CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 9 enero 2008
La búsqueda de la verdad lleva a Cristo, constató Benedicto XVI en la audiencia general de este miércoles en la que presentó la figura de san Agustín de Hipona (354-430).
La intervención, dedicada al teólogo a quien consagró su tesis doctoral Joseph Ratzinger, revivió la biografía del «padre más grande de la Iglesia latina».
«Podría afirmarse», constató el Papa, «que todos los caminos de laliteratura cristiana latina llevan a Hipona», reconociendo que «pocas veces una civilización ha encontrado un espíritu tan grande, capaz de acoger los valores y de exaltar su intrínseca riqueza, inventando ideas y formas de las que se alimentarían las generaciones posteriores».
El pontífice repasó su biografía dejándose guiar por el libro de las «Confesiones», que «constituyen precisamente por su atención a la interioridad y a la psicología un modelo único en la literatura occidental, y no sólo occidental, incluida la no religiosa».
«Esta atención por la vida espiritual, por el misterio del yo, por el misterio de Dios que se esconde en el yo, es algo extraordinario, sin precedentes, y permanece para siempre como una "cumbre" espiritual», aclaró.
La catequesis repasó los personajes que marcaron la vida de Agustín, su madre Mónica, su turbulenta juventud, la mujer con la que mantuvo una relación sentimental y que le dio un hijo, Adeodato, a quien amó profundamente y que falleció siendo muy joven.
«Siempre quedó fascinado por la figura de Jesucristo; es más, dice que siempre amó a Jesús, pero que se alejó cada vez más de la fe eclesial, de la práctica eclesial, como les sucede también hoy a muchos jóvenes», recordó el sucesor de Pedro.
Buscando la verdad descubrió a Cristo, pero decidió seguirle primero en la red de los maniqueos, «que se presentaban como cristianos y prometían una religión totalmente racional».
«Afirmaban que el mundo está dividido en dos principios: el bien y el mal. Y así se explicaría toda la complejidad de la historia humana», aclaró. «Y sacó una ventaja concreta para su vida: la adhesión a los maniqueos abría fáciles perspectivas de carrera. Adherir a esa religión, que contaba con muchas personalidades influyentes, le permitía seguir su relación con una mujer y continuar con su carrera».
«Con el pasar del tiempo, sin embargo, Agustín comenzó a alejarse de la fe de los maniqueos, que le decepcionaron precisamente desde el punto de vista intelectual, pues eran incapaces de resolver sus dudas, y se transfirió a Roma, y después a Milán».
Allí conoció al obispo de esa ciudad, san Ambrosio, quien le hizo descubrir con sus predicaciones «que todo el Antiguo Testamento es un camino hacia Jesucristo».
«De este modo, encontró la clave para comprender la belleza, la profundidad incluso filosófica del Antiguo Testamento y comprendió toda la unidad del misterio de Cristo en la historia, así como la síntesis entre filosofía, racionalidad y fe en el Logos, en Cristo, Verbo eterno, que se hizo carne».
«Pronto, Agustín se dio cuenta de que la literatura alegórica de la Escritura y la filosofía neoplatónica del obispo de Milán le permitían resolver las dificultades intelectuales que, cuando era más joven, en su primer contacto con los textos bíblicos, le habían parecido insuperables», explicó el Papa.
Tras convertirse al cristianismo, fundó con sus amigos en Hipona, hoy Argelia,una comunidad monástica. Tras ser ordenado sacerdote, «quería estar sólo al servicio de la verdad, no se sentía llamado a la vida pastoral, pero después comprendió que la llamada de Dios significaba ser pastor entre los demás y así ofrecer el don de la verdad a los demás». En el año 395, fue consagrado obispo de Hipona.
«Predicaba varias veces a la semana a sus fieles, ayudaba a los pobres y a los huérfanos, atendía a la formación del clero y a la organización de los monasterios femeninos y masculinos», explicó, describiendo su acción pastoral.
«Ejerció una amplia influencia en la guía de la Iglesia católica del África romana y más en general en el cristianismo de su época, afrontando tendencias religiosas y herejías tenaces y disgregadoras, como el maniqueísmo, el donatismo, y el pelagianismo, que ponían en peligro la fe cristiana en el único Dios y rico en misericordia», evocó.
La narración de su muerte, antes de cumplir los 76 años, estuvo impregnada de la delicadeza del discípulo.
«Pidió que le transcribieran con letra grande los salmos penitenciales», recordó Benedicto XVI citando la biografía que de Agustín escribió un amigo, Posidio, «y dio órdenes para que colgaran las hojas contra la pared, de manera que desde la cama en su enfermedad los podía ver y leer, y lloraba sin interrupción lágrimas calientes».
El Papa anunció que dedicará sus próximas audiencias a este santo, «a sus obras, a su mensaje y a su experiencia interior».
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 16 enero 2008 (VIS)
Continuando con la catequesis sobre San Agustín, en la audiencia general de hoy, celebrada en el Aula Pablo VI, el Papa habló sobre los últimos años de la vida del doctor de la Iglesia.
El Santo Padre recordó que cuatro años antes de morir, Agustín designó a su sucesor, Heraclio Obispo de Hipona, manifestando el deseo de "dedicar los últimos años de vida a un estudio más intenso de la Sagrada Escritura".
"Fueron cuatro años de una extraordinaria actividad intelectual, (...) en los que también intervino para promover la paz en las provincias africanas asediadas por las tribus bárbaras del sur. (...) Como él decía: "La gloria más grande es precisamente vencer a la guerra con la palabra, más que matar a los hombres con la espada, y procurar o mantener la paz con la paz y no con la guerra". Benedicto XVI afirmó que el asedio de Hipona por los vándalos, en el 429, supuso un sufrimiento para el santo.
"A pesar de que estaba viejo y cansado -continuó-, Agustín siguió en primera línea, consolándose y consolando a los demás con la oración y con la meditación sobre los misteriosos designios de la Providencia. (...) Si el mundo envejece. Cristo es siempre joven, afirmaba. E invitaba a "no rechazar rejuvenecer unido a Cristo, que te dice: No temas, tu juventud se renovará como la del águila". Por eso -continuó el Papa-, el cristiano no debe abatirse en las situaciones difíciles, sino tratar de ayudar al prójimo que se halla necesitado".
Tras poner de relieve que "la casa-monasterio de Agustín abrió sus puertas a los hermanos obispos que le pedían hospitalidad", el Santo Padre recordó que el santo doctor de la Iglesia "aprovechó el tiempo finalmente libre para dedicarse con mayor intensidad a la oración. Solía afirmar que nadie, obispo, religioso o laico, por irreprensible que pudiera parecer su conducta, puede afrontar la muerte sin una adecuada penitencia. Por eso, repetía continuamente entre lágrimas los salmos penitenciales, que tantas veces había rezado con su pueblo".
El Papa recordó que el santo Obispo de Hipona murió el 28 de agosto del 430. "Su cuerpo, en fecha incierta, fue trasladado a Cerdeña y, hacia el 725, a Pavía, en la basílica de San Pietro in Ciel d'Oro, donde reposa hoy".
"Nosotros, lo reencontramos aún vivo en sus escritos", aseguró el Santo Padre. "Cuando leo los escritos de San Agustín no tengo la impresión de que sea un hombre muerto más o menos hace 1.600 años, sino que lo siento como un hombre de hoy: un amigo, un contemporáneo que me habla, que nos habla con su fe fresca y actual".
En los escritos del santo, añadió, "vemos la actualidad permanente de su fe, de la fe que viene de Cristo, del Verbo Eterno Encarnado, Hijo de Dios e Hijo del hombre. Y podemos ver -concluyó- que esta fe no es de ayer, aunque haya sido predicada ayer; es siempre actual, porque realmente Cristo es ayer, hoy y para siempre. El es el Camino, la Verdad y la Vida. De este modo, San Agustín nos anima a confiar en este Cristo siempre vivo y a encontrar así el camino de la vida".
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CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 30 enero 2008
Cuando el ser humano se aleja de Dios se aleja de sí mismo, considera Benedicto XVI.
Lo explicó a los cinco mil peregrinos congregados en el Aula Pablo VI del Vaticano para participar en la audiencia general, en la que por tercera ocasión habló de san Agustín de Hipona, en esta ocasión, en particular sobre el tema fe y razón.
Presentó el «itinerario intelectual y espiritual» del filósofo y teólogo --al que consagró su tesis doctoral el joven Joseph Ratzinger-- como «un modelo válido también hoy en la relación entre fe y razón, tema no sólo para hombres creyentes, sino para todo hombre que busca la verdad, tema central para el equilibrio y el destino de todo ser humano».
«Estas dos dimensiones, fe y razón, no deben separarse ni contraponerse, sino que deben estar siempre unidas», aclaró.
Para ilustrar su propuesta, presentó las famosas dos fórmulas con las que Agustín expresó esta síntesis coherente entre fe y razón: «"cree para comprender", creer abre el camino para cruzar la puerta de la verdad; pero también y de manera inseparable, "comprende para creer", escruta la verdad para poder encontrar a Dios y creer».
«La armonía entre fe y razón significa sobre todo que Dios no está lejos --subrayó el Santo Padre--: no está lejos de nuestra razón, de nuestra vida; está cerca de todo ser humano, cerca de nuestro corazón y de nuestra razón, si realmente nos ponemos en camino.
«La presencia de Dios en el hombre es profunda y al mismo tiempo misteriosa, pero puede reconocerse y descubrirse en la propia intimidad», pues como dice el obispo de Hipona: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti».
«La lejanía de Dios equivale, por tanto, a la lejanía de sí mismos», reconoció Benedicto XVI, algo que san Agustín explicaba con estas palabras de sus «Confesiones»: «Tú estabas, ciertamente, delante de mí, mas yo me había apartado de mí mismo y no me encontraba».
«Esto es importante --insistió--: quien está lejos de Dios también está lejos de sí mismo, alienado de sí mismo, y sólo puede encontrarse a sí mismo si se encuentra con Dios. De este modo logra llegar a su verdadero yo, su verdadera identidad».
«Agustín encontró a Dios y durante toda su vida hizo su experiencia hasta el punto de que esta realidad --que es ante todo el encuentro con una Persona, Jesús--cambió su vida, como cambia la de cuantos, hombres y mujeres, en todo tiempo, tienen la gracia de encontrarse con él», concluyó el Papa.
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CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 20 febrero 2008
La «verdadera laicidad» es un concepto antiguo que ya había sido definido por san Agustín, recuerda Benedicto XVI, al aclarar la diferencia entre la esfera política y la esfera de la fe.
Joseph Ratzinger, que dedicó al teólogo y filósofo del norte de África su tesis doctoral, dedicó la cuarta de las audiencias generales a este «padre de la Iglesia que ha dejado el mayor número de obras», algunas de ellas «de importancia capital, y no sólo para la historia del cristianismo sino también para la formación de toda la cultura occidental».
Entre otras, el pontífice recordó «De civitate Dei» [La Ciudad de Dios], «obra imponente y decisiva para el desarrollo del pensamiento político occidental y para la teología cristiana de la historia, escrita entre los años 413 y 426 en 22 libros».
La ocasión de su redacción fue el saqueo de Roma por parte de los godos en el año 410.
Ante la caída de Roma, algunos paganos ponían en duda la grandeza del Dios cristiano, que parecía incapaz de defender la ciudad.
«A esta objeción, que también tocaba profundamente el corazón de los cristianos, responde san Agustín con esta grandiosa obra», «aclarando qué es lo que debían esperar de Dios y qué es lo que no podían esperar de Él, cuál es la relación entre la esfera política y la esfera de la fe, de la Iglesia».
«Todavía hoy este libro es una fuente para definir bien la auténtica laicidad y la competencia de la Iglesia, la gran esperanza que nos da la fe», aclaró.
Como viene explicando Benedicto XVI en su pontificado, la laicidad no significa represión de la libertad religiosa (eso sería más bien el laicismo), sino la garantía para que los creyentes de las diferentes religiones puedan ejercer sus derechos fundamentales.
Como el Papa explicó, esta obra de Agustín de Hipona se basa en una interpretación fundamental de historia, «la lucha entre dos amores: el amor propio, "hasta llegar a menospreciar a Dios" y el amor a Dios "hasta llegar al desprecio de sí mismo"»
El Papa repasó otros de los escritos que dejó el santo africano, uno de los autores más prolíficos de la historia (a su muerte se contabilizaron al menos 1.300 escritos, aunque se considera que escribió entre 3.000 y 4.000 homilías).
Como es lógico, comentó su libro más publicado, las «Confesiones», autobiografía en la que «la propia miseria a la luz de Dios se convierte en alabanza de Dios y en acción de gracias, pues Dios nos ama y nos acepta, nos transforma y nos eleva hacia sí».
«Gracias a las "Confesiones" podemos seguir, paso a paso, el camino interior de este hombre extraordinario y apasionado de Dios», aclaró el Papa.
Citando al amigo y biógrafo de Agustín, el Papa concluyó explicando que el gran santo y teólogo está «siempre vivo» en sus obras.
«Está realmente vivo en sus escritos, está presente en nosotros y de este modo vemos también la permanente vitalidad de la fe por la que dio toda su vida», concluyó.
Las evocaciones de Benedicto XVI sobre san Agustín, en las que no ha dejado de confesar su admiración por este pensador, forman parte de la serie de catequesis que está ofreciendo sobre las grandes figuras de los inicios de la Iglesia.
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CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 27 febrero 2008
La conversión permite descubrir que Dios es amor, considera Benedicto XVI. Y la experiencia de la dulzura de Dios es la necesidad de fondo que experimenta la humanidad para encontrar la esperanza, aclaró este miércoles durante la audiencia general.
En su encuentro con miles de peregrinos en el aula Pablo VI del Vaticano, el pontífice concluyó la serie de cinco intervenciones que ha dedicado al santo que, como confesó, quizá ha tenido más importancia «en mi vida de teólogo, de sacerdote y de pastor», san Agustín de Hipona (354-430).
En particular, revivió su conversión, que como explicó no fue una experiencia repentina, sino que vivió a lo largo de toda su vida.
«Convertido a Cristo, que es verdad y amor», «este grande enamorado de Dios» «se convirtió en un modelo para todo ser humano, para todos nosotros en la búsqueda de Dios», explicó el Papa.
El Santo Padre reconoció que su primera encíclica, Deus caritas est, «tiene una gran deuda, sobre todo en su primera parte, con el pensamiento de san Agustín».
Y sintetizó así la propuesta que hizo en ese primer gran documento de su pontificado: «También hoy, como en su época, la humanidad tiene necesidad de conocer y sobre todo de vivir esta realidad fundamental: Dios es amor y el encuentro con él es la única respuesta a las inquietudes del corazón humano».
«Un corazón en el que vive la esperanza --quizá todavía oscura e inconsciente en muchos de nuestros contemporáneos--, para nosotros los cristianos abre ya hoy al futuro, hasta el punto de que san Pablo escribió que "en esperanza fuimos salvados"».
Por este motivo, añadió, «a la esperanza he querido dedicar mi segunda encíclica, Spe salvi, que también ha contraído una gran deuda con Agustín y su encuentro con Dios».
«Tenemos que purificar nuestros deseos y nuestras esperanzas para acoger la dulzura de Dios», dijo el Papa a los fieles, recogiendo una de las ideas centrales de Agustín de Hipona.
«Sólo ésta nos salva, abriéndonos además a los demás», aclaró.
Por este motivo, concluyó invitando a los cristianos a seguir «el ejemplo de este gran convertido, encontrando como él en todo momento de nuestra vida al Señor Jesús, el único que nos salva, que nos purifica y nos da la verdadera alegría, la verdadera vida».
Se trata de una iniciativa muy aplaudida por organizaciones que conocen la angustia sufrida por minorías religiosas en países intolerantes.
THOMAS HEINE-GELDERN
Presidente ejecutivo, Ayuda a la Iglesia Necesitada
Desde hace 70 años Ayuda a la Iglesia Necesitada ayuda a los cristianos que sufren, sobre todo cuando son discriminados o cuando sufren. Por tanto estamos muy contentos con esta iniciativa del 22 de agosto porque nos brinda la posibilidad de actuar contra quien usa la violencia. Además, hay que tener en cuenta que la mayoría de las personas perseguidas en todo el mundo son cristianas.
MARTA PETROSILLO
Portavoz en Italia, Ayuda a la Iglesia Necesitada
Siempre es importante llamar la atención del mundo sobre la persecución por motivos religiosos. Porque es un tema que por si solo está silenciado y la idea de dedicar una jornada al que sufre en el ámbito de la fe es un paso muy importante, me permito decir que un paso que se debe hacer por todas estas personas que por vivir su fe se enfrentan a privaciones, discriminaciones y hasta la muerte.
Ayuda a la Iglesia Necesitada aplaude la celebración de este día pero subraya que aún hay mucho trabajo por delante.
THOMAS HEINE-GELDERN
Presidente ejecutivo, Ayuda a la Iglesia Necesitada
Estamos muy contentos por esta iniciativa porque es un paso en la dirección correcta. Es la primera vez que una organización internacional, tan importante como las Naciones Unidas, reconozca que hay actos de violencia basados en la religión. Con esta iniciativa se reconoce que el problema existe y esto permite tomar medidas para el futuro.
Es un paso en la dirección correcta pero también habrá que ver si ayuda a que cambien las cosas. No deberíamos olvidar de organizaciones internacionales como las propias Naciones Unidas tienen el deber de proteger la libertad religiosa y de impedir la violencia. Por tanto, este 22 de agosto es una oportunidad perfecta para recordar a la comunidad internacional este deber.
Ayuda a la Iglesia Necesitada calcula que 1 de cada 5 cristianos en el mundo viven en países donde hay persecución o discriminación religiosa.
Todas estas personas, que han sido víctimas de la violencia por motivos religiosos, no solo cristianos, serán recordados el 22 de agosto.
Muy relevantes testimonios de la vida cristiana de Elena, animados por la imitaciòn de la humildad, la paciencia y la discreción de Cristo, han permanecido hasta el dìa de hoy.
De familia plebeya y pagana, nació a mediados del siglo III probablemente en Drepamin, en Bitinia en el Golfo de Nicomedia (actual Turquía), ciudad a la que su futuro hijo, el emperador Constantino, daría más tarde el nombre de Helénopolis. Allí, según san Ambrosio, Elena ejercía el oficio de "stabularia", es decir, posadera a cargo de los establos.
De la modestia y delicadeza de Elena se enamoró el joven oficial Costancio Cloro, quien, a pesar de ser de un rango social más alto, quiso casarse con ella, llevándola con él a Dardania, en los Balcanes. La joven, que no tenía derecho a los títulos honoríficos de su marido, fue su fiel esposa y en el 280 en Naisso en Serbia dio a luz a su hijo Constantino.
Las cualidades militares y políticas permitieron a Constancio obtener, junto con Galerio, el título de César; pero era necesario confirmar esta promoción dentro del nuevo sistema político de la Tetrarquía, por lo que los emperadores Diocleciano y Maximiano en el año 293 lo obligaron a repudiar a Elena y a unirse en matrimonio con la hijastra de Maximiano, Teodora.
Por este motivo Elena fue forzada a alejarse de su familia y de su hijo que, hasta entonces había educado con mucho esmero y amor, pero nunca se desanimó y paciente y humildemente, permaneció en las sombras mientras Constantino se educaba en la corte de Diocleciano.
Cuando en el año 305 Constancio Cloro se convirtió en el jefe del imperio, su joven hijo, Constantino, lo siguió en Britania donde tomó parte en la campaña de guerra contra los Pictos y, a la muerte del padre, lo sucedió por aclamación del ejército. Entre sus primeras medidas, el nuevo emperador rehabilitó inmediatamente a su madre Elena Flavia Giulia y le dio el honroso título de Augusta.
Esta mujer, cuya efigie fue grabada en monedas, tuvo desde entonces libre acceso al tesoro imperial y no obstante el encumbramiento de los honores y del poder imperial, su corazón no se enorgulleció ni buscó venganza, al contrario, su poder imperial lo utilizó para hacer el bien:
Incrementando su atención innata al prójimo, prodigándose en limosnas y en diversas formas de ayuda para resolver las necesidades materiales de los pobres, como la liberación de los presos, de las minas y del exilio de muchas personas. Se dice que participaba en las celebraciones religiosas, vistiéndose modestamente y mezclándose con la multitud para invitar a los hambrientos a almorzar, sirviéndoles ella misma en persona.
Las obras de misericordia reflejaban la fe luminosa y contagiosa de Elena, hasta el punto de que muchos se han preguntado si y cuánto Elena pudo haber influido en la conversión de su hijo y en la promulgación del edicto de Milán en el año 313, que daba libertad de culto a los cristianos después de tres siglos de persecución.
Una serie de eventos terribles sacudió la vida de la familia cuando en el año 310 Fausta, hija de Maximiano y segunda esposa de Costantino, le advirtió que Maximiano tramaba un complot. Constantino lo hará morir. Más tarde, en 326 Constantino tambièn hará morir a Crispo, hijo de su primera esposa, Minervina, pues Fausta lo habría acusado falsamente de haberla querido seducir.
Finalmente, cuando Costantino se dió cuenta, demasiado tarde, de la inocencia de su hijo, también hizo morir a Fausta. En medio de tal cadena de odio, traiciones y crímenes, Elena, a la edad de 78 años, supo mantener su fe con firmeza, y decidió emprender una peregrinación penitencial a Tierra Santa.
Allí, con gran espíritu de expiación, hizo edificar las Basílicas de la Natividad en Belén, de la Ascensión en el Monte de los Olivos y convenció a Constantino que construyera la Basílica de la Resurrección.
En el Gólgota, donde hizo derribar los edificios paganos construidos por los romanos, tuvo lugar el prodigioso descubrimiento de la verdadera Cruz: se dice que el cadáver de un hombre depositado sobre la madera de la Cruz volvió a recuperar milagrosamente la vida. Los tres clavos que atravesaron el cuerpo de Cristo fueron donados por Elena a Constantino.
Uno se colocó en la Corona de Hierro conservada en la catedral de Monza, como para recordarnos que no hay soberano tan poderoso que no tenga que obedecer a la sabia voluntad divina. Las preciosas reliquias se conservan hoy en día en la Basílica Romana de Santa Cruz en Jerusalén.
Elena murió en el año 329, a la edad de 80 años, en un lugar no identificado. Fue asistida por su hijo que hizo transportar el cuerpo a Roma en la Via Labicana donde fue sepultado en un imponente mausoleo que lleva su nombre. El sarcófago de pórfido, transportado en el siglo XI a Letrán, se conserva ahora en los Museos Vaticanos.
Su culto se extendió tanto en Oriente como en Occidente, donde se conmemora respectivamente el 21 de mayo y el 18 de agosto y se asocia iconográficamente con el símbolo de la cruz.
La estatura espiritual de Elena mereció que fuera representada en una de las cuatro estatuas monumentales que se hallan al pie de los pilares de la cúpula de Miguel Ángel en la Basílica de San Pedro en Vaticano, junto a san Andrés, Verónica y Longino.
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Según cuenta la leyenda, Mamés ("el que fue amamantado"), del Oriente Bizantino, nació en el seno de una familia modesta. Algunos historiadores datan la fecha de su nacimiento en el 259 y la de su martirio en el 275.
Hijo de Teodoro y Rufina, Mamés nació en prisión al estar encarcelados sus padres por ser cristianos. La madre murió en el parto y el padre murió también muy pronto, siendo ambos elevados a los altares. A partir de entonces, fue criado por una noble patricia, viuda y rica, llamada Ammia, también santa, la cual murió cuando Mamés tenía quince años dejando al joven heredero de su hacienda.
El gobernador de Cesárea de Capadocia (Asia Menor, actual Turquía) sometió a tormentos a Mamés, sin conseguir que abjurara de su fe. Después, lo envió al emperador Aureliano que ordenó someterle a nuevas torturas. Cuenta la leyenda que un ángel lo liberó y le mandó refugiarse en un monte cercano a Cesárea, donde se dedicó al pastoreo.
El gobernador Alejandro lo encuentra y le pone preso. Lo quisieron quemar en el circo pero no lo lograron. Soltaron unos leones y al parecer, Mamés consiguió amansar a los leones a los que había sido entregado en el circo y, ante este portento, decidieron acabar con su vida clavándole un tridente en el abdomen. Sangrando, Mamés consiguió llegar hasta la cueva cerca del teatro. Temerosos de nuevos milagros le mandaron a decapitar, y murió invitado al cielo por los ángeles.
Aunque los datos tradicionales del martirio bajo Aureliano (275 d. C.) no están plenamente confirmados, pueden considerarse verosímiles.
El primer centro de culto a San Mamés fue Cesárea de Capadocia. También tenía santuario en Constantinopla, desde allí trajeron la cabeza del santo al principal centro de culto en Europa, la catedral de Langres (Haute-Marne, Francia), cuyo titular es Saint Mamas, siendo los peregrinos del camino de Santiago quienes trajeron su devoción a España. El santuario Morero en Daroca es el más importante del santo. En la iglesia de Santa María Magdalena en Zaragoza hay un relicario de plata con la cabeza del santo.
Parte de los restos de San Mamés se guardan con mucho cariño en una iglesia de Cavaglio d'Agnona (Italia).
San Mamés está en el santoral de Oriente y de Occidente. El Martirologio lo celebra el 17 de agosto, pero la fiesta se celebra el 7 de agosto.
Tradicionalmente, es el protector de las personas con roturas de huesos y de los lactantes. Sin embargo en la localidad de Murero (Zaragoza) se le considera el abogado de los que sufren de hernia.
El estadio del Athletic Club de Bilbao también está dedicado a este santo, que es muy venerado en la villa vizcaína.
El famoso estadio del Athletic Club de Bilbao dedicado a San Mamés (Catedral del fútbol español).
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Eusebio nació en Grecia y era hijo de un médico. Sucesor del Papa San Marcelo I, su pontificado fue corto, en el año 309 ó 310. El Catálogo Liberiano dice que duró sólo cuatro meses, del 18 de abril al 17 de agosto de 309 ó 310.
Sabemos algunos detalles de su carrera de un epitafio en su tumba, que fue mandado a hacer por el Papa San Dámaso I. Este epitafio llegó a nosotros a través de transcripciones antiguas. Unos pocos fragmentos del original, junto con una copia en mármol del siglo VI hecha para sustituir el original después de su destrucción, fueron hallados por De Rossi en la capilla papal, en las catacumbas de San Calixto.
De este epitafio surge que las graves disensiones internas causadas en la Iglesia Romana por la readmisión de los apóstatas (lapsi) durante la persecución de Diocleciano, y que habían surgido ya bajo el papa Marcelo, continuaron durante el papado de Eusebio.
Ese último mantenía la actitud de la Iglesia Romana, adoptada después de la persecución de Decio (250-251), que los apóstatas no debían ser excluidos por siempre de la comunión eclesiástica, sino por otro lado, debían ser readmitidos sólo después de haber hecho una adecuada penitencia (Eusebius miseros docuit sua crimina flere).
Una facción de cristianos en Roma bajo el liderazgo de un tal Heraclio se oponía a este punto de vista. No se ha determinado si Heraclio y sus seguidores propugnaban una interpretación de la ley más rigurosa (novacianismo) o más indulgente. Esta última, sin embargo, es por mucho más probable en la hipótesis de que Heraclio era el jefe de un partido compuesto por apóstatas y sus seguidores, que demandaban la inmediata restauración al cuerpo de la Iglesia.
Dámaso describe en términos muy fuertes el conflicto que sobrevino (seditcio, cœdes, bellum, discordia, lites). Es probable que Heraclio y sus adeptos buscaran por la fuerza su admisión al culto divino, lo cual resentían los fieles reunidos en Roma alrededor de Eusebio.
En consecuencia, ambos Eusebio y Heraclio fueron desterrados por el emperador Majencio. Eusebio, en particular, fue exiliado a Sicilia, donde murió muy pronto.
El Papa San Melquíades ascendió a la Silla Papal el 2 de julio de 311. El cuerpo de su predecesor fue traído a Roma, probablemente en 311, y el 26 de septiembre (según el "Depositio Episcoporum" en el cronógrafo de 354) fue colocado en un cubículo separado de la catacumba de San Calixto.
Su firme defensa de la disciplina eclesiástica y el destierro que sufrió por ello causaron que fuera venerado como un mártir, y en su epitafio el Papa Dámaso honró a Eusebio con dicho título.
Su fiesta se celebra en algunos sitios el 26 de septiembre.
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Ramón Díaz Perfecto (Pamplona, 1996) ha escrito en Alexia Editorial la novela "Tarsicio y los leones", dirigida fundamentalmente al público juvenil e infantil, acerca de la vida de este joven romano.
Esta novela, tomándose algunas libertades creativas, narra la historia del mártir de la Eucaristía, san Tarsicio, patrón de los monaguillos. Entretenida y formativa, ha hecho llorar y reír por momentos. Está escrita para que los adultos la podamos disfrutar igual que los más jóvenes.
Muy recomendable para niños, que encontrarán en Tarsicio un santo de su edad que hizo grandes cosas por Dios, para jóvenes y para mayores.
Su historia se desarrolla en el siglo tercero. En aquel periodo, el emperador Valeriano persigue a los cristianos y Tarsicio es un joven acólito de la Iglesia de Roma.
Frecuenta las catacumbas de San Calixto y un día, pensando que su juventud habría sido la mejor protección para la Eucaristía, se ofrece para llevar el Pan consagrado a los encarcelados y a los enfermos.
"Me llamo Tarsicio y te recomiendo que dejes de leer esta contraportada cuanto antes. Pero, por si eres de una de esas personas a las que no les importa que les destripen las historias, ahí te va:Nací en Roma hace mucho tiempo, en una época en la que la diversión típica de un niño de mi edad era ir al Coliseo a ver leones devorando gente, cristianos a poder ser. Salvo por ese pequeño detalle, no creo que tu vida y la mía sean muy diferentes. Voy al colegio, me gusta hacer deporte y tengo dos amigos que no cambiaría por nada en el mundo.Los cristianos como yo vivíamos bastante tranquilos hasta que, un día, el emperador se levantó con dolor de cabeza y decidió que se había cansado de nosotros… Pero es que ya estamos entrando en spoilers, así que me callo. Mejor ponte a leer el libro, que es mucho más interesante que este rollo que te estoy contando."
Fue el primero en proclamar su fe en el misterio eucarístico hasta el extremo de consignar su vida. Se le conoce como el protomártir de la Eucaristía. Defendió en silencio a su Dios presente en la Hostia Santa, correspondiendo a la entrega del Amigo que se ofrecía por su vida, y por la de todos, en la Eucaristía.
La información que nos ha llegado es escasa. Casi todo lo que sabemos sobre su vida se debe a un poema compuesto por el Papa san Dámaso, que marcaba su sepultura en las catacumbas de San Calixto.
Ahí se nos cuenta que el joven Tarsicio sufrió un martirio igual que el de san Esteban –es decir, apedreado– por no querer «arrojar las perlas a los cerdos». El Martirologio romano y la tradición oral expanden el relato al decirnos que fue un acólito que ayudó alguna vez en las misas celebradas por el Papa san Sixto.
En aquellos tiempos de persecución, los cristianos eran muy conscientes de que, para superar las pruebas que les aguardaban, necesitaban ser fortalecidos por el alimento del cielo. Edictos como el de Valeriano prohibían la actividad de los presbíteros, por lo que, para burlar la mirada de los carceleros, era corriente enviar a jóvenes con la Comunión que asistieran a quienes aguardaban el martirio.
Un día en que Tarsicio llevaba la Eucaristía a unos encarcelados, se encontró por el camino a unos chicos de su edad que le pidieron ver lo que llevaba encima. Tarsicio se negó y ellos insistieron. Forcejearon, pero no hubo manera de quitárselo.
Así que le atacaron con piedras y palos hasta matarlo. Incluso entonces, Tarsicio permaneció abrazado a la Eucaristía. En esos momentos apareció por ahí un legionario catecúmeno llamado Cuadrato, quien tomó su cuerpo y lo llevó a las catacumbas de San Calixto.
Por todo esto se le considera patrón de los monaguillos y mártir de la Eucaristía.
La madurez de su fe en la Eucaristía, a pesar de su corta edad. Es un tema que me apasiona. La Escritura dice: «Soy más inteligente que los ancianos, porque observo tus preceptos». A veces subestimamos la piedad de los niños o no nos creemos del todo que su fe sea verdadera.
Se dice: «Es solo un niño. Cuando crezca ya decidirá sobre su vocación, sobre su religión, sobre su lo que sea». Pero la sencillez del niño le otorga una sabiduría y un amor que nos sobrepasan. Porque no vienen de este mundo, sino del Padre.
Se calcula que Tarsicio murió con unos diez o doce años. Siendo tan pequeño, entendió que lo que llevaba consigo no era simplemente algo valioso para él. No. Era el mismo cuerpo de Cristo y merecía ser protegido a toda costa. Incluso a costa de su vida. Dios le pidió que lo dejara todo por él.
Podría haber escapado. Podría haber entregado lo que llevaba y seguir una vida tranquila y pacífica. Teniendo en cuenta el miedo que debió pasar, incluso podría no habernos sorprendido. Pero Dios le dio la madurez suficiente para ver que esa vida que podía salvar nada valía en comparación con la que él le había prometido.
La situación de los primeros cristianos es única e irrepetible. Podría parecer que vivimos dos épocas similares: romanos y occidentales contemplamos los últimos estertores de una civilización decadente, que vive a la sombra de lo que una vez fue.
Sin embargo, mi opinión personal es que estas dos sociedades son, en un sentido, radicalmente diversas. Una decayó al constatar su propia insuficiencia. La otra decae por emborracharse de autosuficiencia. Una cayó con paracaídas. La otra lo hace como una nuez.
La sociedad romana provenía de un mundo en tinieblas que no había conocido la luz de Cristo. Un mundo que esperaba «con gemidos de parto» su salvación, consciente de que sus propias fuerzas no le bastaban. Las tinieblas que nos amenazan ahora son de una naturaleza diversa. Nuestra sociedad ha conocido la luz de Cristo... y la ha rechazado.
Los primeros cristianos tuvieron que pintar sobre un lienzo en blanco; nosotros no solo tenemos que seguir pintando ese lienzo, sino que se nos añade el deber de restaurar lo que se ha estropeado. El ejercicio es en parte similar y en parte diverso. Sobre todo, teniendo en cuenta que no se ha estropeado solo. Para bautizar a Cicerón y a Platón se necesitó un poco de agua.
Si se pretende hacer lo mismo con Nietzsche y Hegel habría que dejarlos un par de semanas a remojo en el Jordán. Los primeros trabajaron a oscuras, cometiendo sus errores y aciertos. Los segundos han trabajado sabiendo dónde está el faro de Cristo y remando en la dirección opuesta.
Por otro lado, pienso que nuestra tarea es tan hermosa como la de aquellos cristianos. Restaurar no es simplemente quitar el polvo. Implica volver a pintar. Implica mancharse las manos. Implica buscar formas creativas de recuperar lo que ya se ha perdido, y de lo que no tenemos fotografías. No se trata simplemente de conservar un cuadro sucio, sino de devolverle el color que hacía que estuviera vivo.
Vivimos una época curiosa en la que nos preguntamos qué relevancia tiene para el presente un evento del pasado. A veces volteamos la mirada hacia atrás con desprecio y nos parece imposible que nuestros antepasados hayan sido capaces de construir pirámides sin la ayuda de alienígenas.
Pero el hombre es el hombre. Ayer, hoy y mañana. Con su ingenio y su ambición. Con su grandeza y su miseria. Las circunstancias han cambiado, pero nuestra naturaleza no.
Tarsicio vivió en la Roma pagana del siglo III, pero a Tarsicio le dolía la barriga si comía demasiados dulces y tenía sed si no bebía agua. Sus batallas eran nuestras batallas. Con otros colores. Con otros sabores. Pero al final, él, como nosotros, luchaba por ir al cielo con una naturaleza caída.
Trataría de vivir su fe en una sociedad que remaba en otra dirección y se aburriría los domingos en misa si la homilía era demasiado larga. Lo que le caracteriza es que, en medio de unas vicisitudes tan familiares, decidió no esperar a ser adulto para amar a Dios. No se contentó con entregarle las migajas. Pienso que ese camino de sencillez sigue siendo transitable hoy.
A cualquier persona que disfrute con una buena historia. A niños que quieran reírse un rato y a adultos a los que no les importa derramar una lágrima. A párrocos que busquen material para formar a sus monaguillos y a profesores de lengua que quieran que sus alumnos enganchen con la lectura.
Es un libro gamberro, en el que los protagonistas son chavales normales, a los que no les gusta ir a clase y quieren a sus amigos con locura. Supongo que hay mucho de mi infancia reflejado en las trastadas que hacen. Pero también es un libro que se toma en serio la inteligencia de los lectores más jóvenes.
En mi opinión, no hace falta rebajar el mensaje para que lo entiendan, basta con adaptar el lenguaje. Con delicadeza, se narran persecuciones y martirios; la Eucaristía es un tema central y no faltan conversaciones en torno al dolor. No es para nada una historia oscura, pero tampoco es de color rosa. Tarsicio se ganó el cielo y eso nos inspira a todos: pequeños y mayores.
by Rafa Peña
Salir de una lógica de miedo y desesperación, trabajando para detener los conflictos comenzando por los líderes religiosos cristianos, musulmanes y judíos que "deben mostrar unidad" contra aquellos que "alimentan el odio y el extremismo". Este es el llamamiento lanzado por el Patriarca de Bagdad de los Caldeos, Card. Louis Raphael Sako, enviado a AsiaNews, con motivo del 10º aniversario de la gran huida de los cristianos de Mosul y de la llanura de Nínive, una tragedia colectiva ante el avance del Estado Islámico.
En los 10 primeros días de agosto de 2014, más de 120.000 cristianos abandonaron precipitadamente sus hogares y todas sus posesiones, buscando refugio en Erbil y en el Kurdistán iraquí para escapar de la locura yihadista.
Una década después, el norte de Irak está inmerso en una lenta y difícil tarea de reconstrucción, lastrada por los disturbios, las dificultades económicas y las numerosas guerras que aún se libran en la región, empezando por la que enfrenta a Israel y Hamás en Gaza, con alianzas y repercusiones mundiales.
La propia comunidad cristiana, con sus muertos a manos de los hombres del "califa" al-Baghdadi, lucha por reiniciar y repoblar unas tierras que forman parte de su historia y tradición cultural desde hace milenios. Sin embargo, el camino aún es largo y sólo el 60% ha regresado, como subraya el propio Primado caldeo.
He aquí el mensaje del Patriarca caldeo:
En el décimo aniversario de los crímenes perpetrados por el Estado Islámico (EI, antes Isis), que incluyen el desplazamiento de los cristianos de Mosul y la llanura de Nínive y el genocidio de los yazidíes, los pueblos de Medio Oriente siguen viviendo en un estado constante de miedo, ansiedad y preocupación. Por ejemplo, Tierra Santa está experimentando actualmente asesinatos, desplazamientos, destrucción y atentados, en una escalada de la guerra que está llegando a su clímax y poniendo a toda la región de Medio Oriente en una encrucijada.
Si los sabios y entendidos del mundo no actúan para detener la violencia en curso, que está matando miles de vidas y destruyendo hogares e infraestructuras, acabaremos viviendo en condiciones catastróficas.
Todos dicen de boquilla que están en contra de la guerra, pero todos siguen armándose y luchando. Sin embargo, la paz debería ser siempre un compromiso absoluto. Nosotros, los pueblos de la región y las naciones de Medio Oriente, vivimos codo con codo y no podemos perseguir una condición de aislamiento. Y creemos firmemente que no hay solución en la guerra. En los conflictos todos acabamos perdiendo, como ha afirmado repetidamente el Papa Francisco.
Simplemente necesitamos hoy, más que nunca, aprender las lecciones del pasado para que las tragedias no se repitan ¡Tenemos que trabajar para lograr la paz y la estabilidad, superando y venciendo el mal con el bien, y la guerra con el diálogo y el entendimiento, la exclusión respetando el derecho de los pueblos a la autodeterminación, terminando por respetar el derecho internacional!
La gente está abrumada por el miedo y la desesperación. Dios nos creó para vivir y no para morir impregnados de esta infelicidad y de un sentimiento de miseria; al contrario, todos deberíamos poder vivir juntos en paz, amor y alegría.
Por ello, Occidente debe salir de una lógica sin salida, hecha sólo de discursos y palabras, de la que hasta ahora no ha surgido ninguna solución: al contrario, debe trabajar para poner fin a los conflictos que él mismo alimenta apoyando guerras "por poderes" y esforzarse por construir la paz y la estabilidad en todas partes. Un ejemplo es el conflicto entre Rusia y Ucrania, que ya va por su tercer año y ¡cuyo final no está a la vista!
Los dirigentes y líderes religiosos cristianos, musulmanes y judíos deben alzar la voz y mostrar unidad contra quienes alimentan el odio y el extremismo, haciendo sonar sin descanso los tambores de guerra.
También hago un llamamiento a nuestras Iglesias de Oriente para que muestren y sean portadoras de esperanza, aceptando la invitación del Papa Francisco, que nos pide a todos que seamos "peregrinos de la esperanza" con ocasión del Año Santo 2025.
Por último, deseo oraciones conjuntas entre iglesias y mezquitas, por la paz en nuestra región, según la fórmula: "Oh Señor de la paz, da la paz a nuestro mundo".
* Patriarca de Bagdad de los Caldeos y Presidente de la Conferencia Episcopal Iraquí
Bagdad (AsiaNews) -
La fe en esta verdad consoladora de la Asunción nos mueve a afirmar que «la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los Señores y vencedor del pecado y de la muerte» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 966).
Sabemos pocos detalles acerca de los últimos años de Nuestra Señora en la tierra. Entre la Ascensión y Pentecostés, la Sagrada Escritura la sitúa en el Cenáculo (Cfr. Hch 1, 13-14); después, permanecería sin duda junto a san Juan, pues había sido confiada a sus cuidados filiales (Cfr. Jn 19, 25-27). Pero la Escritura no recoge el momento ni el escenario en que se produjo la Asunción. Según algunos testimonios antiquísimos, habría tenido lugar en Jerusalén; según otros, de origen más reciente, en Éfeso.
Entre las tradiciones de la Ciudad Santa, destacan algunos relatos que pertenecen al género apócrifo del Transitus Virginis o Dormitio Mariæ; con este término siempre se ha querido expresar que el final de la vida de Nuestra Señora se habría parecido a un dulce sueño.
Esos escritos narran que, cuando Santa María dejó este mundo, reunidos los apóstoles alrededor de su lecho, el Señor mismo bajó del cielo acompañado de innumerables ángeles y tomó el alma de su Madre; luego, los discípulos colocaron el cuerpo en un sepulcro y, pasados tres días, el Señor regresó para llevárselo y unirlo al alma en el paraíso.
Al describir estos hechos, los autores diferencian dos lugares: la casa donde se produjo el tránsito y la tumba desde donde el cuerpo de Santa María fue asunto.
En la Ciudad Santa, dos iglesias conservan todavía hoy la memoria de aquellos misterios: en el monte Sión y en Getsemaní.
Encontramos ecos de estos testimonios en las enseñanzas de varios Padres de la Iglesia. San Juan Damasceno, que murió en Jerusalén a mediados del siglo VIII, relata la Asunción de un modo semejante a los apócrifos y además sitúa los acontecimientos en el Cenáculo y en el huerto de los Olivos:
El cuerpo amortajado de la Virgen, «sacado del monte Sión, puesto sobre los hombros gloriosos de los apóstoles, es transportado, con la tumba, en el templo celestial. Pero antes es conducido a través de la ciudad, como una esposa bellísima, adornada por el esplendor inefable del Espíritu; y así es acompañada hasta el huerto santísimo de Getsemaní, mientras los ángeles la preceden, la siguen y la cubren con sus alas, junto a la Iglesia en toda su plenitud» (San Juan Damasceno, Homilia II in Dormitionem Beatæ Mariæ Virginis, 12).
En la Ciudad Santa, dos iglesias conservan todavía hoy la memoria de aquellos misterios: en el monte Sión, a pocos metros del Cenáculo, la basílica de la Dormición; y en Getsemaní, junto al huerto donde Jesús rezó la noche del Jueves Santo, la Tumba de María.
Se encuentra en el monte Sión, es decir, la colina que se encuentra en el extremo suroccidental de la Ciudad Santa y que recibió ese nombre en época cristiana. Allí, alrededor del Cenáculo, nació la primitiva Iglesia; y allí, durante la segunda mitad del siglo IV, se construyó una gran basílica, llamada Santa Sión y considerada la madre de todas las iglesias.
Además del Cenáculo, incluía el lugar del Tránsito de Nuestra Señora, que la tradición situaba en una vivienda cercana. Aquel templo pasó por varias destrucciones y restauraciones en los siglos siguientes, hasta que solo quedó en pie el Cenáculo.
Sin embargo, nunca se olvidó la vinculación de la zona con la vida de Santa María, de forma que en 1910, cuando el emperador de Alemania Guillermo II obtuvo unos terrenos en Sión, se edificó una abadía benedictina con una basílica anexa dedicada a la Dormición de la Virgen.
Se trata de una iglesia de estilo románico alemán con rasgos bizantinos, concebida en dos niveles. En el plano superior se halla la nave principal, de planta circular, rematada con una gran cúpula adornada con mosaicos; alrededor se abren seis capillas laterales y, en la cara oriental, un ábside para el presbiterio, cerrado con bóveda de cañón y una semicúpula también decorada con un gran mosaico.
Descendiendo al piso inferior, la atención se dirige al centro de la cripta, donde hay una imagen yacente de la Santísima Virgen protegida por un pequeño templete. Varias capillas —regalos de diversos países o asociaciones— rodean ese santuario.
Ver en Wikipedia
La fe en esta verdad consoladora de la Asunción nos mueve a afirmar que «la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los Señores y vencedor del pecado y de la muerte» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 966).
Este es, por tanto, el núcleo de la enseñanza transmitida por la Iglesia sobre los misterios últimos de la vida terrena de Nuestra Señora: participando en la victoria de Cristo, Ella ha vencido la muerte y ya triunfa en la gloria celestial en la totalidad de su ser, en cuerpo y alma.
La liturgia nos lo hace contemplar cada año en la solemnidad de la Asunción, el 15 de agosto, y en la memoria de Santa María Virgen, Reina, que se celebra el 22 para recordar que, desde su entrada en el paraíso, ejerce junto a su Hijo su reinado maternal sobre toda la creación.
Sabemos pocos detalles acerca de los últimos años de Nuestra Señora en la tierra. Entre la Ascensión y Pentecostés, la Sagrada Escritura la sitúa en el Cenáculo (Cfr. Hch 1, 13-14); después, permanecería sin duda junto a san Juan, pues había sido confiada a sus cuidados filiales (Cfr. Jn 19, 25-27). Pero la Escritura no recoge el momento ni el escenario en que se produjo la Asunción. Según algunos testimonios antiquísimos, habría tenido lugar en Jerusalén; según otros, de origen más reciente, en Éfeso.
Entre las tradiciones de la Ciudad Santa, destacan algunos relatos que pertenecen al género apócrifo del Transitus Virginis o Dormitio Mariæ; con este término siempre se ha querido expresar que el final de la vida de Nuestra Señora se habría parecido a un dulce sueño.
Esos escritos narran que, cuando Santa María dejó este mundo, reunidos los apóstoles alrededor de su lecho, el Señor mismo bajó del cielo acompañado de innumerables ángeles y tomó el alma de su Madre; luego, los discípulos colocaron el cuerpo en un sepulcro y, pasados tres días, el Señor regresó para llevárselo y unirlo al alma en el paraíso.
Al describir estos hechos, los autores diferencian dos lugares: la casa donde se produjo el tránsito y la tumba desde donde el cuerpo de Santa María fue asunto.
Encontramos ecos de estos testimonios en las enseñanzas de varios Padres de la Iglesia. San Juan Damasceno, que murió en Jerusalén a mediados del siglo VIII, relata la Asunción de un modo semejante a los apócrifos y además sitúa los acontecimientos en el Cenáculo y en el huerto de los Olivos: el cuerpo amortajado de la Virgen,
«Sacado del monte Sión, puesto sobre los hombros gloriosos de los apóstoles, es transportado, con la tumba, en el templo celestial. Pero antes es conducido a través de la ciudad, como una esposa bellísima, adornada por el esplendor inefable del Espíritu; y así es acompañada hasta el huerto santísimo de Getsemaní, mientras los ángeles la preceden, la siguen y la cubren con sus alas, junto a la Iglesia en toda su plenitud» (San Juan Damasceno, Homilia II in Dormitionem Beatæ Mariæ Virginis, 12).
En la Ciudad Santa, dos iglesias conservan todavía hoy la memoria de aquellos misterios: en el monte Sión, a pocos metros del Cenáculo, la basílica de la Dormición; y en Getsemaní, junto al huerto donde Jesús rezó la noche del Jueves Santo, la Tumba de María.
En un artículo anterior se escribió acerca del monte Sión, es decir, la colina que se encuentra en el extremo suroccidental de la Ciudad Santa y que recibió ese nombre en época cristiana. Allí, alrededor del Cenáculo, nació la primitiva Iglesia; y allí, durante la segunda mitad del siglo IV, se construyó una gran basílica, llamada Santa Sión y considerada la madre de todas las iglesias.
Además del Cenáculo, incluía el lugar del Tránsito de Nuestra Señora, que la tradición situaba en una vivienda cercana. Aquel templo pasó por varias destrucciones y restauraciones en los siglos siguientes, hasta que solo quedó en pie el Cenáculo.
Sin embargo, nunca se olvidó la vinculación de la zona con la vida de Santa María, de forma que en 1910, cuando el emperador de Alemania Guillermo II obtuvo unos terrenos en Sión, se edificó una abadía benedictina con una basílica anexa dedicada a la Dormición de la Virgen.
Se trata de una iglesia de estilo románico alemán con rasgos bizantinos, concebida en dos niveles. En el plano superior se halla la nave principal, de planta circular, rematada con una gran cúpula adornada con mosaicos; alrededor se abren seis capillas laterales y, en la cara oriental, un ábside para el presbiterio, cerrado con bóveda de cañón y una semicúpula también decorada con un gran mosaico.
Descendiendo al piso inferior, la atención se dirige al centro de la cripta, donde hay una imagen yacente de la Santísima Virgen protegida por un pequeño templete. Varias capillas —regalos de diversos países o asociaciones— rodean ese santuario.
La Tumba de María se halla en el cauce del torrente Cedrón, en Getsemaní, unas decenas de metros al norte de la basílica de la Agonía y del huerto de los Olivos. Recibe también el nombre de iglesia de la Asunción por los cristianos ortodoxos griegos y armenios, que comparten la propiedad, y por los sirios, coptos y etíopes, que detentan algunos derechos sobre el sitio.
Para llegar al sepulcro venerado hay que descender dos tramos de escaleras: el primero, desde la calle hasta un patio a un nivel inferior, que sirve de atrio a la iglesia y que también conduce a la gruta del Prendimiento; el segundo, dentro del edificio, desde el mismo pórtico hasta la nave.
Esta profundidad se explica porque el lecho del Cedrón se ha elevado con el pasar de los siglos, y porque la construcción conservada hasta nosotros correspondería en realidad a la cripta de la basílica primitiva, cuya obra puede remontarse al siglo IV o V.
En 1972, una inundación obligó a realizar una vasta restauración de la iglesia, y se aprovechó además para acometer investigaciones arqueológicas. Esos estudios, junto con las fuentes históricas, indican que la sepultura donde, según la tradición, reposó el cuerpo de la Virgen formaba parte de un complejo funerario del siglo I.
Había sido enteramente excavado en la roca y contaba con tres ambientes. Cuando se decidió incluir la tumba de Santa María en un edificio de culto, los arquitectos bizantinos debieron de seguir un procedimiento parecido al empleado con el Santo Sepulcro: la aislaron del contorno, eliminando también las otras cámaras; sustituyeron el techo por una cúpula de cantería, y encima levantaron el santuario.
Al igual que sucedió con otros lugares cristianos en Tierra Santa, las invasiones del primer milenio hicieron que el santuario se encontrara deteriorado a la llegada de los cruzados, en el siglo XI.
En 1101 se instaló allí una comunidad de benedictinos de Cluny, y comenzaron las obras de restauración: se abrió la entrada a la cripta, alargando la escalinata; a los lados de la bajada, se prepararon dos capillas, utilizadas más tarde como panteón real; se embelleció la tumba de la Virgen, cubriéndola con un templete de mármol; se reconstruyó la iglesia superior y, al lado, se edificó un monasterio con hospedería para peregrinos y un hospital.
Pocos decenios más tarde, tras la conquista de Jerusalén por Saladino, de todo el complejo solo quedaron la cripta, la fachada y la escalera que las unía, con las dos capillas: es lo que constituye la iglesia actual.
«El misterio de la Asunción de María en cuerpo y alma se inscribe completamente en la resurrección de Cristo. La humanidad de la Madre ha sido "atraída" por el Hijo en su paso a través de la muerte. Jesús entró definitivamente en la vida eterna con toda su humanidad, la que había tomado de María; así Ella, la Madre, que lo ha seguido fielmente durante toda su vida, lo ha seguido con el corazón, ha entrado con Él en la vida eterna, que llamamos también Cielo, Paraíso, Casa del Padre» (Francisco, Homilía, 15-VIII-2013).
Al mismo tiempo, «la Asunción es una realidad que también nos toca a nosotros, porque nos indica de modo luminoso nuestro destino, el de la humanidad y de la historia. De hecho, en María contemplamos la realidad de gloria a la que estamos llamados cada uno de nosotros y toda la Iglesia» (Benedicto XVI, Ángelus, 15-VIII-2012).
Nuestra Señora, hecha partícipe de modo pleno de la obra de nuestra salvación, tenía que seguir de cerca los pasos de su Hijo: la pobreza de Belén, la vida oculta de trabajo ordinario en Nazaret, la manifestación de la divinidad en Caná de Galilea, las afrentas de la Pasión y el Sacrificio divino de la Cruz, la bienaventuranza eterna del Paraíso.
Todo esto nos afecta directamente, porque ese itinerario sobrenatural ha de ser también nuestro camino. María nos muestra que esa senda es hacedera, que es segura. Ella nos ha precedido por la vía de la imitación de Cristo, y la glorificación de Nuestra Madre es la firme esperanza de nuestra propia salvación.
No podemos abandonar nunca la confianza de llegar a ser santos, de aceptar las invitaciones de Dios, de ser perseverantes hasta el final. Dios, que ha empezado en nosotros la obra de la santificación, la llevará a cabo (cfr. Flp 1, 6) (Es Cristo que pasa, n. 176).