este mundo, sino que sirvo a aquel Dios a quien ningún hombre vio ni puede ver con estos ojos de carne. Por lo demás, yo no he hurtado jamás: si algún comercio ejercito, pago puntualmente los impuestos, pues conozco a mi Señor, Rey de reyes y Emperador de todas las naciones.
El procónsul Saturnino dijo a los demás:
- Dejaos de semejante persuasión.
Esperato dijo:
- Mala persuasión es la de cometer un homicidio y la de levantar un falso testimonio.
El procónsul Saturnino dijo:
- No queráis tener parte en esta locura.
Citino dijo:
- Nosotros no tenemos a quien temer, sino a nuestro Señor que está en los cielos.
Donata dijo:
- Nosotros tributamos honor al César como a César; mas temer, sólo tememos a Dios.
Vestia dijo:
- Soy cristiana.
Segunda dijo:
- Lo que soy, eso quiero ser.
Saturnino procónsul dijo a Esperato:
- ¿Sigues siendo cristiano?
Esperato dijo:
- Soy cristiano.
Y todos lo repitieron a una con él.
El procónsul Saturnino dijo:
- ¿No queréis un plazo para deliberar?
Esperato dijo:
- En cosa tan justa, huelga toda deliberación.
El procónsul Saturnino dijo:
- ¿Qué lleváis en esa caja?
Esperato dijo:
- Unos libros y las cartas de Pablo, varón justo.
El procónsul Saturnino dijo:
- Os concedo un plazo de treinta días, para que reflexionéis.
Esperato dijo de nuevo:
- Soy cristiano.
Y todos asintieron con él.
El procónsul Saturnino leyó de la tablilla la sentencia:
Esperato, Nartzalo, Citino, Donata, Vestia, Segunda y los demás que han declarado vivir conforme a la religión cristiana, puesto que habiéndoseles ofrecido facilidad de volver a la costumbre romana se han negado obstinadamente, sentencio que sean pasados a espada.Esperato dijo:
- Damos gracias a Dios.
Nartzalo dijo:
- Hoy estaremos como mártires en el cielo. ¡Gracias a Dios!
El procónsul Saturnino dio orden al heraldo que pregonara:
- Esperato, Nartzalo, Citino, Veturio, Félix, Aquilino, Letancio, Jenaro, Generosa, Vestia, Donata, Segunda, están condenados al último suplico.
Todos, a una voz, dijeron:
- ¡Gracias a Dios!
Y en seguida fueron degollados por el nombre de Cristo.
(BAC 75, 352-355)


