Ramón Díaz Perfecto (Pamplona, 1996) ha escrito en Alexia Editorial la novela "Tarsicio y los leones", dirigida fundamentalmente al público juvenil e infantil, acerca de la vida de este joven romano.

Esta novela, tomándose algunas libertades creativas, narra la historia del mártir de la Eucaristía, san Tarsicio, patrón de los monaguillos. Entretenida y formativa, ha hecho llorar y reír por momentos. Está escrita para que los adultos la podamos disfrutar igual que los más jóvenes.
Muy recomendable para niños, que encontrarán en Tarsicio un santo de su edad que hizo grandes cosas por Dios, para jóvenes y para mayores.
Su historia se desarrolla en el siglo tercero. En aquel periodo, el emperador Valeriano persigue a los cristianos y Tarsicio es un joven acólito de la Iglesia de Roma.
Frecuenta las catacumbas de San Calixto y un día, pensando que su juventud habría sido la mejor protección para la Eucaristía, se ofrece para llevar el Pan consagrado a los encarcelados y a los enfermos.
"Me llamo Tarsicio y te recomiendo que dejes de leer esta contraportada cuanto antes. Pero, por si eres de una de esas personas a las que no les importa que les destripen las historias, ahí te va:Nací en Roma hace mucho tiempo, en una época en la que la diversión típica de un niño de mi edad era ir al Coliseo a ver leones devorando gente, cristianos a poder ser. Salvo por ese pequeño detalle, no creo que tu vida y la mía sean muy diferentes. Voy al colegio, me gusta hacer deporte y tengo dos amigos que no cambiaría por nada en el mundo.Los cristianos como yo vivíamos bastante tranquilos hasta que, un día, el emperador se levantó con dolor de cabeza y decidió que se había cansado de nosotros… Pero es que ya estamos entrando en spoilers, así que me callo. Mejor ponte a leer el libro, que es mucho más interesante que este rollo que te estoy contando."
Fue el primero en proclamar su fe en el misterio eucarístico hasta el extremo de consignar su vida. Se le conoce como el protomártir de la Eucaristía. Defendió en silencio a su Dios presente en la Hostia Santa, correspondiendo a la entrega del Amigo que se ofrecía por su vida, y por la de todos, en la Eucaristía.
La información que nos ha llegado es escasa. Casi todo lo que sabemos sobre su vida se debe a un poema compuesto por el Papa san Dámaso, que marcaba su sepultura en las catacumbas de San Calixto.
Ahí se nos cuenta que el joven Tarsicio sufrió un martirio igual que el de san Esteban –es decir, apedreado– por no querer «arrojar las perlas a los cerdos». El Martirologio romano y la tradición oral expanden el relato al decirnos que fue un acólito que ayudó alguna vez en las misas celebradas por el Papa san Sixto.
En aquellos tiempos de persecución, los cristianos eran muy conscientes de que, para superar las pruebas que les aguardaban, necesitaban ser fortalecidos por el alimento del cielo. Edictos como el de Valeriano prohibían la actividad de los presbíteros, por lo que, para burlar la mirada de los carceleros, era corriente enviar a jóvenes con la Comunión que asistieran a quienes aguardaban el martirio.
Un día en que Tarsicio llevaba la Eucaristía a unos encarcelados, se encontró por el camino a unos chicos de su edad que le pidieron ver lo que llevaba encima. Tarsicio se negó y ellos insistieron. Forcejearon, pero no hubo manera de quitárselo.

Así que le atacaron con piedras y palos hasta matarlo. Incluso entonces, Tarsicio permaneció abrazado a la Eucaristía. En esos momentos apareció por ahí un legionario catecúmeno llamado Cuadrato, quien tomó su cuerpo y lo llevó a las catacumbas de San Calixto.
Por todo esto se le considera patrón de los monaguillos y mártir de la Eucaristía.
La madurez de su fe en la Eucaristía, a pesar de su corta edad. Es un tema que me apasiona. La Escritura dice: «Soy más inteligente que los ancianos, porque observo tus preceptos». A veces subestimamos la piedad de los niños o no nos creemos del todo que su fe sea verdadera.
Se dice: «Es solo un niño. Cuando crezca ya decidirá sobre su vocación, sobre su religión, sobre su lo que sea». Pero la sencillez del niño le otorga una sabiduría y un amor que nos sobrepasan. Porque no vienen de este mundo, sino del Padre.
Se calcula que Tarsicio murió con unos diez o doce años. Siendo tan pequeño, entendió que lo que llevaba consigo no era simplemente algo valioso para él. No. Era el mismo cuerpo de Cristo y merecía ser protegido a toda costa. Incluso a costa de su vida. Dios le pidió que lo dejara todo por él.
Podría haber escapado. Podría haber entregado lo que llevaba y seguir una vida tranquila y pacífica. Teniendo en cuenta el miedo que debió pasar, incluso podría no habernos sorprendido. Pero Dios le dio la madurez suficiente para ver que esa vida que podía salvar nada valía en comparación con la que él le había prometido.
La situación de los primeros cristianos es única e irrepetible. Podría parecer que vivimos dos épocas similares: romanos y occidentales contemplamos los últimos estertores de una civilización decadente, que vive a la sombra de lo que una vez fue.
Sin embargo, mi opinión personal es que estas dos sociedades son, en un sentido, radicalmente diversas. Una decayó al constatar su propia insuficiencia. La otra decae por emborracharse de autosuficiencia. Una cayó con paracaídas. La otra lo hace como una nuez.
La sociedad romana provenía de un mundo en tinieblas que no había conocido la luz de Cristo. Un mundo que esperaba «con gemidos de parto» su salvación, consciente de que sus propias fuerzas no le bastaban. Las tinieblas que nos amenazan ahora son de una naturaleza diversa. Nuestra sociedad ha conocido la luz de Cristo... y la ha rechazado.

Los primeros cristianos tuvieron que pintar sobre un lienzo en blanco; nosotros no solo tenemos que seguir pintando ese lienzo, sino que se nos añade el deber de restaurar lo que se ha estropeado. El ejercicio es en parte similar y en parte diverso. Sobre todo, teniendo en cuenta que no se ha estropeado solo. Para bautizar a Cicerón y a Platón se necesitó un poco de agua.
Si se pretende hacer lo mismo con Nietzsche y Hegel habría que dejarlos un par de semanas a remojo en el Jordán. Los primeros trabajaron a oscuras, cometiendo sus errores y aciertos. Los segundos han trabajado sabiendo dónde está el faro de Cristo y remando en la dirección opuesta.
Por otro lado, pienso que nuestra tarea es tan hermosa como la de aquellos cristianos. Restaurar no es simplemente quitar el polvo. Implica volver a pintar. Implica mancharse las manos. Implica buscar formas creativas de recuperar lo que ya se ha perdido, y de lo que no tenemos fotografías. No se trata simplemente de conservar un cuadro sucio, sino de devolverle el color que hacía que estuviera vivo.
Vivimos una época curiosa en la que nos preguntamos qué relevancia tiene para el presente un evento del pasado. A veces volteamos la mirada hacia atrás con desprecio y nos parece imposible que nuestros antepasados hayan sido capaces de construir pirámides sin la ayuda de alienígenas.
Pero el hombre es el hombre. Ayer, hoy y mañana. Con su ingenio y su ambición. Con su grandeza y su miseria. Las circunstancias han cambiado, pero nuestra naturaleza no.
Tarsicio vivió en la Roma pagana del siglo III, pero a Tarsicio le dolía la barriga si comía demasiados dulces y tenía sed si no bebía agua. Sus batallas eran nuestras batallas. Con otros colores. Con otros sabores. Pero al final, él, como nosotros, luchaba por ir al cielo con una naturaleza caída.
Trataría de vivir su fe en una sociedad que remaba en otra dirección y se aburriría los domingos en misa si la homilía era demasiado larga. Lo que le caracteriza es que, en medio de unas vicisitudes tan familiares, decidió no esperar a ser adulto para amar a Dios. No se contentó con entregarle las migajas. Pienso que ese camino de sencillez sigue siendo transitable hoy.
A cualquier persona que disfrute con una buena historia. A niños que quieran reírse un rato y a adultos a los que no les importa derramar una lágrima. A párrocos que busquen material para formar a sus monaguillos y a profesores de lengua que quieran que sus alumnos enganchen con la lectura.
Es un libro gamberro, en el que los protagonistas son chavales normales, a los que no les gusta ir a clase y quieren a sus amigos con locura. Supongo que hay mucho de mi infancia reflejado en las trastadas que hacen. Pero también es un libro que se toma en serio la inteligencia de los lectores más jóvenes.
En mi opinión, no hace falta rebajar el mensaje para que lo entiendan, basta con adaptar el lenguaje. Con delicadeza, se narran persecuciones y martirios; la Eucaristía es un tema central y no faltan conversaciones en torno al dolor. No es para nada una historia oscura, pero tampoco es de color rosa. Tarsicio se ganó el cielo y eso nos inspira a todos: pequeños y mayores.
by Rafa Peña

Salir de una lógica de miedo y desesperación, trabajando para detener los conflictos comenzando por los líderes religiosos cristianos, musulmanes y judíos que "deben mostrar unidad" contra aquellos que "alimentan el odio y el extremismo". Este es el llamamiento lanzado por el Patriarca de Bagdad de los Caldeos, Card. Louis Raphael Sako, enviado a AsiaNews, con motivo del 10º aniversario de la gran huida de los cristianos de Mosul y de la llanura de Nínive, una tragedia colectiva ante el avance del Estado Islámico.
En los 10 primeros días de agosto de 2014, más de 120.000 cristianos abandonaron precipitadamente sus hogares y todas sus posesiones, buscando refugio en Erbil y en el Kurdistán iraquí para escapar de la locura yihadista.
Una década después, el norte de Irak está inmerso en una lenta y difícil tarea de reconstrucción, lastrada por los disturbios, las dificultades económicas y las numerosas guerras que aún se libran en la región, empezando por la que enfrenta a Israel y Hamás en Gaza, con alianzas y repercusiones mundiales.
La propia comunidad cristiana, con sus muertos a manos de los hombres del "califa" al-Baghdadi, lucha por reiniciar y repoblar unas tierras que forman parte de su historia y tradición cultural desde hace milenios. Sin embargo, el camino aún es largo y sólo el 60% ha regresado, como subraya el propio Primado caldeo.
He aquí el mensaje del Patriarca caldeo:
En el décimo aniversario de los crímenes perpetrados por el Estado Islámico (EI, antes Isis), que incluyen el desplazamiento de los cristianos de Mosul y la llanura de Nínive y el genocidio de los yazidíes, los pueblos de Medio Oriente siguen viviendo en un estado constante de miedo, ansiedad y preocupación. Por ejemplo, Tierra Santa está experimentando actualmente asesinatos, desplazamientos, destrucción y atentados, en una escalada de la guerra que está llegando a su clímax y poniendo a toda la región de Medio Oriente en una encrucijada.
Si los sabios y entendidos del mundo no actúan para detener la violencia en curso, que está matando miles de vidas y destruyendo hogares e infraestructuras, acabaremos viviendo en condiciones catastróficas.
Todos dicen de boquilla que están en contra de la guerra, pero todos siguen armándose y luchando. Sin embargo, la paz debería ser siempre un compromiso absoluto. Nosotros, los pueblos de la región y las naciones de Medio Oriente, vivimos codo con codo y no podemos perseguir una condición de aislamiento. Y creemos firmemente que no hay solución en la guerra. En los conflictos todos acabamos perdiendo, como ha afirmado repetidamente el Papa Francisco.
Simplemente necesitamos hoy, más que nunca, aprender las lecciones del pasado para que las tragedias no se repitan ¡Tenemos que trabajar para lograr la paz y la estabilidad, superando y venciendo el mal con el bien, y la guerra con el diálogo y el entendimiento, la exclusión respetando el derecho de los pueblos a la autodeterminación, terminando por respetar el derecho internacional!
La gente está abrumada por el miedo y la desesperación. Dios nos creó para vivir y no para morir impregnados de esta infelicidad y de un sentimiento de miseria; al contrario, todos deberíamos poder vivir juntos en paz, amor y alegría.
Por ello, Occidente debe salir de una lógica sin salida, hecha sólo de discursos y palabras, de la que hasta ahora no ha surgido ninguna solución: al contrario, debe trabajar para poner fin a los conflictos que él mismo alimenta apoyando guerras "por poderes" y esforzarse por construir la paz y la estabilidad en todas partes. Un ejemplo es el conflicto entre Rusia y Ucrania, que ya va por su tercer año y ¡cuyo final no está a la vista!
Los dirigentes y líderes religiosos cristianos, musulmanes y judíos deben alzar la voz y mostrar unidad contra quienes alimentan el odio y el extremismo, haciendo sonar sin descanso los tambores de guerra.
También hago un llamamiento a nuestras Iglesias de Oriente para que muestren y sean portadoras de esperanza, aceptando la invitación del Papa Francisco, que nos pide a todos que seamos "peregrinos de la esperanza" con ocasión del Año Santo 2025.
Por último, deseo oraciones conjuntas entre iglesias y mezquitas, por la paz en nuestra región, según la fórmula: "Oh Señor de la paz, da la paz a nuestro mundo".
* Patriarca de Bagdad de los Caldeos y Presidente de la Conferencia Episcopal Iraquí
Bagdad (AsiaNews) -

La fe en esta verdad consoladora de la Asunción nos mueve a afirmar que «la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los Señores y vencedor del pecado y de la muerte» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 966).
Sabemos pocos detalles acerca de los últimos años de Nuestra Señora en la tierra. Entre la Ascensión y Pentecostés, la Sagrada Escritura la sitúa en el Cenáculo (Cfr. Hch 1, 13-14); después, permanecería sin duda junto a san Juan, pues había sido confiada a sus cuidados filiales (Cfr. Jn 19, 25-27). Pero la Escritura no recoge el momento ni el escenario en que se produjo la Asunción. Según algunos testimonios antiquísimos, habría tenido lugar en Jerusalén; según otros, de origen más reciente, en Éfeso.
Entre las tradiciones de la Ciudad Santa, destacan algunos relatos que pertenecen al género apócrifo del Transitus Virginis o Dormitio Mariæ; con este término siempre se ha querido expresar que el final de la vida de Nuestra Señora se habría parecido a un dulce sueño.
Esos escritos narran que, cuando Santa María dejó este mundo, reunidos los apóstoles alrededor de su lecho, el Señor mismo bajó del cielo acompañado de innumerables ángeles y tomó el alma de su Madre; luego, los discípulos colocaron el cuerpo en un sepulcro y, pasados tres días, el Señor regresó para llevárselo y unirlo al alma en el paraíso.
Al describir estos hechos, los autores diferencian dos lugares: la casa donde se produjo el tránsito y la tumba desde donde el cuerpo de Santa María fue asunto.

En la Ciudad Santa, dos iglesias conservan todavía hoy la memoria de aquellos misterios: en el monte Sión y en Getsemaní.
Encontramos ecos de estos testimonios en las enseñanzas de varios Padres de la Iglesia. San Juan Damasceno, que murió en Jerusalén a mediados del siglo VIII, relata la Asunción de un modo semejante a los apócrifos y además sitúa los acontecimientos en el Cenáculo y en el huerto de los Olivos:
El cuerpo amortajado de la Virgen, «sacado del monte Sión, puesto sobre los hombros gloriosos de los apóstoles, es transportado, con la tumba, en el templo celestial. Pero antes es conducido a través de la ciudad, como una esposa bellísima, adornada por el esplendor inefable del Espíritu; y así es acompañada hasta el huerto santísimo de Getsemaní, mientras los ángeles la preceden, la siguen y la cubren con sus alas, junto a la Iglesia en toda su plenitud» (San Juan Damasceno, Homilia II in Dormitionem Beatæ Mariæ Virginis, 12).
En la Ciudad Santa, dos iglesias conservan todavía hoy la memoria de aquellos misterios: en el monte Sión, a pocos metros del Cenáculo, la basílica de la Dormición; y en Getsemaní, junto al huerto donde Jesús rezó la noche del Jueves Santo, la Tumba de María.
Se encuentra en el monte Sión, es decir, la colina que se encuentra en el extremo suroccidental de la Ciudad Santa y que recibió ese nombre en época cristiana. Allí, alrededor del Cenáculo, nació la primitiva Iglesia; y allí, durante la segunda mitad del siglo IV, se construyó una gran basílica, llamada Santa Sión y considerada la madre de todas las iglesias.
Además del Cenáculo, incluía el lugar del Tránsito de Nuestra Señora, que la tradición situaba en una vivienda cercana. Aquel templo pasó por varias destrucciones y restauraciones en los siglos siguientes, hasta que solo quedó en pie el Cenáculo.
Sin embargo, nunca se olvidó la vinculación de la zona con la vida de Santa María, de forma que en 1910, cuando el emperador de Alemania Guillermo II obtuvo unos terrenos en Sión, se edificó una abadía benedictina con una basílica anexa dedicada a la Dormición de la Virgen.

Se trata de una iglesia de estilo románico alemán con rasgos bizantinos, concebida en dos niveles. En el plano superior se halla la nave principal, de planta circular, rematada con una gran cúpula adornada con mosaicos; alrededor se abren seis capillas laterales y, en la cara oriental, un ábside para el presbiterio, cerrado con bóveda de cañón y una semicúpula también decorada con un gran mosaico.
Descendiendo al piso inferior, la atención se dirige al centro de la cripta, donde hay una imagen yacente de la Santísima Virgen protegida por un pequeño templete. Varias capillas —regalos de diversos países o asociaciones— rodean ese santuario.
Ver en Wikipedia
La fe en esta verdad consoladora de la Asunción nos mueve a afirmar que «la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los Señores y vencedor del pecado y de la muerte» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 966).
Este es, por tanto, el núcleo de la enseñanza transmitida por la Iglesia sobre los misterios últimos de la vida terrena de Nuestra Señora: participando en la victoria de Cristo, Ella ha vencido la muerte y ya triunfa en la gloria celestial en la totalidad de su ser, en cuerpo y alma.
La liturgia nos lo hace contemplar cada año en la solemnidad de la Asunción, el 15 de agosto, y en la memoria de Santa María Virgen, Reina, que se celebra el 22 para recordar que, desde su entrada en el paraíso, ejerce junto a su Hijo su reinado maternal sobre toda la creación.

Sabemos pocos detalles acerca de los últimos años de Nuestra Señora en la tierra. Entre la Ascensión y Pentecostés, la Sagrada Escritura la sitúa en el Cenáculo (Cfr. Hch 1, 13-14); después, permanecería sin duda junto a san Juan, pues había sido confiada a sus cuidados filiales (Cfr. Jn 19, 25-27). Pero la Escritura no recoge el momento ni el escenario en que se produjo la Asunción. Según algunos testimonios antiquísimos, habría tenido lugar en Jerusalén; según otros, de origen más reciente, en Éfeso.
Entre las tradiciones de la Ciudad Santa, destacan algunos relatos que pertenecen al género apócrifo del Transitus Virginis o Dormitio Mariæ; con este término siempre se ha querido expresar que el final de la vida de Nuestra Señora se habría parecido a un dulce sueño.
Esos escritos narran que, cuando Santa María dejó este mundo, reunidos los apóstoles alrededor de su lecho, el Señor mismo bajó del cielo acompañado de innumerables ángeles y tomó el alma de su Madre; luego, los discípulos colocaron el cuerpo en un sepulcro y, pasados tres días, el Señor regresó para llevárselo y unirlo al alma en el paraíso.
Al describir estos hechos, los autores diferencian dos lugares: la casa donde se produjo el tránsito y la tumba desde donde el cuerpo de Santa María fue asunto.
Encontramos ecos de estos testimonios en las enseñanzas de varios Padres de la Iglesia. San Juan Damasceno, que murió en Jerusalén a mediados del siglo VIII, relata la Asunción de un modo semejante a los apócrifos y además sitúa los acontecimientos en el Cenáculo y en el huerto de los Olivos: el cuerpo amortajado de la Virgen,
«Sacado del monte Sión, puesto sobre los hombros gloriosos de los apóstoles, es transportado, con la tumba, en el templo celestial. Pero antes es conducido a través de la ciudad, como una esposa bellísima, adornada por el esplendor inefable del Espíritu; y así es acompañada hasta el huerto santísimo de Getsemaní, mientras los ángeles la preceden, la siguen y la cubren con sus alas, junto a la Iglesia en toda su plenitud» (San Juan Damasceno, Homilia II in Dormitionem Beatæ Mariæ Virginis, 12).
En la Ciudad Santa, dos iglesias conservan todavía hoy la memoria de aquellos misterios: en el monte Sión, a pocos metros del Cenáculo, la basílica de la Dormición; y en Getsemaní, junto al huerto donde Jesús rezó la noche del Jueves Santo, la Tumba de María.
En un artículo anterior se escribió acerca del monte Sión, es decir, la colina que se encuentra en el extremo suroccidental de la Ciudad Santa y que recibió ese nombre en época cristiana. Allí, alrededor del Cenáculo, nació la primitiva Iglesia; y allí, durante la segunda mitad del siglo IV, se construyó una gran basílica, llamada Santa Sión y considerada la madre de todas las iglesias.
Además del Cenáculo, incluía el lugar del Tránsito de Nuestra Señora, que la tradición situaba en una vivienda cercana. Aquel templo pasó por varias destrucciones y restauraciones en los siglos siguientes, hasta que solo quedó en pie el Cenáculo.
Sin embargo, nunca se olvidó la vinculación de la zona con la vida de Santa María, de forma que en 1910, cuando el emperador de Alemania Guillermo II obtuvo unos terrenos en Sión, se edificó una abadía benedictina con una basílica anexa dedicada a la Dormición de la Virgen.

Se trata de una iglesia de estilo románico alemán con rasgos bizantinos, concebida en dos niveles. En el plano superior se halla la nave principal, de planta circular, rematada con una gran cúpula adornada con mosaicos; alrededor se abren seis capillas laterales y, en la cara oriental, un ábside para el presbiterio, cerrado con bóveda de cañón y una semicúpula también decorada con un gran mosaico.
Descendiendo al piso inferior, la atención se dirige al centro de la cripta, donde hay una imagen yacente de la Santísima Virgen protegida por un pequeño templete. Varias capillas —regalos de diversos países o asociaciones— rodean ese santuario.
La Tumba de María se halla en el cauce del torrente Cedrón, en Getsemaní, unas decenas de metros al norte de la basílica de la Agonía y del huerto de los Olivos. Recibe también el nombre de iglesia de la Asunción por los cristianos ortodoxos griegos y armenios, que comparten la propiedad, y por los sirios, coptos y etíopes, que detentan algunos derechos sobre el sitio.

Para llegar al sepulcro venerado hay que descender dos tramos de escaleras: el primero, desde la calle hasta un patio a un nivel inferior, que sirve de atrio a la iglesia y que también conduce a la gruta del Prendimiento; el segundo, dentro del edificio, desde el mismo pórtico hasta la nave.
Esta profundidad se explica porque el lecho del Cedrón se ha elevado con el pasar de los siglos, y porque la construcción conservada hasta nosotros correspondería en realidad a la cripta de la basílica primitiva, cuya obra puede remontarse al siglo IV o V.
En 1972, una inundación obligó a realizar una vasta restauración de la iglesia, y se aprovechó además para acometer investigaciones arqueológicas. Esos estudios, junto con las fuentes históricas, indican que la sepultura donde, según la tradición, reposó el cuerpo de la Virgen formaba parte de un complejo funerario del siglo I.
Había sido enteramente excavado en la roca y contaba con tres ambientes. Cuando se decidió incluir la tumba de Santa María en un edificio de culto, los arquitectos bizantinos debieron de seguir un procedimiento parecido al empleado con el Santo Sepulcro: la aislaron del contorno, eliminando también las otras cámaras; sustituyeron el techo por una cúpula de cantería, y encima levantaron el santuario.

Al igual que sucedió con otros lugares cristianos en Tierra Santa, las invasiones del primer milenio hicieron que el santuario se encontrara deteriorado a la llegada de los cruzados, en el siglo XI.
En 1101 se instaló allí una comunidad de benedictinos de Cluny, y comenzaron las obras de restauración: se abrió la entrada a la cripta, alargando la escalinata; a los lados de la bajada, se prepararon dos capillas, utilizadas más tarde como panteón real; se embelleció la tumba de la Virgen, cubriéndola con un templete de mármol; se reconstruyó la iglesia superior y, al lado, se edificó un monasterio con hospedería para peregrinos y un hospital.
Pocos decenios más tarde, tras la conquista de Jerusalén por Saladino, de todo el complejo solo quedaron la cripta, la fachada y la escalera que las unía, con las dos capillas: es lo que constituye la iglesia actual.
«El misterio de la Asunción de María en cuerpo y alma se inscribe completamente en la resurrección de Cristo. La humanidad de la Madre ha sido "atraída" por el Hijo en su paso a través de la muerte. Jesús entró definitivamente en la vida eterna con toda su humanidad, la que había tomado de María; así Ella, la Madre, que lo ha seguido fielmente durante toda su vida, lo ha seguido con el corazón, ha entrado con Él en la vida eterna, que llamamos también Cielo, Paraíso, Casa del Padre» (Francisco, Homilía, 15-VIII-2013).
Al mismo tiempo, «la Asunción es una realidad que también nos toca a nosotros, porque nos indica de modo luminoso nuestro destino, el de la humanidad y de la historia. De hecho, en María contemplamos la realidad de gloria a la que estamos llamados cada uno de nosotros y toda la Iglesia» (Benedicto XVI, Ángelus, 15-VIII-2012).
Nuestra Señora, hecha partícipe de modo pleno de la obra de nuestra salvación, tenía que seguir de cerca los pasos de su Hijo: la pobreza de Belén, la vida oculta de trabajo ordinario en Nazaret, la manifestación de la divinidad en Caná de Galilea, las afrentas de la Pasión y el Sacrificio divino de la Cruz, la bienaventuranza eterna del Paraíso.

Todo esto nos afecta directamente, porque ese itinerario sobrenatural ha de ser también nuestro camino. María nos muestra que esa senda es hacedera, que es segura. Ella nos ha precedido por la vía de la imitación de Cristo, y la glorificación de Nuestra Madre es la firme esperanza de nuestra propia salvación.
No podemos abandonar nunca la confianza de llegar a ser santos, de aceptar las invitaciones de Dios, de ser perseverantes hasta el final. Dios, que ha empezado en nosotros la obra de la santificación, la llevará a cabo (cfr. Flp 1, 6) (Es Cristo que pasa, n. 176).
La fe en esta verdad consoladora de la Asunción nos mueve a afirmar que «la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los Señores y vencedor del pecado y de la muerte» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 966).
Sabemos pocos detalles acerca de los últimos años de Nuestra Señora en la tierra. Entre la Ascensión y Pentecostés, la Sagrada Escritura la sitúa en el Cenáculo (Cfr. Hch 1, 13-14); después, permanecería sin duda junto a san Juan, pues había sido confiada a sus cuidados filiales (Cfr. Jn 19, 25-27). Pero la Escritura no recoge el momento ni el escenario en que se produjo la Asunción. Según algunos testimonios antiquísimos, habría tenido lugar en Jerusalén; según otros, de origen más reciente, en Éfeso.

Entre las tradiciones de la Ciudad Santa, destacan algunos relatos que pertenecen al género apócrifo del Transitus Virginis o Dormitio Mariæ; con este término siempre se ha querido expresar que el final de la vida de Nuestra Señora se habría parecido a un dulce sueño.
Esos escritos narran que, cuando Santa María dejó este mundo, reunidos los apóstoles alrededor de su lecho, el Señor mismo bajó del cielo acompañado de innumerables ángeles y tomó el alma de su Madre; luego, los discípulos colocaron el cuerpo en un sepulcro y, pasados tres días, el Señor regresó para llevárselo y unirlo al alma en el paraíso.
Al describir estos hechos, los autores diferencian dos lugares: la casa donde se produjo el tránsito y la tumba desde donde el cuerpo de Santa María fue asunto.
En la Ciudad Santa, dos iglesias conservan todavía hoy la memoria de aquellos misterios: en el monte Sión y en Getsemaní.

Encontramos ecos de estos testimonios en las enseñanzas de varios Padres de la Iglesia. San Juan Damasceno, que murió en Jerusalén a mediados del siglo VIII, relata la Asunción de un modo semejante a los apócrifos y además sitúa los acontecimientos en el Cenáculo y en el huerto de los Olivos:
El cuerpo amortajado de la Virgen, «sacado del monte Sión, puesto sobre los hombros gloriosos de los apóstoles, es transportado, con la tumba, en el templo celestial. Pero antes es conducido a través de la ciudad, como una esposa bellísima, adornada por el esplendor inefable del Espíritu; y así es acompañada hasta el huerto santísimo de Getsemaní, mientras los ángeles la preceden, la siguen y la cubren con sus alas, junto a la Iglesia en toda su plenitud» (San Juan Damasceno, Homilia II in Dormitionem Beatæ Mariæ Virginis, 12).
En la Ciudad Santa, dos iglesias conservan todavía hoy la memoria de aquellos misterios: en el monte Sión, a pocos metros del Cenáculo, la basílica de la Dormición; y en Getsemaní, junto al huerto donde Jesús rezó la noche del Jueves Santo, la Tumba de María.
La Tumba de María se halla en el cauce del torrente Cedrón, en Getsemaní, unas decenas de metros al norte de la basílica de la Agonía y del huerto de los Olivos. Recibe también el nombre de iglesia de la Asunción por los cristianos ortodoxos griegos y armenios, que comparten la propiedad, y por los sirios, coptos y etíopes, que detentan algunos derechos sobre el sitio.

Para llegar al sepulcro venerado hay que descender dos tramos de escaleras: el primero, desde la calle hasta un patio a un nivel inferior, que sirve de atrio a la iglesia y que también conduce a la gruta del Prendimiento; el segundo, dentro del edificio, desde el mismo pórtico hasta la nave.
Esta profundidad se explica porque el lecho del Cedrón se ha elevado con el pasar de los siglos, y porque la construcción conservada hasta nosotros correspondería en realidad a la cripta de la basílica primitiva, cuya obra puede remontarse al siglo IV o V.
En 1972, una inundación obligó a realizar una vasta restauración de la iglesia, y se aprovechó además para acometer investigaciones arqueológicas. Esos estudios, junto con las fuentes históricas, indican que la sepultura donde, según la tradición, reposó el cuerpo de la Virgen formaba parte de un complejo funerario del siglo I.
Había sido enteramente excavado en la roca y contaba con tres ambientes. Cuando se decidió incluir la tumba de Santa María en un edificio de culto, los arquitectos bizantinos debieron de seguir un procedimiento parecido al empleado con el Santo Sepulcro: la aislaron del contorno, eliminando también las otras cámaras; sustituyeron el techo por una cúpula de cantería, y encima levantaron el santuario.
Al igual que sucedió con otros lugares cristianos en Tierra Santa, las invasiones del primer milenio hicieron que el santuario se encontrara deteriorado a la llegada de los cruzados, en el siglo XI.
En 1101 se instaló allí una comunidad de benedictinos de Cluny, y comenzaron las obras de restauración: se abrió la entrada a la cripta, alargando la escalinata; a los lados de la bajada, se prepararon dos capillas, utilizadas más tarde como panteón real; se embelleció la tumba de la Virgen, cubriéndola con un templete de mármol; se reconstruyó la iglesia superior y, al lado, se edificó un monasterio con hospedería para peregrinos y un hospital.
Pocos decenios más tarde, tras la conquista de Jerusalén por Saladino, de todo el complejo solo quedaron la cripta, la fachada y la escalera que las unía, con las dos capillas: es lo que constituye la iglesia actual.

«El misterio de la Asunción de María en cuerpo y alma se inscribe completamente en la resurrección de Cristo. La humanidad de la Madre ha sido "atraída" por el Hijo en su paso a través de la muerte.
Jesús entró definitivamente en la vida eterna con toda su humanidad, la que había tomado de María; así Ella, la Madre, que lo ha seguido fielmente durante toda su vida, lo ha seguido con el corazón, ha entrado con Él en la vida eterna, que llamamos también Cielo, Paraíso, Casa del Padre» (Francisco, Homilía, 15-VIII-2013).
Al mismo tiempo, «la Asunción es una realidad que también nos toca a nosotros, porque nos indica de modo luminoso nuestro destino, el de la humanidad y de la historia. De hecho, en María contemplamos la realidad de gloria a la que estamos llamados cada uno de nosotros y toda la Iglesia» (Benedicto XVI, Ángelus, 15-VIII-2012).
Nuestra Señora, hecha partícipe de modo pleno de la obra de nuestra salvación, tenía que seguir de cerca los pasos de su Hijo: la pobreza de Belén, la vida oculta de trabajo ordinario en Nazaret, la manifestación de la divinidad en Caná de Galilea, las afrentas de la Pasión y el Sacrificio divino de la Cruz, la bienaventuranza eterna del Paraíso.
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Muchos protestantes, y también algunos neopaganos y racionalistas, dan por sentado que la devoción a la Virgen es, pues, muy tardía, y quizá una incorporación posterior de divinidades femeninas paganas camufladas. Consideran que es una devoción que los cristianos anteriores a Constantino (la despenalización) o a Éfeso (el dogma de María como Madre de Dios) no habrían tenido. Para los cristianos del siglo I, II y III María habría sido sólo una sencilla mujer de los Evangelios, dócil al Señor, que amaba a Dios y su hijo.
Pero, ¿cómo se llegó entonces a esa explosión de devoción mariana en el siglo V?
Ahora, Rachel Fulton Brown, profesora de Historia en la Universidad de Chicago, analiza en la revista ecuménica conservadora First Things el libro de Stephen J. Shoemaker “Mary in Early Christian Faith and Devotion” (“María en la temprana devoción y fe cristiana”) publicado en Yale University Press. Rachel Fultone explica que durante décadas nadie ha intentado investigar ni rastrear en serio los orígenes de la devoción mariana. Shoemaker es el primero en muchos años.

Shoemaker, que es más bien protestante y un experto en los textos apócrifos cristianos y el cristianismo bizantino, repasa una serie de textos apócrifos de los siglos II y III donde María tiene un papel importante. Muchas de las escenas e ideas de esos textos enseguida arraigaron en las tradiciones cristianas e incluso, luego, en el arte medieval.
La conclusión de Shoemaker es que María, en los primeros siglos, sí era objeto de mucho recuerdo, respeto y admiración, más del que los protestantes suelen creer y admitir. Pero no considera que deba llamarse “devoción” a lo que tenían esos cristianos, porque piensa que no solían tenerla como intercesora: si no le pides milagros, no es “devoción”. Shoemaker dice que María era, básicamente, “una santa entre otros santos, reverenciada por su pureza excepcional y santidad, y su intimidad con su hijo, un estatus más modesto que el tiene en el Oriente cristiano hoy”.
Rachel Fulton critica esta conclusión. Le parece insuficiente, Por un lado, porque los cristianos antiguos sí piden intercesión a la Virgen. Por otro lado, porque la devoción no es sólo pedir intercesión, sino reconocerle un status de sacralidad. Y María en muchos textos apócrifos y antiguos sí es vista como un “vaso sacro” colocado “aparte, para Dios”, es decir, un objeto sagrado para recibir lo Sagrado. Y los cristianos lo expresaban con exhuberancia de símbolos que luego pasarían a los grandes himnos e iconos bizantinos.
Esto está ya en el Apocalipsis 11,19 y 12, que se escribió hacia el año 96 d.C. Cuenta cómo se abrió el Templo y se vio al Arca de la Alianza, y hubo rayos y truenos y terremoto y aullidos… y entonces se vio a una mujer vestida de sol con doce estrellas como corona y la luna como pedestal, que estaba embarazada, llevando en su seno a quien vencerá al dragón y juzgará las naciones.
El biblista ex-protestante Scott Hahn, experto en Apocalipsis, señala que el autor quiere indicar que María, la Madre de Jesús, es esa mujer y es también el Arca de la Alianza. Igual que el Arca tiene en su interior el maná, la vara de Aarón y las Tablas de la Ley, María tiene en su interior al Pan de Vida, al Verdadero Sacerdote y a la Ley hecha carne que es Jesús. Hahn cree que para los lectores antiguos esto era patente: igual que el Rey David danzaba ante el Arca y el bebé Juan Bautista “danza” ante María, igual que David comenta “¿cómo puede venir el Arca a mí” e Isabel comenta, sobre María, “¿Cómo es que viene a mí la madre de mi Señor?”.
Esta tradición de señalar a María como un gigantesco, sagrado, objeto portador de Dios, es el que se repite en la literatura apócrifa de los siguientes siglos. Los cristianos expresaron con ese tipo de enfoque y símbolos su devoción a María y a su oficio.
En el Protoevangelio de Santiago, del siglo II, Shoemaker cree que hay poco interés por María. Rachel Fulton no está de acuerdo. En ese libro, dice, “María es descrita como alguien o algo preparado especialmente por Dios para un propósito específico, es concebida milagrosamente después de que sus padres oraran para tener hijos; a los 3 años es enviada al Templo para ser educada allí.
En la pubertad es prometida a José para protegerla y cuando el ángel se le aparece está hilando la púrpura y escarlata para el velo del Templo“. Shoemaker admite que son símbolos de María como “corporalización física de santidad, como lo es el templo, que sirve de lugar de santidad divina en la tierra”.
Otro caso que comentan es el Libro del Reposo de María del siglo III, que tenemos por su versión etíope en lengua ge’ez (la lengua litúrgica etíope, antaño lengua imperial allí, hoy sin hablantes). Hay también fragmentos en siríaco y georgiano antiguo. Es la versión más antigua (que tengamos escrita) sobre la muerte de María y su ascensión al Cielo.
En ese libro el apóstol Pedro dice: “La luz de la lámpara de nuestra hermana María llena el mundo y no se extinguirá hasta el fin de los días, para que los que han decidido salvarse reciban seguridad en ella. Y si reciben la imagen de luz, recibirán el descanso y bendición de ella”.
Esto, según Rachel, no son fantasías gnósticas, sino el tipo de halagos de base bíblica que cristalizarán en la poesía bizantina. Por eso, el famoso himno Akathistos del siglo V, lleno de “piropos” a María, la alaba como “antorcha llena de luz, que brilla sobre aquellos en las tinieblas”.
Que María es intercesora queda claro en este texto del siglo III: una vez sube al Cielo su cuerpo, junto al árbol de la vida, donde allí los ángeles devuelven el alma al cuerpo de ella, los ángeles la llevan a un infierno a ver a los condenados (o quizá almas purgantes). Ellos piden así a María:
“María, te suplicamos, María, luz y madre de la luz; María, vida y madre de los apóstoles; María, lámpara dorada que llevas cada lámpara justa; María, nuestra maestra y madre de nuestro maestro; María, nuestra reina, suplica a tu hijo que nos de un poco de respiro”. María intercede por ellos y el Señor les concede “9 horas de descanso en el Día del Señor”.
Después, los apóstoles y María van al Paraíso, se sientan bajo el árbol de la vida con los Patriarcas y las almas de los buenos. Después suben al Séptimo Cielo, “donde se sienta Dios”. Allí, los apóstoles ven a María sentada a la derecha de Dios, junto a Cristo con sus heridas, con 10.000 ángeles rodeando a María en su trono, cantando.
He aquí, por lo tanto, un texto del siglo III con María como reina, intercesora, junto a Dios y llena de halagos del máximo rango.
Para Shoemaker, “no se trata de María la Madre de Dios sino de la madre del Gran Querubín de Luz”. Pero Rachel Fulton señala que es María la madre de Jesús vestida con los ropajes devocionales que le daban los cristianos de ese siglo. Rachel Fulton cree que no tiene sentido que desde el siglo XXI exijamos que los cristianos del siglo II o III representen a María con criterios de realismo historicista, como una “campesina judía de Galilea”, cuando ellos tratan de expresar sus títulos eternos y celestiales.
Podemos ver otro ejemplo (que sonará a cualquiera que haya leído alguna vez el popular himno bizantino Akathistos) está en el “Evangelio” o “Cuestiones de Bartolomé”, otro apócrifo del siglo III.
Jesús invita a los apóstoles a ver al demonio encadenado, y les anima a golpear al demonio en el cuello. El apóstol Bartolomé invoca a la Virgen pidiéndole coraje (lo que ya demuestra que era una intercesora para los cristianos del siglo III, aún en época de persecuciones). En vez de decir “María, ayúdame”, empieza una lista de títulos gloriosos:
“Oh vientre más amplio que la envergadura de los cielos, oh vientre que contienes a quien los Siete Cielos no contienen; lo contuviste sin dolor, mantuviste en tu seno, a quien cambió su ser en la más pequeña de las cosas; oh, vientre que llevó, escondido en cuerpo, al Cristo que ha sido visible a muchos; oh vientre que se hizo más espacioso que la creación completa…”
Incluso Shoemaker ve que aquí, en pleno siglo III, está la idea que la liturgia ortodoxa repetirá: “más amplia que los Cielos”, “que contiene a quien no puede ser contenido”.
En el siglo IV, con el cristianismo ya despenalizado, pero antes de Éfeso, tanto en Jerusalén como en Constatinopla se pudo celebrar a lo grande la fiesta de “María en Jerusalén”. La liturgia decía en esos días ya: “Álzate, oh Señor, en tu lugar de descanso; tú y el arca, que tú has santificado”, añadiendo: “Contemplad, he aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo”.
Rachel Fulton anima a buscar a María en las liturgias y textos antiguos con este lenguaje clave y poético (el mismo que perduró y se amplió luego en la poesía e himnos bizantinos). Si no, dice, “somos como lo nazis de la película En Busca del Arca Perdida, que cavamos en el sitio equivocado”.
“La realidad estupenda de la Asunción de María manifiesta y confirma la unidad de la persona humana y nos recuerda que estamos llamados a servir y glorificar a Dios con todo nuestro ser, alma y cuerpo”. Papa Francisco
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La Virgen María es llena de gracia. La intensidad y la naturaleza de sus gracias son distintas a lo largo de su vida; una es la gracia en su Concepción, otra en la Encarnación, otra en la Asunción de María a los cielos. En esta última la Virgen María recibe la plenitud de santidad.

Asunción de la Virgen (Assumption of the Virgin) Jacopo Palma
La celebración de la Asunción de María es una fiesta antigua que se celebraba en Jerusalén desde el siglo VI en honor de la Madre de Dios recordaba probablemente la consagración de una iglesia en su honor.
Esta fiesta, un siglo después, se extiende a todo el Oriente bajo el nombre de Dormición de Santa María y celebra su tránsito de este mundo y asunción de María al cielo.
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El Papa Pío XII, declaro el dogma de fe la Asunción de María, en 1950. La Virgen María, por un privilegio especial de Dios Omnipotente, no experimentó la corrupción: su cuerpo, glorificado por la Santísima Trinidad, fue unido al alma, y María fue asunta al cielo, donde reina viva y gloriosa, junto a Jesús, para glorificar a Dios e interceder por nosotros.
En el Apocalipsis podemos leer los pasajes que relatan la Asunción de la Virgen María a los cielos:
“Una gran señal apareció en el cielo: una mujer vestida de sol, la luna a sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas (Ap 12, 1).
Y nosotros, impulsados por la liturgia en la Misa de la vigilia de esta fiesta, aclamamos a Nuestra Señora con estas palabras: Gloriosa dicta sunt de te, Maria, quæ hodie exaltata es super choros angelorum. Bienaventurada eres, María, porque hoy fuiste elevada sobre los coros de los ángeles y, juntamente con Cristo, has alcanzado el triunfo eterno.
La Iglesia pone la mirada a María para contemplar en ella lo que es la Iglesia en su misterio, en su «peregrinación de la fe», y lo que será al final de su marcha, donde le espera, «para la gloria de la Santísima e indivisible Trinidad», «en comunión con todos los santos» aquella a quien venera como la Madre de su Señor y como su propia Madre.
La Asunción de María, Nuestra Señora nos propone la realidad de esa esperanza gozosa. Somos aún peregrinos, pero Nuestra Madre nos ha precedido y nos señala ya el término del sendero: nos repite que es posible llegar y que, si somos fieles, llegaremos. Porque la Santísima Virgen no sólo es nuestro ejemplo: es auxilio de los cristianos. Y ante nuestra petición —Monstra te esse Matrem-, no sabe ni quiere negarse a cuidar de sus hijos con solicitud maternal. Es Cristo que pasa, 177.
María cumplió de forma ejemplar con la voluntad de Dios en su vida y eso es lo que la llevó a llegar a la gloria de Dios. La Asunción de la Virgen es ejemplo para todos los cristianos.
En la Tierra todos queremos llegar a Dios. Esta es nuestra esperanza. La Virgen María ya ha alcanzado esto. Lo que ella ha alcanzado nos anima a nosotros. María tuvo una enorme confianza en Dios y su corazón estaba lleno de Dios.
Al amanecer del dies solis, acabada la celebración de la Eucaristía, Tarsicio cruza la vía Apia para llevar la Comunión a sus hermanos enfermos o encarcelados.
Debía de notarse que ocultaba algo, porque unos soldados lo detienen y le obligan a enseñarles qué portaba. Tarsicio se niega con firmeza.
Contrasta la brutalidad de los comisarios con la aparente fragilidad del adolescente, que resiste la lapidación hasta yacer en tierra, abrazado a las especies eucarísticas.
Tarsicio sufre el martirio el 15 de agosto del año 257. El emperador Valeriano acababa de promulgar un edicto que prohibía bajo pena de muerte cualquier acto de culto cristiano, como un intento de erradicar la Iglesia desde su núcleo más fundamental.

Las autoridades civiles sabían que los bautizados se reunían para dar culto a Dios. Plinio el Joven -gobernador de Bitinia a inicios del siglo II- apunta: "un día determinado, antes del alba, se reúnen para cantar en coro un himno a Cristo, como a un dios".
El día determinado era el primero de la semana; los romanos lo habían denominado dies solis, en honor al dios Sol, y los primeros fieles aprovecharon esta coincidencia para "orientar la celebración de ese día hacia Cristo, el verdadero sol de la humanidad": el centro de la vida.
Más adelante se le llamó dies Domini, tal y como aparece en el Apocalipsis, porque daba a la jornada el pleno significado que deriva del mensaje pascual: Cristo Jesús es el Señor de la Creación.
El día del sol era laborable. A pesar de que el Imperio declaraba muchas jornadas festivas, no se había determinado ninguna para el descanso: asistir a Misa suponía dormir pocas horas o pasar la noche en vela.
Los cristianos actuaban movidos por "una exigencia interior que (…) sentían con tanta fuerza que al principio no se consideró necesario prescribirla. Sólo más tarde, ante la tibieza o negligencia de algunos, se ha debido explicitar el deber de participar en la Misa del domingo".
Acudir a la fracción del pan el día del Seño era una necesidad prescrita en el corazón de los bautizados. Ni el edicto de Valeriano ni las sucesivas amenazas lograban quebrantar la fe de aquellos primeros: "¡no podemos vivir sin el domingo!", exclamaban los mártires de Abitene, detenidos por haber incurrido en una reunión ilegal.
Tarsicio era acólito en una iglesia doméstica construida a cielo abierto, en el cementerio de Calixto, sobre la Vía Apia.
Bien entrada la noche del sábado o antes del amanecer del domingo, el joven se dirige a la domus para ayudar en la celebración eucarística, que seguiría aproximadamente el orden que describe San Justino:
"Se leen, según el tiempo disponible, las Memorias de los Apóstoles y los escritos de los profetas. Después, el lector calla y el presidente toma la palabra para exhortarnos a imitar los buenos ejemplos que acaban de ser citados.
A continuación, todos se ponen en pie y recitan las oraciones. Por último (…) la comunidad ora y da gracias con todas sus fuerzas; el pueblo responde con la aclamación Amén.
Después se distribuye a cada uno los alimentos consagrados y se envían a los ausentes".
Quienes sufrían alguna enfermedad o permanecían en prisión no quedaban privados del fármaco de la inmortalidad, el antídoto contra la muerte, como llamaba San Ignacio de Antioquía a la Eucaristía. Después del mencionado edicto de Valeriano, llevarles la Comunión suponía un riesgo. Probablemente por eso se elegía a niños o adolescentes para cumplir este encargo, pues circulaban por la Urbe con cierta facilidad y se les permitía visitar a los encarcelados.
Así consta en el Liber Pontificalis: "reciben el alimento que nosotros hemos consagrado por medio de los acólitos". Al acabar la Misa, Tarsicio se ofrece a llevar la Eucaristía. Podían hacerlo otros acólitos, pero el joven se adelanta con generosidad: ha recibido el don por excelencia y quiere compartirlo.

Es necesario agrandar el corazón para acercarse a Jesús sacramentado. Ciertamente, se precisa la fe; pero se requiere además, para ser alma de Eucaristía, saber querer, saber darse a los demás, imitando -dentro de nuestra pobre poquedad- la entrega de Cristo a todos y a cada uno.
Tarsicio sale de la domus custodiando al Señor junto a su pecho, entre los pliegues de la túnica. Tal vez por curiosidad o por malicia, unos hombres lo interceptan y le piden que entregue lo que lleva. La negativa les desconcierta, y se ensañan más aún hasta quitarle la vida. Causa estupor la firmeza del adolescente en defender lo que luego descubren como un trozo de pan.
El nombre Tarsicio -según algunos autores- deriva de la palabra griega tharsos, que significa valor, audacia, confianza. Su fortaleza es una prueba más de que -desde los comienzos- la Iglesia entendía las palabras de Jesucristo: esto es mi cuerpo, ésta es mi sangre, de un modo real, no metafórico.
¿Quién se hubiera dejado lapidar por un símbolo? San Justino afirmaba que la Eucaristía es "la carne y la sangre de aquel Jesús que se encarnó", y San Ireneo añadía que el Cuerpo resucitado de Cristo vivifica nuestra carne: al comulgar "nuestros cuerpos no son corruptibles sino que poseen el don de la resurrección para siempre".
Tarsicio es el primero en proclamar su fe en el misterio eucarístico hasta el extremo de consignar su vida, por eso se le conoce como el protomártir de la Eucaristía: Esteban confesó que Jesús era el Mesías, pronunciando un discurso quele llevó a ola lapidación; Tarsicio defendió en silencio a su Dios presente en la Hostia Santa, correspondiendo a la entrega del Amigo que se ofrecía por su vida, y por la de todos, en la Eucaristía.
Según una tradición antigua, cuando Tarsicio yacía en tierra, pasó un soldado catecúmeno que se llamaba Cuadrado. Reconoció al joven cristiano y lo cargó en sus hombros hasta el cementerio de Calixto. Depuso el cadáver en el mausoleo construido en la superficie -la cella tricora-, junto a los restos mortales del Papa Ceferino.
En el siglo VIII, trasladaron su cuerpo a la iglesia romana de San Silvestro in Capite. A partir del siglo XVI, sus restos descansan bajo el altar mayor. Actualmente, sobre el altar de ese templo se expone la Eucaristía.
Muchos transeúntes aún ignoran o han olvidado la presencia de Cristo en el Santísimo Sacramento. Necesitan que alguien despierte sus conciencias, recordándoles que "allí, en ese trozo de pan, se encuentra realmente el Señor, quien da el verdadero sentido a la vida, al inmenso universo y a la más pequeña criatura, a toda la historia humana y a la más breve existencia";
que "la Eucaristía es el sacramento del Dios que no nos deja solos en el camino, sino que se pone a nuestro lado y nos indica la dirección";
que si tenemos en Él nuestro centro, descubrimos el sentido de la misión que se nos ha confiado, tenemos un ideal humano que se hace divino, (…) y llegamos a sacrificar gustosamente no ya tal o cual aspecto de nuestra actividad, sino la vida entera, dándole así, paradójicamente, su más hondo cumplimiento.
Alborea. Por las calles de Roma empiezan a circular vendedores, obreros, comerciantes. Los cristianos que acaban de asistir a la Santa Misa en la iglesia doméstica de Calixto se dirigen a sus lugares de trabajo o a sus domicilios, en una acción de gracias continuada.
"Para el fiel que ha comprometido el sentido de lo realizado, la celebración eucarística no termina sólo dentro del templo. Como los discípulos de Emaús, que reconocen a Cristo en la fracción del pan, experimentan la exigencia de ir inmediatamente a compartir con sus hermanos la alegría del encuentro con el Señor".
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“Confiesa tus pecados en la iglesia, y no te eleves a la oración con mala conciencia. Esta es la forma de vida. . . . En el día del Señor reuníos, partid el pan y dad gracias, después de confesar vuestras transgresiones para que vuestro sacrificio sea puro” ( Didaché 4:14, 14:1 [70 d. C.]).
“Juzgarás con justicia. No harás cisma, sino que pacificarás a los que contienden reuniéndolos. Confesarás tus pecados. No irás a la oración con mala conciencia. Este es el camino de la luz” ( Carta de Bernabé 19 [AD 74]).

“Porque todos los que son de Dios y de Jesucristo, también están con el obispo. Y todos los que, en el ejercicio de la penitencia, vuelvan a la unidad de la Iglesia, éstos también serán de Dios, para que puedan vivir según Jesucristo” ( Carta a los Filadelfianos 3 [AD 110]).
“Porque donde hay división e ira, Dios no habita. A todos los que se arrepienten, el Señor les concede el perdón, si se vuelven penitenciales a la unidad de Dios ya la comunión con el obispo” (ibid., 8).
“[Los discípulos gnósticos] han engañado a muchas mujeres. . . . Sus conciencias han sido marcadas como con hierro candente. Algunas de estas mujeres hacen una confesión pública, pero otras se avergüenzan de hacerlo, y en silencio, como si se privaran de sí mismas la esperanza de la vida de Dios, o apostatan por completo o dudan entre los dos caminos” ( Contra las herejías 1: 22 [189 d. C.]).
“[Respecto a la confesión, algunos] huyen de este trabajo como una exposición de sí mismos, o lo posponen día a día.
Supongo que son más conscientes de la modestia que de la salvación, como los que contraen una enfermedad en las partes más vergonzosas del cuerpo y rehúyen darse a conocer a los médicos; y así perecen con su propia timidez” ( Arrepentimiento 10:1 [AD 203]).
“[El obispo que dirige la ordenación del nuevo obispo orará:] Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. . . . Derrama ahora ese poder que viene de ti, de tu Espíritu real, que diste a tu amado Hijo, Jesucristo, y que él otorgó a sus santos apóstoles. . .
y concédele a este tu siervo, a quien has escogido para el episcopado, [el poder] de apacentar tu santo rebaño y de servir sin mancha como tu sumo sacerdote, ministrando día y noche para propiciar sin cesar delante de ti y para ofrecerte los dones de tu santa Iglesia, y por el Espíritu del sumo sacerdocio para tener autoridad para perdonar los pecados, según tu mandato” ( Tradición Apostólica 3 [215 d. C.]).

“[Un último método de perdón], aunque duro y laborioso [es] la remisión de los pecados a través de la penitencia, cuando el pecador . . . no rehuye declarar su pecado a un sacerdote del Señor y buscar medicina, a la manera de quien dice: 'Dije: "Ante el Señor me acusaré de mi iniquidad"'” ( Homilías sobre Levítico 2: 4 [248 d. C.]).
“El apóstol [Pablo] igualmente da testimonio y dice: ' . . . Cualquiera que comiere el pan o bebiere la copa del Señor indignamente, será culpable del cuerpo y de la sangre del Señor' [1 Cor. 11:27].
Pero [los impenitentes] rechazan y desprecian todas estas advertencias; antes de que sus pecados sean expiados, antes de que hayan hecho una confesión de su crimen, antes de que su conciencia haya sido purgada en la ceremonia y de la mano del sacerdote. . . ultrajan el cuerpo y la sangre [del Señor], y con las manos y la boca pecan contra el Señor más que cuando lo niegan” ( Los caducos 15:1–3 (251 d. C.)).
“De cuánto mayor fe y saludable temor son los que . . . confesar sus pecados a los sacerdotes de Dios con sinceridad y con dolor, haciendo abierta declaración de conciencia. . . .
Os suplico, hermanos, que todo aquel que ha pecado, confiese su pecado mientras esté en este mundo, mientras su confesión sea aún admisible, mientras la satisfacción y la remisión hechas por medio de los sacerdotes sean aún agradables ante el Señor” (ibid., 28). ).
“Los pecadores pueden hacer penitencia por un tiempo determinado, y de acuerdo con las reglas de disciplina venir a la confesión pública, y por imposición de la mano del obispo y el clero recibir el derecho a la Comunión.
[Pero ahora algunos] con su tiempo [de penitencia] aún incumplido. . . son admitidos a la Comunión y se presenta su nombre; y mientras aún no se ha hecho la penitencia, aún no se ha hecho la confesión, aún no se les imponen las manos del obispo y del clero, se les da la Eucaristía; aunque está escrito: 'Cualquiera que comiere el pan o bebiere la copa del Señor indignamente, será culpable del cuerpo y de la sangre del Señor' [1 Cor. 11:27]” ( Cartas 9:2 [253 d. C.]).
“Y no pienses, queridísimo hermano, que o el valor de los hermanos disminuirá, o que los martirios fracasarán por esta causa, que la penitencia se relaja a los caídos, y que se ofrece la esperanza de la paz [es decir, la absolución] al penitente. . . . Porque a los adúlteros les es concedido incluso un tiempo de arrepentimiento, y les es dada la paz” (ibid., 51[55]:20).
“Pero me asombra que algunos sean tan obstinados como para pensar que no se debe conceder el arrepentimiento a los caídos, o suponer que se debe negar el perdón al penitente, cuando está escrito:
'Recuerda de dónde has caído, y arrepiéntete. , y hacer las primeras obras' [Ap. 2, 5], lo que ciertamente se dice al que evidentemente ha caído, ya quien el Señor exhorta a levantarse con sus obras [de penitencia], porque está escrito: 'La limosna libra de la muerte' [Tob. 12:9]” (ibíd., 51[55]:22).
“Vosotros [sacerdotes], pues, que sois discípulos de nuestro ilustre médico [Cristo], no debéis negar un curativo a los que necesitan curación. Y si alguno descubre su herida delante de ti, dale el remedio del arrepentimiento.
Y al que se avergüenza de dar a conocer su debilidad, anímalo para que no te la oculte. Y cuando os lo haya revelado, no lo hagáis público, no sea que por ello los inocentes sean tenidos por culpables por nuestros enemigos y por los que nos odian” ( Tratados 7:3 [AD 340]).
“Es necesario confesar nuestros pecados a aquellos a quienes está confiada la dispensación de los misterios de Dios. Se encuentra que aquellos que hacían penitencia en la antigüedad lo hicieron antes que los santos. Está escrito en el Evangelio que confesaron sus pecados a Juan el Bautista [Mat. 3:6], pero en Hechos [19:18] se confesaron a los apóstoles” ( Reglas Brevemente Tratadas 288 [AD 374]).
“Los sacerdotes han recibido un poder que Dios no ha dado ni a los ángeles ni a los arcángeles. Se les dijo: 'Todo lo que atéis en la tierra será atado en los cielos; y todo lo que desatares, será desatado.
Los gobernantes temporales tienen ciertamente el poder de obligar; pero sólo pueden atar el cuerpo. Los sacerdotes, en cambio, pueden atar con un lazo que pertenece al alma misma y trasciende los mismos cielos.
¿No les dio [Dios] todos los poderes del cielo? 'A quienes perdonéis los pecados', dice, 'les son perdonados; cuyos pecados se los retuviereis, les quedan retenidos.' ¿Qué mayor poder hay que este?
El Padre ha dado todo el juicio al Hijo. Y ahora veo al Hijo poniendo todo este poder en manos de los hombres [Mat. 10:40; Juan 20:21–23]. Son elevados a esta dignidad como si ya fueran recogidos en el cielo” (El sacerdocio 3:5 [387 d. C.]).
“Para aquellos a quienes se les ha otorgado [el derecho de atar y desatar], está claro que o ambos están permitidos, o está claro que ninguno está permitido. Ambos están permitidos a la Iglesia, ninguno está permitido a la herejía. Porque este derecho se ha concedido sólo a los sacerdotes” ( Penitencia 1:1 [AD 388]).
“Si la serpiente, el diablo, muerde a alguien en secreto, infecta a esa persona con el veneno del pecado. Y si el que ha sido mordido guarda silencio y no hace penitencia, y no quiere confesar su herida. . . entonces su hermano y su maestro, que tienen la palabra [de la absolución] que lo curará, no podrán ayudarlo muy bien” ( Comentario sobre Eclesiastés 10:11 [AD 388]).

“Cuando hayas sido bautizado, guarda una buena vida en los mandamientos de Dios para que puedas conservar tu bautismo hasta el final. No os digo que viviréis aquí sin pecado, pero son pecados veniales de los que esta vida nunca carece. El bautismo fue instituido por todos los pecados.
Para los pecados leves, sin los cuales no podemos vivir, se instituyó la oración. . . . Pero no cometáis aquellos pecados por los que tendríais que ser separados del cuerpo de Cristo. ¡Dios nos libre! Porque aquellos a quienes ves haciendo penitencia han cometido delitos, ya sea adulterio o alguna otra enormidad.
Por eso están haciendo penitencia. Si sus pecados fueran leves, bastaría la oración diaria para borrarlos. . . . En la Iglesia, por tanto, hay tres modos de perdonar los pecados: en el bautismo, en la oración y en la mayor humildad de la penitencia” (Sermón a los catecúmenos sobre el Credo 7:15, 8:16 [AD 395]).

