Nació probablemente en Cesárea Marítima, en la época de esplendor del Imperio Romano.
Cornelio el Centurión fue un centurión romano y, según el Nuevo Testamento, el primer gentil en ser bautizado en la fe cristiana. Era capitán de una centuria del ejército romano en Cesárea Maritima, aproximadamente 50 kilómetros al norte de la actual Tel Aviv, Israel. Cornelio era conocido por ser un hombre justo y pío, que gustaba de ayudar a los demás.
De acuerdo con los Hechos de los Apóstoles, San Cornelio tuvo una visión en la que un ángel lo conminó a buscar al apóstol San Pedro, quien para entonces estaba predicando en Jaffa. El Centurión lo mandó llamar, y San Pedro se presentó con él.
A raíz de la conversación que sostuvieron, San Pedro le dijo: “Dios no tiene acepción de personas, sino que se complace en toda nación que le teme y practica la justicia. (…) ¿Puede acaso negarse el agua del bautismo a éstos, que recibieron el Espíritu Santo como nosotros?”
A continuación, San Pedro bautizó a todos los gentiles presentes, comenzando con San Cornelio el Centurión. Según la tradición, San Cornelio fue nombrado obispo o bien de Cesárea, o bien de Scepsis, cerca de la actual Bayramiç, Turquía.
La conversión de San Cornelio tuvo enorme trascendencia, pues hasta entonces la fe de Jesús no se había extendido a personas que no fueran del pueblo judío. En lo que fue el primer concilio de la cristiandad, el Concilio de Jerusalén, hacia el año 50, San Pedro explicó su postura, abogando junto con San Pablo y Santiago por predicar entre los gentiles.
La primera persona no judía que se hizo cristiana
Cornelio era un centurión romano que aunque no tenía origen judío era piadoso y temeroso de Dios. Pertenecía a la corte llamada Itálica. Ha pasado a la historia como el primer pagano que se convirtió al cristianismo.Los Hechos de los Apóstoles 10 narran que un día, como a las tres de la tarde, se encontraba orando a Dios, dudoso de su voluntad. Entonces tuvo una visión de un ángel que le dijo que enviara hombres a Jope para traer a un hombre llamado Simón también conocido como Pedro, el cual le daría las respuestas que estaba buscando.
Pedro, que se encontraba en ese momento visitando las iglesias de Judea, a su vez había tenido una visión que aclaraba que la voluntad de Dios de admitir a los gentiles dentro de la Iglesia.
Por lo tanto, al encontrarse con los mensajeros de Cornelio, aceptó enseguida la invitación y fue hasta su casa en Cesarea. Cuando entró, comenzó a predicar el Evangelio y mientras hablaba, el Espíritu Santo descendió sobre todos los presentes, manifestándose con el don de lenguas. Pedro ordenó que los que se encontraban allí presentes fuesen bautizados en nombre de Jesús.
El acontecimiento tiene una importancia fundamental en la historia de la Iglesia, porque se abrió tanto a los «incircuncisos» como a los «circuncidados», liberándose del formalismo antiguo. A partir de este momento se comenzó con la evangelización de los “gentiles”.
Algunos martirologistas occidentales han calificado a Cornelio como obispo de Cesarea, pero historiadores eclesiásticos autorizados de la antigüedad, como Eusebio de Cesarea y Orígenes, tan estrechamente ligado a Cesarea, no confirman este episcopado.
Lugares de culto
Su casa fue transformada en iglesia; la matrona romana santa Paola la visitó a finales del siglo IV, en su peregrinación a Tierra Santa, descrita por san Jerónimo.
“Observan exactamente los mandamientos de Dios, viviendo santa y justamente, así como el Señor Dios les ha mandado; le rinden gracias cada mañana y cada tarde, por cada comida o bebida y todo otro bien... ". (ARISTIDES, Siglo II, La Apología)
"Estas son, oh emperador, sus leyes. Los bienes que deben recibir de Dios, se los piden, y así atraviesan por este mundo hasta el fin de los tiempos, puesto que Dios lo ha sujetado todo a ellos. Le están, pues, agradecidos, porque para ellos ha sido hecho el universo entero y la creación. Por cierto, esta gente ha hallado la verdad”. (ARISTIDES, Siglo II, La Apología)
“En los cristianos se da un sabio dominio de sí mismos, se practica la continencia, se observa el matrimonio único, la castidad es custodiada, la injusticia es excluida, la piedad es apreciada con lo hechos. Dios es reconocido, la verdad es considerada norma suprema”. (SAN TEÓFILO DE ANTIOQUÍA, Libros a Autólico, Siglo II)
2. Entrega a los demás
“Socorren a quienes los ofenden, haciendo que se vuelvan amigos suyos; hacen bien a los enemigos. No adoran dioses extranjeros; son dulces, buenos, pudorosos, sinceros y se aman entre sí; no desprecian a la viuda; salvan al huérfano; el que posee da, sin esperar nada a cambio, al que no posee.
Cuando ven forasteros, los hacen entrar en casa y se gozan de ello, reconociendo en ellos verdaderos hermanos, ya que así llaman no a los que lo son según la carne, sino a los que lo son según el alma.
Cuando muere un pobre, si se enteran,contribuyen a sus funerales según los recursos que tengan; si vienen a saber que algunos son perseguidos o encarcelados o condenados por el nombre de Cristo, ponen en común sus limosnas y les envían aquello que necesitan, y si pueden, los liberan; si hay un esclavo o un pobre que deba ser socorrido, ayunan dos o tres días, y el alimento que habían preparado para sí se lo envían, estimando que él también tiene que gozar, habiendo sido como ellos llamado a la dicha”. (ARISTIDES, Siglo II, La Apología)
3. Ciudadanos de la tierra y del cielo
“No tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro”. (Hebreos 13, 14)
“Habitan en la propia patria como extranjeros. Cumplen con lealtad sus deberes ciudadanos, pero son tratados como forasteros. Cualquier tierra extranjera es para ellos su patria y toda patria es tierra extranjera.
Se casan como todos, tienen hijos, pero no abandonan a sus recién nacidos. Tienen en común la mesa, pero no la cama. Están en la carne, pero no viven según la carne. Habitan en la tierra, pero son ciudadanos del cielo. Obedecen a las leyes del Estado, pero, con su vida, van más allá de la ley.
Aman a todos y son perseguidos por todos. No son conocidos, pero todos los condenan. Son matados, pero siguen viviendo. Son pobres, pero hacen ricos a muchos. No tienen nada, pero abundan en todo. Son despreciados, pero en el desprecio encuentran gloria ante Dios.
Se ultraja su honor, pero se da testimonio de su justicia. Están cubiertos de injurias y ellos bendicen. Son maltratados y ellos tratan a todos con amor. Hacen el bien y son castigados como malhechores. Aunque se les castigue, están serenos, como si, en vez de la muerte, recibieran la vida. Son atacados por los judíos como una raza extranjera. Los persiguen los paganos, pero ninguno de los que los odian sabe decir el porqué”. (Siglo II-III, Carta a Diogneto)
“Los cristianos llevan grabadas en su corazón las leyes de Dios y las observan en la esperanza del siglo futuro. Por esto no cometen adulterio ni fornicación, no levantan falso testimonio; no se adueñan de los depósitos que han recibido; no anhelan lo que no les pertenece; honran al padre y a la madre, hacen bien al prójimo; y, cuando son jueces, juzgan justamente.
No adoran ídolos de forma humana; todo aquello que no quieren que los otros les hagan a ellos, ellos no se lo hacen a nadie. No comen carnes ofrecidas a los ídolos, porque están contaminadas. Sus hijas son puras y vírgenes y huyen de la prostitución; los hombres se abstienen de toda unión ilegítima y de toda impureza; igualmente sus mujeres son castas, en la esperanza de la gran recompensa en el otro mundo…” (ARÍSTIDES, La apología, Siglo II)
4. Eucaristía
En uno de los primeros textos cristianos, San Justino explica cómo se celebraba la eucaristía en los primeros tiempos.
“El día que se llama día del sol tiene lugar la reunión en un mismo sitio de todos los que habitan en la ciudad o en el campo.
Se leen las memorias de los Apóstoles y los escritos de los Profetas.
Cuando el lector ha terminado, el que preside toma la palabra para incitar y exhortar a la imitación de tan bellas cosas.
Luego nos levantamos yoramos por nosotros... y por todos los demás dondequiera que estén, a fin de que seamos hallados justos en nuestra vida y nuestras acciones y seamos fieles a los mandamientos para alcanzar la salvación eterna.
Luego se lleva al que preside el pan y una copa con vino y agua mezclados.
El que preside los toma y eleva alabanzas y gloria al Padre del universo, por el nombre del Hijo y del Espíritu Santo, y da gracias largamente porque hayamos sido juzgados dignos de estos dones.
Cuando el que preside ha hecho la acción de gracias y el pueblo ha respondido “amén”, los que entre nosotros se llaman diáconos distribuyen a todos los que están presentes el pan y el vino “eucaristizados”. (SAN JUSTINO, Carta a Antonino Pío, Emperador, año 155)
“A nadie le es lícito participar en la Eucaristía, si no cree que son verdad las cosas que enseñamos y no se ha purificado en aquel baño que da la remisión de los pecados y la regeneración, y no vive como Cristo nos enseñó.
Porque no tomamos estos alimentos como si fueran un pan común o una bebida ordinaria, sino que así como Cristo, nuestro salvador, se hizo carne y sangre a causa de nuestra salvación, de la misma manera hemos aprendido que el alimento sobre el que fue recitada la acción de gracias, que contiene las palabras de Jesús y con que se alimenta y transforma nuestra sangre y nuestra carne, es precisamente la carne y la sangre de aquel mismo Jesús que se encarnó.
Los apóstoles, en efecto, en sus tratados llamados Evangelios, nos cuentan que así les fue mandado, cuando Jesús, tomando pan y dando gracias dijo: “Haced esto en conmemoración mía. Esto es mi cuerpo”.Y luego, tomando del mismo modo en sus manos el cáliz, dio gracias y dijo: “Esta es mi sangre”, dándoselo a ellos solos.
Desde entonces seguimos recordándonos unos a otros estas cosas. Y los que tenemos bienes acudimos en ayuda de otros que no los tienen y permanecemos unidos. Y siempre que presentamos nuestras ofrendas alabamos al Creador de todo por medio de su Hijo Jesucristo y del Espíritu Santo”. (SAN JUSTINO, Carta a Antonino Pío, Emperador, año 155)
5. Dimensión cristiana del trabajo
Los primeros cristianos tuvieron muy presente el testimonio de Cristo con su vida de trabajo, ya que “fue considerado como carpintero, y fue así que obras de este oficio fabricó mientras estaba entre los hombres, enseñando por ellas los símbolos de la justicia, y lo que es una vida de trabajo” (JUSTINO, Diálogo con Tritón).
Al proyectarse el mensaje cristiano sobre aquella estructura laboral, el trabajo aún el peor cualificado, adquiere una dimensión nueva en Cristo (cfr. Ef. 6,7). La dimensión sobrenatural del trabajo será como un incentivo divino que superará con mucho el impacto de los condicionamientos sociales, pero sin violencias ni rebeliones.
El trabajo tenía para los primeros cristianos un valor de signo distintivo entre el verdadero creyente y el falso hermano, así como una manera delicada de vivir la caridad para no ser gravoso a ningún hermano (cfr. Thes 5, 11). (cfr. Enciclopedia GER)
Por otra parte, no podemos olvidar que los primeros cristianos estaban inmersos en un mundo en el que el trabajo era tenido como algo peyorativo.
“Y como el trabajo era lo que determinaba la vida del esclavo, se impuso la conocida distinción entre trabajo servil y trabajo liberal, identificando en el primero el trabajo propiamente dicho, y en el segundo toda esa gama de actividades que, además de la cultura, comprende las aficiones y las artes” (J.Mullor, La Nueva Cristiandad, Madrid 1966, p.215).
No se distinguían de los demás hombres de su tiempo, ni por su vestido, ni por sus insignias, ni por tener una ciudadanía diferente.
Cada uno de los primeros cristianos ocupaba un lugar en la estructura social de su tiempo, el mismo que tenía antes de convertirse. Si era esclavo no perdía su condición al hacerse cristiano aunque su vida adquiriese una dimensión sobrenatural. Esa actitud cristiana lleva a una apertura grande para asimilar los valores positivos, que existían en el paganismo. Así comentará S. Justino de los pensadores paganos: “cuanto, pues, de bueno está dicho en todos ellos, nos pertenece también a nosotros los cristianos”.
(cfr. Enciclopedia GER)
2. “La vida que llevan no tiene nada de extraño”
“Los cristianos no se diferencian ni por el país donde habitan, ni por la lengua que hablan, ni por el modo de vestir. No se aíslan en sus ciudades, ni emplean lenguajes particulares: la misma vida que llevan no tiene nada de extraño.
Su doctrina no nace de disquisiciones de intelectuales ni tampoco siguen, como hacen tantos, un sistema filosófico, fruto del pensamiento humano. Viven en ciudades griegas o extranjeras, según los casos, y se adaptan a las tradiciones locales lo mismo en el vestir que en el comer, y dan testimonio en las cosas de cada día de una forma de vivir que, según el parecer de todos, tiene algo de extraordinario”.
“Yo honraré al emperador, pero no lo adoraré; rezaré, sin embargo, por él. Yo adoro al Dios verdadero y único por quien sé que el soberano fue hecho. Y entonces podrías preguntarme: ¿Y por qué, pues, no adoras al emperador? El emperador, por su naturaleza, debe ser honrado con legítima deferencia, no adorado.
El no es Dios, sino un hombre al quien Dios ha puesto no para que sea adorado, sino para que ejerza la justicia en la tierra. El gobierno del Estado le ha sido confiado de algún modo por Dios. Y así como el emperador no puede tolerar que su título sea llevado por cuantos le están subordinados –nadie, en efecto, puede ser llamado emperador-, de la misma manera nadie puede ser adorado excepto Dios.
El soberano por lo tanto debe ser honrado con sentimientos de reverencia; hay que prestarle obediencia y rezar por él. Así se cumple la voluntad de Dios”.
4. Viven la honestidad: Iguales que su contemporáneos
“Se nos acusa de ser improductivos en las varias formas de actividad. Pero ¿cómo se puede decir esto de hombres que viven con vosotros, que comen como vosotros, que visten los mismos trajes, que siguen el mismo género de vida y tienen las mismas necesidades de vida?
Nosotros acordamos dar gracias a Dios, Señor y creador, y no rehusamos ningún fruto de su obra. Usamos las cosas con moderación, no en forma descomedida o mala. Convivimos con vosotros y frecuentamos el foro, el mercado, los baños, las tiendas los talleres, los establos, participando en todas las actividades.
Navegamos también juntamente con vosotros, militamos en el ejército, cultivamos la tierra, ejercemos el comercio, permutamos las mercaderías y ponemos en venta, para uso vuestro, el fruto de nuestro trabajo. Yo sinceramente no entiendo cómo podemos parecer inútiles e improductivos para vuestros asuntos, cuando vivimos con vosotros y de vosotros.
Sí, hay gente que tiene motivo para quejarse de los cristianos, porque no puede comerciar con ellos: son los protectores de prostitutas, los rufianes y sus cómplices; les siguen los criminales, los envenenadores, los encantadores, los adivinos, los hechiceros, los astrólogos. ¡Es maravilloso ser improductivos para esta gente!... Y después, en las cárceles vosotros no encuentráis nunca a un cristiano, a no ser que esté ahí por motivos religiosos. Nosotros hemos aprendido de Dios a vivir en la honestidad”.
Una imagen de una mujer con velo y un niño en brazos en las Catacumbas de Santa Priscilla podría ser el primer retrato de la Virgen
Las Catacumbas de Santa Priscilla, situadas en la Via Salaria, son de las más importantes de Roma. La cantidad de mártires enterrados en sus pasadizos hicieron de ellas un lugar de peregrinación excepcional durante la Edad Media.
Sin embargo, las Catacumbas de Santa Priscilla albergan, además de sarcófagos, féretros y nichos, colecciones de frescos que, aún, conservan en buena medida la vida de su colorido original.
Entre estos frescos, destaca uno que podría ser la primera imagen conocida de la Virgen María.
Generalmente, se acepta que las primeras imágenes marianas conocidas datan del siglo V, después de que el Concilio de Éfeso, en el año 431, tras combatir la herejía Nestoriana, afirmase la maternidad divina de María, llamándola a partir de entonces, con el título de Theotokos, Madre de Dios.
Este dato, que no es menor, ha puesto en duda el hecho de que esta sea en efecto la primera representación mariana que se conoce y que, en cambio, se trate sólo del retrato de una mujer con su hijo, quienes posiblemente habrían sido enterrados en las catacumbas.
Para otros historiadores del arte, la presencia de la figura a la izquierda del conjunto es reveladora. Si la figura, que parece estar dirigiéndose a la mujer, fuese el Arcángel Gabriel, estaríamos quizá en presencia de la primera representación de la Anunciación, allí en el llamado “arenario central”.
Sin embargo, nuevos hallazgos en las Catacumbas de Santa Priscilla, en la sección conocida como La Capilla Sixtina Paleocristiana, parecen haber dado, junto a nuevos frescos en los que estarían representadas la resurrección de Lázaro, Santa Felicitas y dos de sus hijos (los mártires Felipe y Félix), otra imagen de una mujer con un niño en brazos que, aparentemente, podría corresponder a la Virgen María.
Los cristianos formaron comunidades locales—iglesias— bajo la autoridad pastoral de un obispo. El obispo de Roma—sucesor del Apóstol Pedro— ejercía el Primado sobre todas las iglesias. La Eucaristía era centro de la vida cristiana. El rechazo del Gnosticismo fue la gran victoria doctrinal de la Iglesia primitiva.
1. Introducción
La expansión del Cristianismo en el mundo antiguo se acomodó a las estructuras y modos de vida propios de la sociedad romana. Examinadas ya la progresiva realización del principio de universalidad cristiana y las relaciones entre la Iglesia y el Imperio pagano, procede ahora exponer los principales aspectos de la vida interna de las cristiandades: su composición social y jerárquica, el gobierno pastoral, la doctrina, la disciplina, el culto litúrgico, etc.
La Roma clásica promovió por doquier, con deliberado propósito, la difusión de la vida urbana: municipios y colonias surgieron en gran número por todas las provincias de un Imperio para el cual urbanización era sinónimo de romanización. El Cristianismo nació en este contexto histórico y las ciudades fueron sede de las primeras comunidades, que constituyeron en ellas iglesias locales.
Las comunidades cristianas estaban rodeadas de un entorno pagano hostil, que favorecía su cohesión interna y la solidaridad entre sus miembros. Pero esas iglesias no fueron núcleos perdidos y aislados: la comunión y la comunicación entre ellas era real y todas tenían un vivo sentido de hallarse integradas en una misma Iglesia universal, la única Iglesia fundada por Jesucristo.
2. Jerarquía y unidad de la Iglesia Primitiva
Muchas iglesias del siglo I fueron fundadas por los Apóstoles y, mientras éstos vivieron, permanecieron bajo su autoridad superior, dirigidas por un «colegio» de presbíteros que ordenaba su vida litúrgica y disciplinar. Este régimen puede atestiguarse especialmente en las iglesias «paulinas», fundadas por el Apóstol de las Gentes. Pero a medida que los Apóstoles desaparecieron, se generalizó en todas partes el episcopado local monárquico, que ya se había introducido desde un primer momento en otras iglesias particulares. El obispo era el jefe de la iglesia, pastor de los fieles y, en cuanto sucesor de los Apóstoles, poseíala plenitud del sacerdocio y la potestad necesaria para el gobierno de la comunidad.
La clave de la unidad de las iglesias dispersas por el orbe, que las integraba en una sola Iglesia universal, fue la institución del Primado romano. Cristo, Fundador de la Iglesia —tal como se recordó en otro lugar—, escogió al Apóstol Pedro como la roca firme sobre la que habría de asentarse la Iglesia. Pero el Primado conferido por Cristo a Pedro no era, de ningún modo, una institución efímera y circunstancial, destinada a extinguirse con la vida del Apóstol. Era una institución permanente, prenda de la perennidad de la Iglesia y válida hasta el fin de los tiempos.
Pedro fue el primer obispo de Roma, y sus sucesores en la Cátedra romana fueron también sucesores en la prerrogativa del Primado, que confirió a la Iglesia la constitución jerárquica, querida para siempre por Jesucristo. La Iglesia romana fue, por tanto —y para todos los tiempos—, centro de unidad de la Iglesia universal.
3. El ejercicio del Primado
El ejercicio del Primado romano ha estado lógicamente condicionado, a lo largo de los siglos, por las circunstancias históricas. En épocas de persecución o de difíciles comunicaciones entre los pueblos, aquel ejercicio fue menos fácil e intenso que en otros momentos más propicios. Pero la historia permite documentar, desde la primera hora, tanto el reconocimiento por las demás iglesias de la preeminencia que correspondía a la Iglesia romana, como la conciencia que los obispos de Roma tenían de su Primacía sobre la Iglesia universal.
A principios del siglo II, San Ignacio, obispo de Antioquía, escribía que la Iglesia romana es la Iglesia «puesta a la cabeza de la caridad», atribuyéndole así un derecho de supremacía eclesiástica universal.
Para San Ireneo de Lyon, en su tratado «Contra las herejías» (a. 185), la Iglesia de Roma gozaba de una singular preeminencia y era criterio seguro para el conocimiento de la verdadera doctrina de la fe.
De la conciencia que tenían los obispos de Roma de poseer el Primado sobre la Iglesia universal ha quedado un testimonio insigne, que se remonta al siglo I.
A raíz de un grave problema interno, surgido en el seno de la comunidad cristiana de Corinto, el papa Clemente I intervino de modo autoritario.
La carta escrita por el Papa, prescribiendo aquello que procedía hacer y exigiendo obediencia a sus mandatos, constituye una clara prueba de la conciencia que tenía de su potestad primacial; y no es menos significativa la respetuosa y dócil acogida dispensada por la iglesia de Corinto a la intervención pontificia.
4. Proceso de conversión
«Los cristianos no nacen, se hacen», escribió Tertuliano a finales del siglo II. Estas palabras pudieron significar, entre otras cosas, que, en su tiempo, la gran mayoría de los fieles no eran —como serían a partir del siglo IV— hijos de padres cristianos, sino personas nacidas en la gentilidad, venidas a la Iglesia en virtud de una conversión a la fe de Jesucristo. El bautismo —sacramento de incorporación a la Iglesia— constituía entonces el coronamiento de un dilatado proceso de iniciación cristiana.
Este proceso, comenzado por la conversión, proseguía a lo largo del «catecumenado», un tiempo de prueba y de instrucción catequética, instituido de modo regular desde finales del siglo II. La vida litúrgica de los cristianos tenía su centro en el Sacrificio Eucarístico, que se ofrecía por lo menos el día del domingo, bien en una vivienda cristiana —sede de alguna «iglesia doméstica»—, o bien en los lugares destinados al culto, que comenzaron a existir desde el siglo III.
5. La diversidad cultural entre los cristianos
Las antiguas comunidades cristianas estaban constituidas por toda suerte de personas, sin distinción de clase o condición. Desde los tiempos apostólicos, la Iglesia estuvo abierta a judíos y gentiles, pobres y ricos, libres y esclavos.
Es cierto que la mayoría de los cristianos de los primeros siglos fueron gentes de humilde condición, y un intelectual pagano hostil al Cristianismo, Celso, se mofaba con desprecio de los tejedores, zapateros, lavanderas y otras gentes sin cultura, propagadores del Evangelio en todos los ambientes.
Pero es un hecho indudable que, desde el siglo I, personalidades de la aristocracia romana abrazaron el Cristianismo.
Este hecho, dos siglos más tarde, revestía tal amplitud que uno de los edictos persecutorios del emperador Valeriano estuvo dirigido especialmente contra los senadores, caballeros y funcionarios imperiales que fueran cristianos.
6. Estructura de las comunidades paleocristianas
La estructura interna de las comunidades cristianas era jerárquica. El obispo —jefe de la iglesia local— estaba asistido por el clero, cuyos grados superiores —los órdenes de los presbíteros y los diáconos— eran, como el episcopado, de institución divina. Clérigos menores, asignados a determinadas funciones eclesiásticas, aparecieron en el curso de estos siglos. Los fieles que integraban el Pueblo de Dios eran en su inmensa mayoría cristianos corrientes, pero los había también que se distinguían por una u otra razón.
En la edad apostólica hubo numerosos carismáticos, cristianos que para servicio de la Iglesia recibieron dones extraordinarios del Espíritu Santo. Los carismáticos cumplieron una importante función en la Iglesia primitiva, pero constituían un fenómeno transitorio que se extinguió prácticamente en el primer siglo de la Era cristiana.
Mientras duró la época de las persecuciones, gozaron de un especial prestigio los «confesores de la fe», llamados así porque habían «confesado» su fe como los mártires, aunque sobrevivieran a sus prisiones y tormentos.
Todavía procede señalar otros fieles cristianos, cuya vida o ministerios les conferían una particular condición en el seno de las iglesias: las viudas, que desde los tiempos apostólicos formaban un «orden» y atendían a ministerios con mujeres; y los ascetas y las vírgenes, que abrazaban el celibato «por amor del Reino de los Cielos» y constituían —en palabras de San Cipriano— «la porción más gloriosa del rebaño de Cristo».
7. Apología del cristianismo primitivo
Los primeros cristianos sufrieron la dura prueba externa de las persecuciones; internamente, la Iglesia hubo de afrontar otra prueba no menos importante: la defensa de la verdad frente a corrientes ideológicas que trataron de desvirtuar los dogmas fundamentales de la fe cristiana. Las antiguas herejías —que así se llamó a esas corrientes de ideas— pueden dividirse en tres distintos grupos. De una parte, existió un Judeo-cristianismo herético, negador de la divinidad de Jesucristo y de la eficacia redentora de su Muerte, para el cual la misión mesiánica de Jesús habría sido la de llevar el Judaismo a su perfección, por la plena observancia de la Ley.
Un segundo grupo de herejías —de más tardía aparición— se caracterizó por su fanático rigorismo moral, estimulado por la creencia en un inminente fin de los tiempos. En el siglo II, la más conocida de estas herejías fue el Montanismo, aunque en el África latina, de principios del siglo IV, el extremismo rigorista sería todavía uno de los componentes del Donatísmo.
Pero la mayor amenaza que hubo de afrontar la Iglesia cristiana durante la edad de los mártires fue, sin duda, la herejía gnóstica. El Gnosticismo era una gran corriente ideológica tendente al sincretismo religioso, muy de moda en los siglos finales de la Antigüedad.
El Gnosticismo —que constituía una verdadera escuela intelectual— se presentaba como una sabiduría superior, al alcance sólo de una minoría de «iniciados». Ante el Cristianismo su propósito fue desvirtuar las verdades de la fe, presentando las doctrinas gnósticas como la expresión de la tradición cristiana más sublime, que Cristo habría reservado para sus discípulos más íntimos.
El representante más notable del Gnosticismo cristiano fue Marción. La Iglesia reaccionó con entereza y los Padres Apostólicos demostraron la absoluta incompatibilidad existente entre Cristianismo y Gnosticismo.
Nuestro siglo XXI está llamado a ser el siglo de la fraternidad
El papa Francisco acaba de publicar una encíclica de gran calado, llamada a convertirse, con el paso del tiempo, en su legado espiritual a la humanidad en temas sociales.
No sorprende, por eso, que el pontífice haya querido firmar el documento en Asís, junto a la tumba de su querido san Francisco, de quien tomó el nombre como papa hace siete años y de quien ahora toma también las palabras que designan la encíclica: Fratelli tutti (hermanos todos).
En ella, Francisco nos presenta, en carne viva, un panorama del mundo actual, con sus problemas y retos, que van desde la lacerante pandemia del covid-19 hasta las heridas causadas por la mala gestión de la inmigración, el racismo, el desempleo, la discriminación de la mujer, la esclavitud y la trata, el aborto, el populismo, las guerras, la especulación financiera, el abuso tecnológico del poder o la pena de muerte.
En el largo documento, el papa pasa de detalles tan concretos y simpáticos, como el de “evitar tecleos y mensajes rápidos y ansiosos” (nº 49), a temas tan relevantes como pedir la reforma de la Organización de las Naciones Unidas y una nueva “arquitectura económica y financiera internacional”, con el fin de poner “límites jurídicos precisos que eviten que se trate de una autoridad cooptada por unos pocos países, y que a su vez impidan imposiciones culturales o el menoscabo de las libertades básicas de las naciones más débiles a causa de diferencias ideológicas” (nº 173)
Charles de Foucauld como modelo
La encíclica es profundamente inclusiva y está dirigida a todas las mujeres y hombres que componen la gran familia de la humanidad, no solo a los cristianos. En la encíclica, se citan ilustres autores romanos como Virgilio o Cicerón, notables intelectuales judíos como Hilel el Sabio, o grandes líderes sociales como Mahatma Gandhi, Martin Luther King o Desmond Tutu. El papa cuenta que las conversaciones que mantuvo con el gran imán Ahmad Al-Tayyeb, en Abu Dhabi en 2019, le han estimulado a escribir el documento. Al final de la encíclica ofrece como modelo a Charles de Foucauld (1858-1916), un militar y explorador francés, luego místico ermitaño y mártir, quien supo ver en cada mujer y hombre un verdadero hermano.
Aunque son muchos y muy diversos los temas tratados, la encíclica tiene un hilo conductor claro, a saber: solo seremos capaces de reconocer en nuestro prójimo a un hermano, con independencia de razas, fronteras, lenguas y culturas, si nos abrimos a los demás; es decir, si adoptamos la actitud del buen samaritano. No hemos cambiado suficientemente, dirá el líder de la Iglesia católica si “ver a alguien sufriendo nos molesta, nos perturba, porque no queremos perder nuestro tiempo por culpa de los problemas ajenos” (nº 65). Esta conversión, que implica la reconciliación, es un hecho personal y “nadie puede imponerla al conjunto de una sociedad, aun cuando deba promoverla” (nº 246).
Diálogo interreligioso y fraternidad universal
Es precisamente esta conversión individual la que permitirá poco a poco “avanzar hacia un orden social y político cuya alma sea la caridad social”, es decir, un amor capaz de “generar procesos sociales de fraternidad y de justicia para todos” (nº 180). El papa insiste en que este nuevo orden integrador de la humanidad no es “mera utopía” (nº 180), sino el fruto de una conversión personal que acabará alcanzando a todas las instituciones, comunidades y culturas.
Todas las religiones deben contribuir a la construcción de la fraternidad universal en el mundo. Mencionando un documento de los obispos de la India, el pontífice afirma que el diálogo interreligioso debe servir para “establecer amistad, paz, armonía y compartir valores y experiencias morales y espirituales en un espíritu de verdad y amor” (nº 251).
Una vez convertidos, los seres humanos advertiremos que el hecho de la fraternidad universal no es una mera abstracción, sino que tiene consecuencias muy concretas en el ámbito de la política, la economía y el derecho. Me atrevería a decir que la gran aportación de esta encíclica de Francisco es otorgar relevancia política y jurídica al hecho mismo de la fraternidad universal, lo que exige un profundo cambio de perspectiva social y política.
Un cambio en las reglas del derecho internacional
En un mundo visto desde esta nueva perspectiva fraterna, no cabe escudarse en intereses estatales, por ejemplo, para justificar guerras, legitimar la pena de muerte o cerrar las fronteras arbitrariamente a hermanos nuestros que solicitan nuestra cooperación. Tampoco cabe obstaculizar el proceso hacia una gobernanza global que imponga normas vinculantes a todos los Estados en aquellas materias que afectan a la humanidad en su conjunto (conservación del planeta, terrorismo internacional, pandemias, inmigración, armamento, etc.). La fraternidad universal exige un cambio de las reglas de juego del derecho internacional, lo que implica una reforma de la Carta de las Naciones Unidas.
La conciencia humana evoluciona y las circunstancias cambian. Sin negar la existencia de una moralidad objetiva, sino más bien precisamente por ello, lo que pudo ser una solución legítima antaño (como lo era operar sin anestesia), no es ya de recibo en nuestros días. Por eso, Francisco es claro: “hoy es muy difícil sostener los criterios racionales madurados en otros siglos para hablar de una posible guerra justa. ¡Nunca más la guerra!” (nº 258). Poco después, el papa considera la pena de muerte “inadmisible” y recuerda que “la Iglesia se compromete con determinación para proponer que sea abolida en todo el mundo” (nº 262). Toda una lección a Estados Unidos, que ejecutó a 22 prisioneros el año pasado.
Muchos son los temas en lo que me gustaría detenerme, pero no hay espacio para ello. Sí, en cambio, para decir que, en esta encíclica, Francisco traza una senda clara para guiar a la humanidad hacia una unidad política, social y jurídica sin precedentes. Si el siglo XIX fue el siglo de la libertad, y el XX el de la igualdad, nuestro siglo XXI está llamado a ser el siglo de la fraternidad.
Nota del editor:Rafael Domingo Oslé es profesor en el Centro de Derecho y Religión de la Universidad de Emory y catedrático Álvaro d’Ors en el Instituto de Cultura y Sociedad de la Universidad de Navarra. Las opiniones expresadas en este comentario son exclusivamente suyas.
El Concilio de Calcedonia fue un concilio ecuménico que tuvo lugar entre el 8 de octubre y el 1 de noviembre de 451 en Calcedonia, ciudad de Bitinia, en Asia Menor. Es el cuarto de los primeros siete concilios ecuménicos de la Cristiandad, y sus definiciones dogmáticas fueron desde entonces reconocidas. Rechazó la doctrina del monofisismo, defendida por Eutiquio, y estableció el Credo de Calcedonia, que describe la plena humanidad y la plena divinidad de Cristo, segunda persona de la Santísima Trinidad.
1 Precedentes
A partir de 448, Eutiques, archimandrita de un monasterio de Constantinopla, se dedicó a endurecer las tesis de Cirilo. Según Eutiques después de la unión hipostática, sólo se puede hablar de una única naturaleza divina de Cristo, en la que la naturaleza humana había sido absorbida (Minnerath, 19). Eutiques fue condenado en un sínodo reunido, ese mismo mismo año, y presidido por Flaviano, obispo de Constantinopla.
Eutiques apeló al papa León I y a Dióscoro, obispo de Alejandría. León toma una posición muy nítida en su Tomus ad Flavianum sobre la doctrina cristológica. Teodosio II convocó un nuevo concilio en Éfeso en 449. Dióscoro, protector de Eutiques, sería el presidente. Entre los invitados al concilio figuró el monje Barsauma de Nísibe, nestoriano sirio. La mayor parte de los obispos reunidos eran egipcios y palestinenses. Los dos legados romanos no pudieron dar lectura al Tomus de León y abandonaron el concilio. Eutiques fue rehabilitado y Flaviano condenado al exilio. El papa León llamó a este conciliábulo «el latrocinio de Éfeso».
Muerto Teodosio II en 450, el emperador Marciano (450-457) tomó la decisión de celebrar otro concilio con el fin de terminar con esos nuevos brotes de confrontación monofisita-nestoriana. Lo convocó primero en Nicea, pero después se decidió por Calcedonia (451).
2. Desarrollo del concilio
A esta asamblea conciliar asistió un considerable número de obispos, oscilando entre unos quinientos en las primeras sesiones y ciento ochenta en la última. El papa estuvo representado por tres obispos y un presbítero.
En la primera sesión, celebrada en la iglesia de Santa Eufemia, se juzgaron las irregularidades de Dióscoro de Alejandría, siendo depuesto en la tercera sesión. En la segunda sesión fue leída la «carta dogmática» (Tomus ad Flavianum) del Papa S. León Magno (440-461) sobre las dos naturalezas de Cristo, siendo acogida por los asistentes con la expresión «Pedro ha hablado por boca de León».
En la quinta sesión se redacta una fórmula de fe en la que se afirma:
«Todos nosotros profesamos a uno e idéntico Hijo, nuestro Señor Jesucristo, completo en cuanto a la divinidad, y completo en cuanto a la humanidad en dos naturalezas, inconfusas y sin mutación, sin división y sin separación, aunadas ambas en una persona y en una hipóstasis.»
Esta fórmula es «una obra maestra de raro equilibrio, bien compuesta y armónica en sí misma» (Schatz, 61). Fue aprobada y firmada por todos los obispos. La sexta sesión estuvo presidida por el emperador Marciano y su esposa Pulqueria, que también suscribieron la citada fórmula.
Por deseo del emperador se examinaron también algunos asuntos disciplinares, como la rehabilitación de Teodoreto de Ciro e Ibas de Edesa.
3. Legislación canónica
De los veintiocho cánones disciplinares, la mayoría están destinados a favorecer la buena marcha de la organización eclesiástica y reiteran lo establecido en concilios anteriores. Así el c. 2 condena a los obispos que realicen actos simoníacos (cf Laodicea [325/381], c 12). El c. 3 prescribe que los clérigos no se ocupen de cuestiones económicas o dinerarias (cf Cartago [419], c. 18). Asimismo ni los clérigos, ni los monjes deben ejercer funciones civiles o militares (cc. 4 y 7) (cf Gangres [ca 340], c. 3; Cartago [419], cc. 64, 82).
Los Padres conciliares están interesados en que no hubiera clérigos giróvagos y de ahí que prohiban a los miembros del clero pasar de una ciudad a otra (c. 5) (cf Nicea cc. 15 y 16; Antioquía [341] cc. 3, 16, 21). En este mismo sentido se ordena que ningún clérigo ni obispo pernocte en Constantinopla para evitar agitaciones y desórdenes (c. 23) (cf Nicea, cc. 15-16; Antioquía [341], c. 24; Cartago [419], cc. 54,9).
Tampoco un clérigo puede estar al servicio de dos iglesias (c. 10) (cf Nicea, cc. 15-16; Antioquía [341], c. 3). Para poder ejercer un clérigo sus funciones en otra ciudad deberá tener cartas comendaticias del propio obispo (c. 13) (cf Cánones Apostólicos, 12, 15). Los clérigos adscritos a hospicios, conventos, o capillas de los mártires deben estar sometidos a la autoridad del obispo de la ciudad (c. 8). En general, no se admite la ordenación “absoluta”, es decir, sin asignación a un determinado puesto, iglesia o capilla (c. 6) (cf Neocesarea [315/324], c. 139).
Los legisladores de Calcedonia exigen a los metropolitanos que las ordenaciones episcopales de los obispos sufragáneos no se difieran más de tres meses de sede vacante (c. 25) (cf Cánones Apostólicos, 58; Cartago [419], cc. 71, 74, 78, 121). Los metropolitas deben, además, reunir dos veces al año un concilio provincial para regular los asuntos ordinarios «conforme a los cánones de los Santos Padres» (c. 19) (cf Nicea, c. 5; Antioquía [341], c. 20; Cartago [419], cc. 18, 73, 76, 77, 95).
En caso de conflico entre clérigos debería dirimirlo el obispo propio (c. 9) (cf Constantinopla I, c. 6; Antioquía [341], cc. 14-15). Si el conflicto fuera de tipo jurisdiccional entre obispos, la instancia superior para resolverlo recaería sobre el «exarca de la diócesis» (c. 17), es decir, el obispo de la diócesis civil (cf Nicea, c. 6; Antioquía [341], cc. 14-15). Pero este canon prevé también que puede serlo el obispo de Constantinopla, lo que era reconocerle una competencia concurrente con la del exarca de la diócesis (Camelot, 171).
El concilio se ocupó igualmente de la administración de los bienes eclesiásticos. Así, determina que, después de la muerte del obispo los clérigos no tienen derecho a tomar los bienes epicopales (c. 22) (cf Antioquía [341], c. 24; Cartago [419], cc. 22, 81). Los fondos de las sedes vacantes deben ser guardados por el ecónomo de la Iglesia (c. 25), es más, el Concilio establece como obligatorio el cargo de ecónomo, para asegurar el control de los bienes de la Iglesia por el obispo (c. 26) (cf Ancira [314], c. 15; Antioquía [341], cc. 24-25; Cartago [419], c. 2, 6). Los monasterios una vez consagrados por el obispo, no deben servir de habitaciones seculares, y sus bienes deben ser conservados (c. 24).
En relación con el papel de la mujer en la vida de la Iglesia, encontramos el c. 15 que no autoriza la ordenación de una diaconisa menor de cuarenta años (cf Nicea, c. 19). Asimismo el c. 16 prohibe, bajo pena de excomunión el matrimonio de las vírgenes consagradas y de los monjes (cf Ancira [314], c. 19; Cartago [419], c. 16).
Por último, el c. 28 suscitó una gran dificultad por parte de los legados papales, porque en él se decía que «justamente los padres han atribuido el primado a la sede de la antigua Roma, porque esta ciudad era la capital del Imperio», y de ahí deducían que la sede de la nueva Roma (Constantinopla) debía gozar de las mismas prerrogativas que la antigua Roma y ocupar el segundo lugar después de ella». El Papa León no aprobó nunca este canon.
"Tres días después se celebraba una boda en Caná de Galilea y estaba allí la madre de Jesús. Fue invitado también a la boda Jesús con sus discípulos. Y, como faltara vino, porque se había acabado el vino de la boda, le dice a Jesús su madre: «No tienen vino.» Jesús le responde: « ¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora.» Dice su madre a los sirvientes: «Haced lo que él os diga.» Había allí seis tinajas de piedra, puestas para las purificaciones de los judíos, de dos o tres medidas cada una. Les dice Jesús: «Llenad las tinajas de agua.» Y las llenaron hasta arriba. «Sacadlo ahora, les dice, y llevadlo al maestresala.» Ellos lo llevaron.
Cuando el maestresala probó el agua convertida en vino, como ignoraba de dónde era (los sirvientes, los que habían sacado el agua, sí que lo sabían), llama el maestresala al novio y le dice: «Todos sirven primero el vino bueno y cuando ya están bebidos, el inferior. Pero tú has guardado el vino bueno hasta ahora.» Así, en Caná de Galilea, dio Jesús comienzo a sus señales. Y manifestó su gloria, y creyeron en él sus discípulos" (Juan 2,1-11).
La ciudad de Kfar Kana tiene unos 18.000 habitantes, y está situado a unos tres kilómetros de Nazaret. Es difícil distinguir cuando acaba Nazaret y empieza Caná, pues están muy cercanos. Los franciscanos, presentes hace ya tres siglos en Caná con una pequeña propiedad, consiguieron rescatar el santuario en 1879.
Esto fue gracias al padre Egidio Geissler, fundador de la parroquia católica local de rito latino. En 1880 se construyó una pequeña iglesia y posteriormente se fue agrandando, con las obras que se realizaron entre 1897 y 1905. En 1885 se había construído, a unos 100 metros de distancia de la iglesia que conmemora las bodas de Caná, una capilla en honor de San Bartolomé, llamado Natanael, uno de los doce discípulos, pues él era oriundo de esta localidad.
Excavaciones arqueológicas dirigidas por el padre S. Loffreda en 1969 y por el padre E. Alliata en 1997 han sacado a la luz la sinagoga, construida sobre los restos de habitaciones precedentes. Se calcula que se construyó entre los siglos I y IV, después de Cristo. Tenía un vestíbulo porticado y en el centro una gran cisterna. De esta se conserva hasta nuestros días el subsuelo de la iglesia actual.
En el ábside septentrional de la iglesia se ha encontrado un ábside aún más antiguo que contiene un sepulcro que ha sido datado entre el siglo V y el VI. Tal sepulcro, además de algún otro indicio, muestra claramente que hubo presencia cristiana sobre el lugar durante la época bizantina.
Numerosos testimonios nos hablan de un santuario edificado por los cristianos en Caná en memoria del primer milagro realizado por Jesús. Transcribimos unas letras de un peregrino anónimo del s. VI en las que habla de este lugar Santo:
“(Habiendo salido de Séforis) después de tres millas llegamos a Caná, adonde el Señor fue a la boda, y nos sentamos sobre el mismo asiento, donde escribí el nombre de mis padres…todavía quedan dos hidrias; yo llené una devino y, llevándola llena sobre la espalda, la ofrecí en el altar. En la misma fuente nos lavamos por devoción. Después fuimos a la ciudad de Nazaret”.
Empujada por distintas necesidades, y en tiempos diversos, la tradición ha situado el recuerdo evangélico en diferentes lugares; pero a principios del siglo XVI, los peregrinos encuentran en Kfar Kanna una habitación subterránea a la cual se accede desde el interior de un edificio con columnas que ellos creían que fuese una iglesia construida por el emperador Constantino y su madre santa Elena.
También se han encontrado tinajas muy grandes. Algunas se han podido reconstruir como la de la foto. Dan idea de lo grandes que pudieron ser las que se llenaron de agua y el Señor convirtió en vino.
Proclamó que la Virgen María puede llamarse con propiedad Madre de Dios "Theotókos"
El Concilio de Éfeso se celebró entre el 22 de junio y el 16 de julio del año 431, en Éfeso, antiguo puerto griego, en la actual Turquía. Es considerado por la Iglesia católica, la Iglesia ortodoxa, la Comunión anglicana, las Iglesias ortodoxas orientales y el luteranismo como el III Concilio Ecuménico.
1. Precedentes
Una vez solucionada la cuestión trinitaria a finales del siglo IV, los años siguientes estarán marcados por las discusiones cristológicas. En Oriente, Apolinar de Laodicea (+ 390) había negado que Cristo tuviese un alma racional, y sostenía que el Logos divino había tomado en Cristo el lugar del espíritu humano.
Como reacción varios sínodos reafirmaron la humanidad plena de Cristo y condenaron la doctrina de Apolinar. Surgieron en Oriente dos escuelas opuestas. Una situada en Alejandría subrayaba la unidad entre el Logos divino y la humanidad de Cristo, la llamada cristología Logos-Sarx. Otra, la de Antioquía afirmaba la distinción y la complementariedad de las dos naturalezas en Cristo.
En el 428 el emperador Teodosio II hizo subir a la sede patriarcal de Constantinopla a Nestorio, monje antioqueno, que dominaba la oratoria (Sócrates, Historia Ecclesiastica, VIII, 29, 32). Predicaba la dualidad de naturalezas en Cristo, añadiendo que entre ambas sólo había una unidad moral.
Iglesia de la Virgen María en Efeso
En consecuencia, rechazaba el título de Theotókos dado a la Virgen María, aunque le reconocía el de Christotókos. Según Nestorio Cristo no era el Hijo de Dios, sino más bien el hombre al que se había unido el Hijo de Dios. Es decir, aborda el problema de Cristo no del lado de la unidad, sino del lado de la dualidad, distinguiendo fuertemente las naturalezas, casi entendiéndolas como dos sujetos autónomos, como dos personas (Camelot, 31-32).
Cirilo, obispo de Alejandría tuvo conocimiento de la doctrina nestoriana, probablemente por sus apocrisarios en la ciudad imperial. Enseguida escribió unas cartas a los monjes de Constantinopla y al mismo Nestorio pidiéndole explicaciones y exponiendo con claridad la doctrina común de la Iglesia.
Cirilo escribe en el 430 una carta al papa Celestino (422-432) dándole cuenta del problema planteado por Nestorio en forma de un Commonitorium (Ep., 11), adjuntándole una traducción latina y una selección de textos patrísticos. Después de la recepción de estos escritos el papa convoca un sinodo en el 430. En él se condena la doctrina nestoriana y se invita a Nestorio a retractarse bajo pena de excomunión.
Celestino da cuenta de esta decisión a Cirilo, a Nestorio, al clero y al pueblo de Constantinopla y a varios obispos de Oriente. Celestino encomienda a Cirilo la tarea de ejecutar esta sentencia en su nombre y con la autoridad de la Sede romana. En noviembre del 430 Cirilo reúne un sínodo de obispos de la región en Alejandría y redacta un largo documento doctrinal, que en unión con doce anatematismos fue enviado a Nestorio.
Aquí parece que Cirilo sobrepasa las instrucciones del papa, que no había hablado más que de una retractación, y comete la imprudencia de imponer a Nestorio las fórmulas de la teología alejandrina, que chocaban violentamente con las fórmulas mantenidas por la teología antioquena (Camelot, 45). Esta actitud de Cirilo hace que Nestorio endurezca su posición y acuse a Cirilo de apolinarismo.
2. Convocatoria y desarrollo del concilio
Ante la persistencia de Nestorio en sus puntos de vista, el emperador Teodosio II (408-450) convocó un concilio ecuménico en Éfeso para el 7 de junio del 431. El concilio se comenzó el 22 de junio, con cierta premura, por iniciativa de Cirilo de Alejandría, que actuó con precipitación, porque todavía no habían llegado los obispos antioquenos, ni los representantes del Papa.
Concilio de Éfeso
Nestorio se negó a comparecer ante la asamblea conciliar. En la sesión de apertura se leyó un documento doctrinal de Cirilo sobre la unión hipostática de las dos naturalezas en Cristo. También se leyeron otros documentos que fueron aprobados, y se dio una sentencia condenatoria contra Nestorio privándole de la dignidad episcopal.
En la segunda sesión se incorporaron los legados romanos y aprobaron las actas de la sesión anterior. Mientras tanto, llegaron los antioquenos, con Juan de Antioquía a la cabeza, que se negaron a aceptar la condena de Nestorio y reunieron un anticoncilio, que declaró fuera de la comunión a Cirilo de Alejandría y a Memnón de Éfeso.
Intervino el emperador y trató de resolver la embarazosa situación de dos concilios enfrentados deponiendo a los principales responsables: Nestorio, Cirilo y Memnón. Después de varias sesiones el emperador disolvió el concilio y permitió a S. Cirilo y a Memnón regresar a sus respectivas sedes de Alejandría y Éfeso, mientras que Nestorio regresó a su monasterio de Antioquía, siendo sustituido en la sede constantinopolitana por Maximiano.
Continuaron los esfuerzos por llegar a un acuerdo definitivo que fue sancionado el 433 entre Cirilo de Alejandría y Juan de Antioquía. Ambos suscribieron un texto doctrinal llamado «fórmula de unión», en la que ambas partes atenuaron las posiciones personales asumidas en el concilio efesino.
De todas formas, la fórmula de unión expresa en sustancia la doctrina del concilio y la condena de Nestorio. Tampoco hay que olvidar la existencia de un núcleo duro de nestorianos, que tendrán como puntos de apoyo las escuelas de Edesa y Nísibe, y formarán una Iglesia cismática en torno a la sede de Seleucia Tesifonte.
Desde el punto de vista disciplinar, se puede afirmar que la única decisión propia de este Concilio fue la deposición de Nestorio. De todas maneras, quedó esclarecida la doctrina cristológica, sobre todo si la vemos a la luz de las definiciones posteriores, especialmente del concilio de Calcedonia.
En síntesis cabe decir que Éfeso considera:
1) a Cristo como un solo sujeto que resulta de una verdadera unión entre el Logos de Dios y la naturaleza humana;
2) por tanto, todo lo que realiza su naturaleza humana asumida debe atribuirse al único sujeto, que es el Logos divino encarnado;
3) por este motivo, la Virgen María puede llamarse con propiedad Madre de Dios y no sólo madre de un hombre unido al Verbo de Dios.
Los franciscanos acondicionan ya la iglesia que estaba rodeada de minas y que les obligaron a abandonar en 1968
Los franciscanos de la Custodia de Tierra Santa han anunciado que la pasada semana han comenzado a limpiar los terrenos en los que se ubica la iglesia franciscana del Bautismo del Señor en el río Jordán, y que recientemente quedó despejado de las minas antipersona que durante décadas estuvieron colocadas ante el conflicto entre Israel y Jordania.
“Esperamos que pronto este lugar pueda volver a recibir peregrinos”, aseguran desde la Custodia a través de Twitter.
En este sentido, el convento franciscano en el río Jordán tuvo que cerrar a toda prisa en 1968. Y no fue hasta 2018, durante el proceso para desminar el área cuando un fraile franciscano de la Custodia de Tierra Santa regresó por primera vez.
Lo hizo a petición de la asociación Halo Trust, dedicada desde hace tiempo a retirar las minas de la orilla occidental del río, donde se sitúa el episodio del Bautismo de Jesús. Desde 1967, a consecuencia de la guerra entre Israel y Jordania, toda el área se cerró a peregrinos y turistas, para convertirse en un enorme campo minado (55 hectáreas) y zona militar.
Solo en el año 2000, durante la visita del Papa Juan Pablo II a Tierra Santa, se abrió un pequeño acceso y después en 2011 las autoridades israelíes limpiaron una pequeña parte del terreno para hacerlo accesible a los peregrinos.
Desde enero de 2018 Halo Trust ha limpiado poco a poco todos los territorios que pertenecen a ocho iglesias cristianas: católica, greco-ortodoxa, armenia, copta, etíope, rumana, siria y rusa. En la zona católica, con este convento franciscano, se procedió al desminado de la carretera principal hasta la iglesia, alrededor de la iglesia y dentro de la iglesia. No se encontró ningún material sospechoso en la iglesia o el convento.
“El 16 de julio (de 2018) entré en el convento – cuenta fray Sergey Loktionov- . Encontramos cosas que pertenecieron a los frailes: vestiduras sagradas, mobiliario litúrgico, candelabros, libros, altares portátiles. Daba la impresión de que los frailes tuvieron que marcharse con prisa, porque incluso habían dejado el registro de las misas de peregrinos sobre la mesa del refectorio con el lapicero dentro”.
La última misa registrada era la del 7 de enero de 1968, celebrada por un grupo procedente de Nigeria. “También en la cocina encontramos objetos de uso cotidiano: cacerolas, teteras, cubiertos, bebidas”, continúa fray Sergey. Se llevaron también una serie de altares portátiles, usados por los peregrinos para celebrar cerca del río.
Según los recuerdos históricos, los franciscanos realizan su peregrinación anual a este lugar al menos desde 1641. En 1932 la Custodia de Tierra Santa adquirió ese terreno, donde construyó la iglesia, que fue bendecida más tarde, en 1956.