“Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su salvación eterna, sufren una purificación después de su muerte, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en el gozo de Dios" Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1054.
Hallamos indicios preciosos en la Escritura, que sirven de base para la doctrina de purificación postmortal. Por una parte, está la insistencia bíblica en la santidad de Dios, que reclama del hombre una cierta preparación para acceder a la presencia divina .
La ley del Antiguo Testamento sobre la pureza legal estaba encaminada a inculcar esta idea en el pueblo elegido , al estipular a quienes debían participar en el culto, ritos previos de purificación. En la predicación de Jesús también encontramos la misma invitación fundamental:
“Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” . Dios santo pide -y facilita- una santidad correspondiente en el hombre. Es razonable pensar que, si una persona muere libre de pecado mortal pero sin haber coronado su camino de santidad -“la santificación, sin la cual la cual nadie puede ver a Dios" -, su historia de perfeccionamiento prosiga tras la muerte.
Además, la Sagrada Escritura refrenda la práctica de oración de impetración que hacen los vivos por los muertos: ‘santo y saludable es el pensamiento de orar por los difuntos para que queden libres de sus pecados’ (Cfr. 2 Macabeos 12, 45-46). Los cristianos, ya desde los primeros siglos, vivieron esta práctica, expresión de su fe en la comunión de los santos.
“La Iglesia de los peregrinos desde los primeros tiempos del cristianismo tuvo perfecto conocimiento de esta comunión de todo el Cuerpo Místico de Jesucristo, y así conservó con gran piedad el recuerdo de los difuntos, y ofreció sufragios por ellos" Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, 50.
Los creyentes se sentían movidos a ofrecer esas oraciones, además, al comprobar que en la vida real diferentes personas alcanzan grados diversos de santidad: algunas, un grado tan alto que, nada más morir, son tratadas espontáneamente por los fieles como intercesores ante Dios; y otras que, aun habiendo vivido cristianamente, son encomendadas a la misericordia divina, para que sean admitidas al descanso eterno .
La doctrina del purgatorio nos recuerda que, para un sujeto con uso de libertad, una cierta preparación –acompasada por la gracia- es necesaria para ser admitido al consorcio trinitario. Hay un camino que recorrer que, si no llega a consumarse en esta vida, debe terminarse luego. El misterio de maduración postmortal es sumamente congruente con la santidad, justicia y amor de Dios.
"El purgatorio es una misericordia de Dios, para limpiar los defectos de los que desean identificarse con Él"S. Josemaría Escrivá, Surco, 889 .
Así, el individuo que muere en gracia pero con imperfecta santidad ya está salvado, pero su plena comunión con la Trinidad queda retrasada mientras no posea la suficiente madurez en el amor y la santidad (aunque la dilación no se puede medir con categorías terrenas: segundos, minutos, meses, años, siglos...).
El retraso implica, para el difunto, una experiencia dolorosa y gozosa a la vez. Se ve a sí mismo unido a Cristo, pero no cabalmente cristificado todavía. La plena comunión con el Señor, con el Padre y con el Espíritu Santo, está ya casi al alcance, al no interponerse ningún obstáculo permanente; sin embargo, el sujeto se percibe a sí mismo inmaduro para tal consorcio.
Su amor se traduce entonces en dolor, por la tardanza del encuentro con el Amado. Sta. Catalina de Génova (s. XV) afirma que el fuego que experimentan el alma en el purgatorio no es otro que la pena que brota al comprobar, por una parte, que ningún pecado serio obstaculiza la unión con Dios, y al descubrir, por otra, que el estado de santidad imperfecta impide acercarse plenamente . Se trata, pues, de una pena de retraso; del amor nace el dolor, y el mismo dolor perfecciona finalmente el amor.
La Iglesia, en sus ritos funerales y sus oraciones por los muertos, así como en la celebración del Día de Todos los difuntos, recuerda a los fieles el valor de los sufragios por los muertos. Realmente es posible esta sobrenatural comunicación de bienes, gracias a la comunión de los santos. El hecho nos recuerda nuestra realidad como seres-en-relación:
“Ningún ser humano es una mónada cerrada en sí misma... Nadie se salva solo... Mi intercesión en modo alguno es algo ajeno para el otro, algo externo, ni siquiera después de la muerte. En el entramado del ser... mi oración por él... puede significar una pequeña etapa de su purificación” Benedicto XVI, Carta encíclica Spe salvi, 48.
La eficacia de las oraciones de los vivos por los difuntos se comprende mejor a la luz de la pertenencia de los cristianos a Cristo. El Señor, desde su sede a la derecha del Padre, ora incesantemente por los vivos y muertos; y los que están incorporados a Él pueden pedir juntamente con Él: Vox una, quia caro una, dice S. Agustín . Como parte del “Cristo Total” –según la terminología agustiniana -, los cristianos podemos rezar por los difuntos con la seguridad de que el Padre nos escucha.
by J. José Alviar www.primeroscristianos.com
“Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su salvación eterna, sufren una purificación después de su muerte, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en el gozo de Dios" Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1054.
Hallamos indicios preciosos en la Escritura, que sirven de base para la doctrina de purificación postmortal. Por una parte, está la insistencia bíblica en la santidad de Dios, que reclama del hombre una cierta preparación para acceder a la presencia divina .
La ley del Antiguo Testamento sobre la pureza legal estaba encaminada a inculcar esta idea en el pueblo elegido , al estipular a quienes debían participar en el culto, ritos previos de purificación. En la predicación de Jesús también encontramos la misma invitación fundamental:
“Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” . Dios santo pide -y facilita- una santidad correspondiente en el hombre. Es razonable pensar que, si una persona muere libre de pecado mortal pero sin haber coronado su camino de santidad -“la santificación, sin la cual la cual nadie puede ver a Dios" -, su historia de perfeccionamiento prosiga tras la muerte.
Además, la Sagrada Escritura refrenda la práctica de oración de impetración que hacen los vivos por los muertos: ‘santo y saludable es el pensamiento de orar por los difuntos para que queden libres de sus pecados’ (Cfr. 2 Macabeos 12, 45-46). Los cristianos, ya desde los primeros siglos, vivieron esta práctica, expresión de su fe en la comunión de los santos.
“La Iglesia de los peregrinos desde los primeros tiempos del cristianismo tuvo perfecto conocimiento de esta comunión de todo el Cuerpo Místico de Jesucristo, y así conservó con gran piedad el recuerdo de los difuntos, y ofreció sufragios por ellos" Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, 50.
Los creyentes se sentían movidos a ofrecer esas oraciones, además, al comprobar que en la vida real diferentes personas alcanzan grados diversos de santidad: algunas, un grado tan alto que, nada más morir, son tratadas espontáneamente por los fieles como intercesores ante Dios; y otras que, aun habiendo vivido cristianamente, son encomendadas a la misericordia divina, para que sean admitidas al descanso eterno .
La doctrina del purgatorio nos recuerda que, para un sujeto con uso de libertad, una cierta preparación –acompasada por la gracia- es necesaria para ser admitido al consorcio trinitario. Hay un camino que recorrer que, si no llega a consumarse en esta vida, debe terminarse luego. El misterio de maduración postmortal es sumamente congruente con la santidad, justicia y amor de Dios.
"El purgatorio es una misericordia de Dios, para limpiar los defectos de los que desean identificarse con Él"S. Josemaría Escrivá, Surco, 889 .
Así, el individuo que muere en gracia pero con imperfecta santidad ya está salvado, pero su plena comunión con la Trinidad queda retrasada mientras no posea la suficiente madurez en el amor y la santidad (aunque la dilación no se puede medir con categorías terrenas: segundos, minutos, meses, años, siglos...).
El retraso implica, para el difunto, una experiencia dolorosa y gozosa a la vez. Se ve a sí mismo unido a Cristo, pero no cabalmente cristificado todavía. La plena comunión con el Señor, con el Padre y con el Espíritu Santo, está ya casi al alcance, al no interponerse ningún obstáculo permanente; sin embargo, el sujeto se percibe a sí mismo inmaduro para tal consorcio.
Su amor se traduce entonces en dolor, por la tardanza del encuentro con el Amado. Sta. Catalina de Génova (s. XV) afirma que el fuego que experimentan el alma en el purgatorio no es otro que la pena que brota al comprobar, por una parte, que ningún pecado serio obstaculiza la unión con Dios, y al descubrir, por otra, que el estado de santidad imperfecta impide acercarse plenamente . Se trata, pues, de una pena de retraso; del amor nace el dolor, y el mismo dolor perfecciona finalmente el amor.
La Iglesia, en sus ritos funerales y sus oraciones por los muertos, así como en la celebración del Día de Todos los difuntos, recuerda a los fieles el valor de los sufragios por los muertos. Realmente es posible esta sobrenatural comunicación de bienes, gracias a la comunión de los santos. El hecho nos recuerda nuestra realidad como seres-en-relación:
“Ningún ser humano es una mónada cerrada en sí misma... Nadie se salva solo... Mi intercesión en modo alguno es algo ajeno para el otro, algo externo, ni siquiera después de la muerte. En el entramado del ser... mi oración por él... puede significar una pequeña etapa de su purificación” Benedicto XVI, Carta encíclica Spe salvi, 48.
La eficacia de las oraciones de los vivos por los difuntos se comprende mejor a la luz de la pertenencia de los cristianos a Cristo. El Señor, desde su sede a la derecha del Padre, ora incesantemente por los vivos y muertos; y los que están incorporados a Él pueden pedir juntamente con Él: Vox una, quia caro una, dice S. Agustín . Como parte del “Cristo Total” –según la terminología agustiniana -, los cristianos podemos rezar por los difuntos con la seguridad de que el Padre nos escucha.
by J. José Alviar www.primeroscristianos.com
“Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su salvación eterna, sufren una purificación después de su muerte, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en el gozo de Dios" Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1054.
Hallamos indicios preciosos en la Escritura, que sirven de base para la doctrina de purificación postmortal. Por una parte, está la insistencia bíblica en la santidad de Dios, que reclama del hombre una cierta preparación para acceder a la presencia divina .
La ley del Antiguo Testamento sobre la pureza legal estaba encaminada a inculcar esta idea en el pueblo elegido , al estipular a quienes debían participar en el culto, ritos previos de purificación. En la predicación de Jesús también encontramos la misma invitación fundamental:
“Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” . Dios santo pide -y facilita- una santidad correspondiente en el hombre. Es razonable pensar que, si una persona muere libre de pecado mortal pero sin haber coronado su camino de santidad -“la santificación, sin la cual la cual nadie puede ver a Dios" -, su historia de perfeccionamiento prosiga tras la muerte.
Además, la Sagrada Escritura refrenda la práctica de oración de impetración que hacen los vivos por los muertos: ‘santo y saludable es el pensamiento de orar por los difuntos para que queden libres de sus pecados’ (Cfr. 2 Macabeos 12, 45-46). Los cristianos, ya desde los primeros siglos, vivieron esta práctica, expresión de su fe en la comunión de los santos.
“La Iglesia de los peregrinos desde los primeros tiempos del cristianismo tuvo perfecto conocimiento de esta comunión de todo el Cuerpo Místico de Jesucristo, y así conservó con gran piedad el recuerdo de los difuntos, y ofreció sufragios por ellos" Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, 50.
Los creyentes se sentían movidos a ofrecer esas oraciones, además, al comprobar que en la vida real diferentes personas alcanzan grados diversos de santidad: algunas, un grado tan alto que, nada más morir, son tratadas espontáneamente por los fieles como intercesores ante Dios; y otras que, aun habiendo vivido cristianamente, son encomendadas a la misericordia divina, para que sean admitidas al descanso eterno .
La doctrina del purgatorio nos recuerda que, para un sujeto con uso de libertad, una cierta preparación –acompasada por la gracia- es necesaria para ser admitido al consorcio trinitario. Hay un camino que recorrer que, si no llega a consumarse en esta vida, debe terminarse luego. El misterio de maduración postmortal es sumamente congruente con la santidad, justicia y amor de Dios.
"El purgatorio es una misericordia de Dios, para limpiar los defectos de los que desean identificarse con Él"S. Josemaría Escrivá, Surco, 889 .
Así, el individuo que muere en gracia pero con imperfecta santidad ya está salvado, pero su plena comunión con la Trinidad queda retrasada mientras no posea la suficiente madurez en el amor y la santidad (aunque la dilación no se puede medir con categorías terrenas: segundos, minutos, meses, años, siglos...).
El retraso implica, para el difunto, una experiencia dolorosa y gozosa a la vez. Se ve a sí mismo unido a Cristo, pero no cabalmente cristificado todavía. La plena comunión con el Señor, con el Padre y con el Espíritu Santo, está ya casi al alcance, al no interponerse ningún obstáculo permanente; sin embargo, el sujeto se percibe a sí mismo inmaduro para tal consorcio.
Su amor se traduce entonces en dolor, por la tardanza del encuentro con el Amado. Sta. Catalina de Génova (s. XV) afirma que el fuego que experimentan el alma en el purgatorio no es otro que la pena que brota al comprobar, por una parte, que ningún pecado serio obstaculiza la unión con Dios, y al descubrir, por otra, que el estado de santidad imperfecta impide acercarse plenamente . Se trata, pues, de una pena de retraso; del amor nace el dolor, y el mismo dolor perfecciona finalmente el amor.
La Iglesia, en sus ritos funerales y sus oraciones por los muertos, así como en la celebración del Día de Todos los difuntos, recuerda a los fieles el valor de los sufragios por los muertos. Realmente es posible esta sobrenatural comunicación de bienes, gracias a la comunión de los santos. El hecho nos recuerda nuestra realidad como seres-en-relación:
“Ningún ser humano es una mónada cerrada en sí misma... Nadie se salva solo... Mi intercesión en modo alguno es algo ajeno para el otro, algo externo, ni siquiera después de la muerte. En el entramado del ser... mi oración por él... puede significar una pequeña etapa de su purificación” Benedicto XVI, Carta encíclica Spe salvi, 48.
La eficacia de las oraciones de los vivos por los difuntos se comprende mejor a la luz de la pertenencia de los cristianos a Cristo. El Señor, desde su sede a la derecha del Padre, ora incesantemente por los vivos y muertos; y los que están incorporados a Él pueden pedir juntamente con Él: Vox una, quia caro una, dice S. Agustín . Como parte del “Cristo Total” –según la terminología agustiniana -, los cristianos podemos rezar por los difuntos con la seguridad de que el Padre nos escucha.
by J. José Alviar www.primeroscristianos.com
Y, porque consideró que aquellos que se han dormido en Dios tienen gran gracia en ellos. Es, por lo tanto, un pensamiento sagrado y saludable orar por los muertos, que ellos pueden ser librados de los pecados" (2 Mac. 12,43-46).
En los tiempos de los Macabeos los líderes del pueblo de Dios no tenían dudas en afirmar la eficiencia de las oraciones ofrecidas por los muertos para que aquellos que habían partido de ésta vida encuentren el perdón por sus pecados y esperanza de resurrección eterna.
Hay varios pasajes en el Nuevo Testamento que apuntan a un proceso de purificación después de la muerte. Es por esto que Jesucristo declara (Mt. 12,32) "Y quien hable una palabra contra el Hijo del Hombre, será perdonado: pero aquel que hable una palabra contra el Espíritu Santo, no será perdonado ni en este mundo ni en el que vendrá".
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De acuerdo con San Isidoro de Sevilla (Deord. creatur., c. XIV, n. 6) estas palabras prueban que en la próxima vida "algunos pecados serán perdonados y purgados por cierto fuego purificador".
San Agustín también argumenta, "que a algunos pecadores no se les perdonarán sus faltas ya sea en este mundo o en el próximo no se podría decir con verdad a no ser que hubieran otros (pecadores) a quienes, aunque no se les perdone en esta vida, son perdonados en el mundo por venir." (De Civ. Dei, XXI, XXIV).
San Gregorio Magno (Dial., IV, XXXIX) hace la misma interpretación; San Beda (comentario sobre este texto) y San Bernardo (Sermo LXVI en Cantic., n.11) también lo entienden así.
Un nuevo argumento es dado por San Pablo en 1 Cor. 3,11-15: "Un día se verá el trabajo de cada uno. Se hará público en el día del juicio, cuando todo sea probado por el fuego. El fuego, pues, probará la obra de cada uno. [14] Si lo que has construido resiste al fuego, serás premiado. [15] Pero si la obra se convierte en cenizas, el obrero tendrá que pagar. Se salvará, pero no sin pasar por el fuego."
Este pasaje es visto por muchos de los Padres y teólogos como evidencia de la existencia de un estado intermedio en el cual el alma purificada será salvada.
El testimonio de la Tradición. es universal y constante. Llega hasta nosotros por un triple camino:
1) la costumbre de orar por los difuntos privadamente y en los actos litúrgicos;
2) las alusiones explícitas en los escritos patrísticos a la existencia y naturaleza de las penas del purgatorio;
3) los testimonios arqueológicos, como epitafios e inscripciones funerarias en los que se muestra la fe en una purificación ultraterrena.
Esta doctrina de que muchos que han muerto aún están en un lugar de purificación y que las oraciones valen para ayudar a los muertos es parte de la tradición cristiana más antigua.
Tertuliano (155-225) en "De corona militis" menciona las oraciones para los muertos como una orden apostólica y en "De Monogamia" (cap. X, P. L., II, col. 912) aconseja a una viuda "orar por el alma de su esposo, rogando por el descanso y participación en la primera resurrección"; además, le ordena "hacer sacrificios por él en el aniversario de su defunción," y la acusó de infidelidad si ella se negaba a socorrer su alma.
Del siglo II se conservan ya testimonios explícitos de las oraciones por los difuntos. Del siglo III hay testimonios que muestran que es común la costumbre de rezar en la Misa por ellos.
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Refiriéndose a la liturgia, comenta San Juan Crisóstomo (344-407): «Pensamos en procurarles algún alivio del modo que podamos... ¿Cómo? Haciendo oración por ellos y pidiendo a otros que también oren... Porque no sin razón fueron establecidas por los apóstoles mismos estas leyes; digo el que en medio de los venerados misterios se haga memoria de los que murieron... Bien sabían ellos que de esto sacan los difuntos gran provecho y utilidad...» (In Epist. ad Philippenses Hom., 3,4: PG 62,203).
Y San Agustín (354-430): «Durante el tiempo que media entre la muerte del hombre y la resurrección final, las almas quedan retenidas en lugares recónditos, según es digna cada una de reposo o de castigo, conforme a lo que hubiere merecido cuando vivía en la carne. Y no se puede negar que las almas de los difuntos reciben alivio por la piedad de sus parientes vivos, cuando por ellas se ofrece el sacrificio del Mediador o cuando se hacen limosnas en la Iglesia» (Enquiridión, 109-110: PL 40,283).
FUENTE: L. F. MATEO SECO (primeroscristianos.com)
BIBL.: S. TOMÁS DE APUINO, Suma teológica, Suppl. q71 ; (textos tomados de In IV Sent., d21, ql, al-8); íD, Summa contra Gentes, IV,91; iD, Contra errores graecorum, 32; fa, De rationibus lidei, c9; íD, Compendium theologiae, cl81; R. BELARMINO, De Ecclesia quae est in purgatorio, en Opera Omnia, II, Nápoles 1877, 351414; F. SUÁREZ, De poenitentia, disp. 45-48, 53; A. MICHEL, Purgatoire, en DTC 13,1163-1326; íD, Los misterios del más allá, San Sebastián 1954; H. LECLERCQ, Purgatoire, en DACL, XIV (II), 1978-1981 ; CH. JOURNET, Le purgatoire, Lieja 1932; M. JUGIE, Le purgatoire et les rnoyens de 1'éviter, París 1940; A. Royo MARíN, Teología de la salvación, Madrid 1956, 399-473; A. PIOLANTI, De Noaissimis el sanctorum communione, Roma 1960, 74-96; M. SCHMAUS, Teología Dogmática, t. VII: Los novísimos, Madrid 1964, 490-508; C. Pozo, Teología del más allá, Madrid 1968, 240-255.
Ver en wikipedia
Y, porque consideró que aquellos que se han dormido en Dios tienen gran gracia en ellos. Es, por lo tanto, un pensamiento sagrado y saludable orar por los muertos, que ellos pueden ser librados de los pecados" (2 Mac. 12,43-46).
En los tiempos de los Macabeos los líderes del pueblo de Dios no tenían dudas en afirmar la eficiencia de las oraciones ofrecidas por los muertos para que aquellos que habían partido de ésta vida encuentren el perdón por sus pecados y esperanza de resurrección eterna.
Hay varios pasajes en el Nuevo Testamento que apuntan a un proceso de purificación después de la muerte. Es por esto que Jesucristo declara (Mt. 12,32) "Y quien hable una palabra contra el Hijo del Hombre, será perdonado: pero aquel que hable una palabra contra el Espíritu Santo, no será perdonado ni en este mundo ni en el que vendrá".
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De acuerdo con San Isidoro de Sevilla (Deord. creatur., c. XIV, n. 6) estas palabras prueban que en la próxima vida "algunos pecados serán perdonados y purgados por cierto fuego purificador".
San Agustín también argumenta, "que a algunos pecadores no se les perdonarán sus faltas ya sea en este mundo o en el próximo no se podría decir con verdad a no ser que hubieran otros (pecadores) a quienes, aunque no se les perdone en esta vida, son perdonados en el mundo por venir." (De Civ. Dei, XXI, XXIV).
San Gregorio Magno (Dial., IV, XXXIX) hace la misma interpretación; San Beda (comentario sobre este texto) y San Bernardo (Sermo LXVI en Cantic., n.11) también lo entienden así.
Un nuevo argumento es dado por San Pablo en 1 Cor. 3,11-15: "Un día se verá el trabajo de cada uno. Se hará público en el día del juicio, cuando todo sea probado por el fuego. El fuego, pues, probará la obra de cada uno. [14] Si lo que has construido resiste al fuego, serás premiado. [15] Pero si la obra se convierte en cenizas, el obrero tendrá que pagar. Se salvará, pero no sin pasar por el fuego."
Este pasaje es visto por muchos de los Padres y teólogos como evidencia de la existencia de un estado intermedio en el cual el alma purificada será salvada.
El testimonio de la Tradición. es universal y constante. Llega hasta nosotros por un triple camino:
1) la costumbre de orar por los difuntos privadamente y en los actos litúrgicos;
2) las alusiones explícitas en los escritos patrísticos a la existencia y naturaleza de las penas del purgatorio;
3) los testimonios arqueológicos, como epitafios e inscripciones funerarias en los que se muestra la fe en una purificación ultraterrena.
Esta doctrina de que muchos que han muerto aún están en un lugar de purificación y que las oraciones valen para ayudar a los muertos es parte de la tradición cristiana más antigua.
Tertuliano (155-225) en "De corona militis" menciona las oraciones para los muertos como una orden apostólica y en "De Monogamia" (cap. X, P. L., II, col. 912) aconseja a una viuda "orar por el alma de su esposo, rogando por el descanso y participación en la primera resurrección"; además, le ordena "hacer sacrificios por él en el aniversario de su defunción," y la acusó de infidelidad si ella se negaba a socorrer su alma.
Del siglo II se conservan ya testimonios explícitos de las oraciones por los difuntos. Del siglo III hay testimonios que muestran que es común la costumbre de rezar en la Misa por ellos.
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Refiriéndose a la liturgia, comenta San Juan Crisóstomo (344-407): «Pensamos en procurarles algún alivio del modo que podamos... ¿Cómo? Haciendo oración por ellos y pidiendo a otros que también oren... Porque no sin razón fueron establecidas por los apóstoles mismos estas leyes; digo el que en medio de los venerados misterios se haga memoria de los que murieron... Bien sabían ellos que de esto sacan los difuntos gran provecho y utilidad...» (In Epist. ad Philippenses Hom., 3,4: PG 62,203).
Y San Agustín (354-430): «Durante el tiempo que media entre la muerte del hombre y la resurrección final, las almas quedan retenidas en lugares recónditos, según es digna cada una de reposo o de castigo, conforme a lo que hubiere merecido cuando vivía en la carne. Y no se puede negar que las almas de los difuntos reciben alivio por la piedad de sus parientes vivos, cuando por ellas se ofrece el sacrificio del Mediador o cuando se hacen limosnas en la Iglesia» (Enquiridión, 109-110: PL 40,283).
FUENTE: L. F. MATEO SECO (primeroscristianos.com)
BIBL.: S. TOMÁS DE APUINO, Suma teológica, Suppl. q71 ; (textos tomados de In IV Sent., d21, ql, al-8); íD, Summa contra Gentes, IV,91; iD, Contra errores graecorum, 32; fa, De rationibus lidei, c9; íD, Compendium theologiae, cl81; R. BELARMINO, De Ecclesia quae est in purgatorio, en Opera Omnia, II, Nápoles 1877, 351414; F. SUÁREZ, De poenitentia, disp. 45-48, 53; A. MICHEL, Purgatoire, en DTC 13,1163-1326; íD, Los misterios del más allá, San Sebastián 1954; H. LECLERCQ, Purgatoire, en DACL, XIV (II), 1978-1981 ; CH. JOURNET, Le purgatoire, Lieja 1932; M. JUGIE, Le purgatoire et les rnoyens de 1'éviter, París 1940; A. Royo MARíN, Teología de la salvación, Madrid 1956, 399-473; A. PIOLANTI, De Noaissimis el sanctorum communione, Roma 1960, 74-96; M. SCHMAUS, Teología Dogmática, t. VII: Los novísimos, Madrid 1964, 490-508; C. Pozo, Teología del más allá, Madrid 1968, 240-255.
Ver en wikipedia
Y, porque consideró que aquellos que se han dormido en Dios tienen gran gracia en ellos. Es, por lo tanto, un pensamiento sagrado y saludable orar por los muertos, que ellos pueden ser librados de los pecados" (2 Mac. 12,43-46).
En los tiempos de los Macabeos los líderes del pueblo de Dios no tenían dudas en afirmar la eficiencia de las oraciones ofrecidas por los muertos para que aquellos que habían partido de ésta vida encuentren el perdón por sus pecados y esperanza de resurrección eterna.
Hay varios pasajes en el Nuevo Testamento que apuntan a un proceso de purificación después de la muerte. Es por esto que Jesucristo declara (Mt. 12,32) "Y quien hable una palabra contra el Hijo del Hombre, será perdonado: pero aquel que hable una palabra contra el Espíritu Santo, no será perdonado ni en este mundo ni en el que vendrá".
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De acuerdo con San Isidoro de Sevilla (Deord. creatur., c. XIV, n. 6) estas palabras prueban que en la próxima vida "algunos pecados serán perdonados y purgados por cierto fuego purificador".
San Agustín también argumenta, "que a algunos pecadores no se les perdonarán sus faltas ya sea en este mundo o en el próximo no se podría decir con verdad a no ser que hubieran otros (pecadores) a quienes, aunque no se les perdone en esta vida, son perdonados en el mundo por venir." (De Civ. Dei, XXI, XXIV).
San Gregorio Magno (Dial., IV, XXXIX) hace la misma interpretación; San Beda (comentario sobre este texto) y San Bernardo (Sermo LXVI en Cantic., n.11) también lo entienden así.
Un nuevo argumento es dado por San Pablo en 1 Cor. 3,11-15: "Un día se verá el trabajo de cada uno. Se hará público en el día del juicio, cuando todo sea probado por el fuego. El fuego, pues, probará la obra de cada uno. [14] Si lo que has construido resiste al fuego, serás premiado. [15] Pero si la obra se convierte en cenizas, el obrero tendrá que pagar. Se salvará, pero no sin pasar por el fuego."
Este pasaje es visto por muchos de los Padres y teólogos como evidencia de la existencia de un estado intermedio en el cual el alma purificada será salvada.
El testimonio de la Tradición. es universal y constante. Llega hasta nosotros por un triple camino:
1) la costumbre de orar por los difuntos privadamente y en los actos litúrgicos;
2) las alusiones explícitas en los escritos patrísticos a la existencia y naturaleza de las penas del purgatorio;
3) los testimonios arqueológicos, como epitafios e inscripciones funerarias en los que se muestra la fe en una purificación ultraterrena.
Esta doctrina de que muchos que han muerto aún están en un lugar de purificación y que las oraciones valen para ayudar a los muertos es parte de la tradición cristiana más antigua.
Tertuliano (155-225) en "De corona militis" menciona las oraciones para los muertos como una orden apostólica y en "De Monogamia" (cap. X, P. L., II, col. 912) aconseja a una viuda "orar por el alma de su esposo, rogando por el descanso y participación en la primera resurrección"; además, le ordena "hacer sacrificios por él en el aniversario de su defunción," y la acusó de infidelidad si ella se negaba a socorrer su alma.
Del siglo II se conservan ya testimonios explícitos de las oraciones por los difuntos. Del siglo III hay testimonios que muestran que es común la costumbre de rezar en la Misa por ellos.
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Refiriéndose a la liturgia, comenta San Juan Crisóstomo (344-407): «Pensamos en procurarles algún alivio del modo que podamos... ¿Cómo? Haciendo oración por ellos y pidiendo a otros que también oren... Porque no sin razón fueron establecidas por los apóstoles mismos estas leyes; digo el que en medio de los venerados misterios se haga memoria de los que murieron... Bien sabían ellos que de esto sacan los difuntos gran provecho y utilidad...» (In Epist. ad Philippenses Hom., 3,4: PG 62,203).
Y San Agustín (354-430): «Durante el tiempo que media entre la muerte del hombre y la resurrección final, las almas quedan retenidas en lugares recónditos, según es digna cada una de reposo o de castigo, conforme a lo que hubiere merecido cuando vivía en la carne. Y no se puede negar que las almas de los difuntos reciben alivio por la piedad de sus parientes vivos, cuando por ellas se ofrece el sacrificio del Mediador o cuando se hacen limosnas en la Iglesia» (Enquiridión, 109-110: PL 40,283).
FUENTE: L. F. MATEO SECO (primeroscristianos.com)
BIBL.: S. TOMÁS DE APUINO, Suma teológica, Suppl. q71 ; (textos tomados de In IV Sent., d21, ql, al-8); íD, Summa contra Gentes, IV,91; iD, Contra errores graecorum, 32; fa, De rationibus lidei, c9; íD, Compendium theologiae, cl81; R. BELARMINO, De Ecclesia quae est in purgatorio, en Opera Omnia, II, Nápoles 1877, 351414; F. SUÁREZ, De poenitentia, disp. 45-48, 53; A. MICHEL, Purgatoire, en DTC 13,1163-1326; íD, Los misterios del más allá, San Sebastián 1954; H. LECLERCQ, Purgatoire, en DACL, XIV (II), 1978-1981 ; CH. JOURNET, Le purgatoire, Lieja 1932; M. JUGIE, Le purgatoire et les rnoyens de 1'éviter, París 1940; A. Royo MARíN, Teología de la salvación, Madrid 1956, 399-473; A. PIOLANTI, De Noaissimis el sanctorum communione, Roma 1960, 74-96; M. SCHMAUS, Teología Dogmática, t. VII: Los novísimos, Madrid 1964, 490-508; C. Pozo, Teología del más allá, Madrid 1968, 240-255.
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Mientras se preparaba para viajar a Roma para completar sus estudios de doctorado, el joven sacerdote Karol Wojtyla recibió un consejo de uno de sus superiores en Cracovia: “aprende la propia Roma”.
Como el propio futuro Papa y San Juan Pablo II relataría más tarde en una de sus memorias, esta actitud significaba aprovechar la gran herencia de fe y cultura de la que está impregnada la Ciudad Eterna, beneficiándose al mismo tiempo de la cercanía al Romano Pontífice.
Aprender Roma (Imparare Roma) es también el título del ciclo de películas que la Pontificia Universidad de la Santa Cruz está realizando en colaboración con la empresa audiovisual Digito Identidad y que se presentará oficialmente el 26 de octubre en el Aula Magna de la misma Universidad.
Se trata de una producción audiovisual, única en su género, protagonizada por los propios estudiantes de la Universidad, que acompañarán a los espectadores en un viaje de descubrimiento de los momentos más significativos de la historia cristiana de Roma.
Dividida en tres temporadas de nueve episodios cada una, la serie Aprender Roma pretende mostrar las riquezas artísticas, culturales y religiosas que conserva la Ciudad Eterna.
Los episodios, de una duración media de cinco minutos, se publicarán periódicamente en el canal de YouTube y en las redes sociales de la Universidad de la Santa Cruz, una vez al mes durante los próximos tres años.
Las películas se centrarán, por tanto, en la narración de aquellas historias que han dejado una huella indeleble en las obras de arte que hoy pueden admirarse o en aquellos lugares sencillos y a menudo poco conocidos de la Urbe.
Siguiendo un hilo narrativo en orden cronológico, las tres series que componen el proyecto abarcan la Antigüedad (primera serie), la Edad Media y el comienzo de la Edad Moderna (segunda serie) y el resto de la Edad Moderna y Contemporánea (tercera serie).
A través de las vidas de los santos que han marcado profundamente la historia de la Iglesia y de acontecimientos históricos que aún hoy pueden recordarse en numerosos monumentos, será posible emprender un viaje virtual en el tiempo para descubrir la riqueza que el centro del cristianismo sigue ofreciendo a los fieles de todo el mundo.
Hasta el momento, se han realizado 15 episodios en los que han participado 17 estudiantes de las distintas facultades de la Santa Cruz, tanto laicos como religiosos, procedentes de distintos países: Sri Lanka, Brasil, India, México, Italia, Kenia, Argentina, Nicaragua y España.
El rodaje de los episodios restantes se completará a lo largo de 2024, y serán presentados por nuevos alumnos. Esto les dará la oportunidad de conocer la historia de la ciudad en la que viven y estudian durante unos años, antes de regresar a sus propias diócesis.
La iniciativa se ofrece a estudiantes, profesores, empleados, amigos, benefactores y personas vinculadas a la Santa Cruz como una oportunidad para explorar la riqueza de Roma en el contexto del desarrollo del cristianismo hasta nuestros días. De este modo se pretende crear un entorno que, a través del estudio y la exploración de la riqueza cultural y espiritual de la Ciudad Eterna, pueda contribuir a un mayor y positivo desarrollo no sólo académico, sino también personal y humano.
El proyecto se financia a través de una campaña de recaudación de fondos iniciada por la Oficina de Promoción y Desarrollo. Los contenidos están editados por los profesores del Departamento de Historia de la Iglesia de la Universidad de la Santa Cruz, Luis Cano y Javier Domingo.
Los títulos de la primera serie presentan los lugares del paso de San Pablo a Roma y su martirio y sepultura, así como el de San Pedro, la vida de los primeros cristianos, el testimonio de los mártires y la historia del emperador Constantino con la construcción de las basílicas de San Juan de Letrán y Santa Croce in Gerusalemme.
El preestreno del primer episodio de la primera serie se proyectará el jueves 26 de octubre en el Aula Magna de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz.
Mientras se preparaba para viajar a Roma para completar sus estudios de doctorado, el joven sacerdote Karol Wojtyla recibió un consejo de uno de sus superiores en Cracovia: “aprende la propia Roma”.
Como el propio futuro Papa y San Juan Pablo II relataría más tarde en una de sus memorias, esta actitud significaba aprovechar la gran herencia de fe y cultura de la que está impregnada la Ciudad Eterna, beneficiándose al mismo tiempo de la cercanía al Romano Pontífice.
Aprender Roma (Imparare Roma) es también el título del ciclo de películas que la Pontificia Universidad de la Santa Cruz está realizando en colaboración con la empresa audiovisual Digito Identidad y que se presentará oficialmente el 26 de octubre en el Aula Magna de la misma Universidad.
Se trata de una producción audiovisual, única en su género, protagonizada por los propios estudiantes de la Universidad, que acompañarán a los espectadores en un viaje de descubrimiento de los momentos más significativos de la historia cristiana de Roma.
Dividida en tres temporadas de nueve episodios cada una, la serie Aprender Roma pretende mostrar las riquezas artísticas, culturales y religiosas que conserva la Ciudad Eterna.
Los episodios, de una duración media de cinco minutos, se publicarán periódicamente en el canal de YouTube y en las redes sociales de la Universidad de la Santa Cruz, una vez al mes durante los próximos tres años.
Las películas se centrarán, por tanto, en la narración de aquellas historias que han dejado una huella indeleble en las obras de arte que hoy pueden admirarse o en aquellos lugares sencillos y a menudo poco conocidos de la Urbe.
Siguiendo un hilo narrativo en orden cronológico, las tres series que componen el proyecto abarcan la Antigüedad (primera serie), la Edad Media y el comienzo de la Edad Moderna (segunda serie) y el resto de la Edad Moderna y Contemporánea (tercera serie).
A través de las vidas de los santos que han marcado profundamente la historia de la Iglesia y de acontecimientos históricos que aún hoy pueden recordarse en numerosos monumentos, será posible emprender un viaje virtual en el tiempo para descubrir la riqueza que el centro del cristianismo sigue ofreciendo a los fieles de todo el mundo.
Hasta el momento, se han realizado 15 episodios en los que han participado 17 estudiantes de las distintas facultades de la Santa Cruz, tanto laicos como religiosos, procedentes de distintos países: Sri Lanka, Brasil, India, México, Italia, Kenia, Argentina, Nicaragua y España.
El rodaje de los episodios restantes se completará a lo largo de 2024, y serán presentados por nuevos alumnos. Esto les dará la oportunidad de conocer la historia de la ciudad en la que viven y estudian durante unos años, antes de regresar a sus propias diócesis.
La iniciativa se ofrece a estudiantes, profesores, empleados, amigos, benefactores y personas vinculadas a la Santa Cruz como una oportunidad para explorar la riqueza de Roma en el contexto del desarrollo del cristianismo hasta nuestros días. De este modo se pretende crear un entorno que, a través del estudio y la exploración de la riqueza cultural y espiritual de la Ciudad Eterna, pueda contribuir a un mayor y positivo desarrollo no sólo académico, sino también personal y humano.
El proyecto se financia a través de una campaña de recaudación de fondos iniciada por la Oficina de Promoción y Desarrollo. Los contenidos están editados por los profesores del Departamento de Historia de la Iglesia de la Universidad de la Santa Cruz, Luis Cano y Javier Domingo.
Los títulos de la primera serie presentan los lugares del paso de San Pablo a Roma y su martirio y sepultura, así como el de San Pedro, la vida de los primeros cristianos, el testimonio de los mártires y la historia del emperador Constantino con la construcción de las basílicas de San Juan de Letrán y Santa Croce in Gerusalemme.
El preestreno del primer episodio de la primera serie se proyectará el jueves 26 de octubre en el Aula Magna de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz.
"Estos que visten estolas blancas, ¿quiénes son y de dónde han venido…? Éstos son los que vienen de la gran tribulación y han lavado sus estolas y las han blanqueado en la sangre del Cordero. Por eso están ante el trono de Dios, y le adoran día y noche en su templo."
(Apocalipsis 7,13-15)
La Iglesia Católica, ya desde la época de los primeros cristianos, siempre ha rodeado a los muertos de una atmósfera de respeto sagrado. Esto y las honras fúnebres que siempre les ha tributado permiten hablar de un cierto culto a los difuntos: culto no en el sentido teológico estricto, sino entendido como un amplio honor y respeto sagrados hacia los difuntos por parte de quienes tienen fe en la resurrección de la carne y en la vida futura.
El cristianismo en sus primeros siglos no rechazó el culto para con los difuntos de las antiguas civilizaciones, sino que lo consolidó, previa purificación, dándole su verdadero sentido trascendente, a la luz del conocimiento de la inmortalidad del alma y del dogma de la resurrección; puesto que el cuerpo —que durante la vida es “templo del Espíritu Santo” y “miembro de Cristo” (1 Cor 6,15-9) y cuyo destino definitivo es la transformación espiritual en la resurrección— siempre ha sido, a los ojos de los cristianos, tan digno de respeto y veneración como las cosas más santas.
Este respeto se ha manifestado, en primer lugar, en el modo mismo de enterrar los cadáveres.
Vemos, en efecto, que a imitación de lo que hicieron con el Señor José de Arimatea, Nicodemo y las piadosas mujeres, los cadáveres eran con frecuencia lavados, ungidos, envueltos en vendas impregnadas en aromas, y así colocados cuidadosamente en el sepulcro.
En las actas del martirio de San Pancracio se dice que el santo mártir fue enterrado “después de ser ungido con perfumes y envuelto en riquísimos lienzos”; y el cuerpo de Santa Cecilia apareció en 1599, al ser abierta el arca de ciprés que lo encerraba, vestido con riquísimas ropas.
Pero no sólo esta esmerada preparación del cadáver es un signo de la piedad y culto profesados por los cristianos a los difuntos, también la sepultura material es una expresión elocuente de estos mismos sentimientos. Esto se ve claro especialmente en la veneración que desde la época de los primeros cristianos se profesó hacia los sepulcros: se esparcían flores sobre ellos y se hacían libaciones de perfumes sobre las tumbas de los seres queridos.
En la primera mitad del siglo segundo, después de tener algunas concesiones y donaciones,los cristianos empezaron a enterrar a sus muertos bajo tierra. Y así comenzaron las catacumbas. Muchas de ellas se excavaron y se ampliaron alrededor de los sepulcros de familias cuyos propietarios, recién convertidos, no los reservaron sólo para los suyos, sino que los abrieron a sus hermanos en la fe.
Andando el tiempo, las áreas funerarias se ensancharon, a veces por iniciativa de la misma Iglesia. Es típico el caso de las catacumbas de San Calixto: la Iglesia asumió directamente su administración y organización, con carácter comunitario.
Con el edicto de Milán, promulgado por los emperadores Constantino y Licinio en febrero del año 313, los cristianos dejaron de sufrir persecución.
Podían profesar su fe libremente, construir lugares de culto e iglesias dentro y fuera de las murallas de la ciudad y comprar lotes de tierra sin peligro de que se les confiscasen.
Sin embargo, las catacumbas siguieron funcionando como cementerios regulares hasta el principio del siglo V, cuando la Iglesia volvió a enterrar exclusivamente en la superficie y en las basílicas dedicadas a mártires importantes.
Pero la veneración de los fieles se centró de modo particular en las tumbas de los mártires; en realidad fue en torno a ellas donde nació el culto a los santos. Sin embargo, este culto especialísimo a los mártires no suprimió la veneración profesada a los muertos en general. Más bien podría decirse que, de alguna manera, quedó realzada.
En efecto: en la mente de los primeros cristianos, el mártir, víctima de su fidelidad inquebrantable a Cristo, formaba parte de las filas de los amigos de Dios, de cuya visión beatifica gozaba desde el momento mismo de su muerte: ¿qué mejores protectores que estos amigos de Dios?
Los fieles así lo entendieron y tuvieron siempre como un altísimo honor el reposar después de su muerte cerca del cuerpo de algunos de estos mártires, hecho que recibió el nombre de sepultura ad sanctos.
Por su parte, los vivos estaban también convencidos de que ningún homenaje hacia sus difuntos podía equipararse al de enterrarlos al abrigo de la protección de los mártires.
Consideraban que con ello quedaba asegurada no sólo la inviolabilidad del sepulcro y la garantía del reposo del difunto, sino también una mayor y más eficaz intercesión y ayuda del santo.
Así fue como las basílicas e iglesias, en general, llegaron a constituirse en verdaderos cementerios, lo que pronto obligó a las autoridades eclesiásticas a poner un límite a las sepulturas en las mismas.
Pero esto en nada afectó al sentimiento de profundo respeto y veneración que la Iglesia profesaba y siguió profesando a sus hijos difuntos.
De ahí que a pesar de las prohibiciones a que se vio obligada para evitar abusos, permaneció firme en su voluntad de honrarlos.
Y así se estableció que, antes de ser enterrado, el cadáver fuese llevado a la Iglesia y, colocado delante del altar, fuese celebrada la Santa Misa en sufragio suyo.
Esta práctica, ya casi comúnhacia finales del s. IV y de la que San Agustín nos da un testimonio claro al relatar los funerales de su madre Santa Mónica en sus Confesiones, se ha mantenido hasta nuestros días.
San Agustín también explicaba a los cristianos de sus días cómo los honores externos no reportarían ningún beneficio ni honra a los muertos si no iban acompañados de los honores espirituales de la oración: “Sin estas oraciones, inspiradas en la fe y la piedad hacia los difuntos, creo que de nada serviría a sus almas el que sus cuerpos privados de vida fuesen depositados en un lugar santo. Siendo así, convenzámonos de que sólo podemos favorecer a los difuntos si ofrecemos por ellos el sacrificio del altar, de la plegaria o de la limosna” (De cura pro mortuis gerenda, 3 y 4).
Comprendiéndolo así, la Iglesia, que siempre tuvo la preocupación de dar digna sepultura a los cadáveres de sus hijos, brindó para honrarlos lo mejor de sus depósitos espirituales. Depositaria de los méritos redentores de Cristo, quiso aplicárselos a sus difuntos, tomando por práctica ofrecer en determinados días sobre sus tumbas lo que tan hermosamente llamó San Agustín sacrificium pretii nostri, el sacrifico de nuestro rescate.
Ya en tiempos de San Ignacio de Antioquia y de San Policarpo se habla de esto como de algo fundado en la tradición. Pero también aquí el uso degeneró en abuso, y la autoridad eclesiástica hubo de intervenir para atajarlo y reducirlo. Así se determinó que la Misa sólo se celebrase sobre los sepulcros de los mártires.
Por otra parte, ya desde el s. III es cosa común a todas las liturgias la memoria de los difuntos.
Es decir, que además de algunas Misas especiales que se ofrecían por ellos junto a las tumbas, en todas las demás sinaxis eucarísticas se hacía, como se sigue haciendo todavía, memoria —memento— de los difuntos.
Este mismo espíritu de afecto y ternura alienta a todas las oraciones y ceremonias del maravilloso rito de las exequias.
"Estos que visten estolas blancas, ¿quiénes son y de dónde han venido…? Éstos son los que vienen de la gran tribulación y han lavado sus estolas y las han blanqueado en la sangre del Cordero. Por eso están ante el trono de Dios, y le adoran día y noche en su templo."
(Apocalipsis 7,13-15)
La Iglesia Católica, ya desde la época de los primeros cristianos, siempre ha rodeado a los muertos de una atmósfera de respeto sagrado. Esto y las honras fúnebres que siempre les ha tributado permiten hablar de un cierto culto a los difuntos: culto no en el sentido teológico estricto, sino entendido como un amplio honor y respeto sagrados hacia los difuntos por parte de quienes tienen fe en la resurrección de la carne y en la vida futura.
El cristianismo en sus primeros siglos no rechazó el culto para con los difuntos de las antiguas civilizaciones, sino que lo consolidó, previa purificación, dándole su verdadero sentido trascendente, a la luz del conocimiento de la inmortalidad del alma y del dogma de la resurrección; puesto que el cuerpo —que durante la vida es “templo del Espíritu Santo” y “miembro de Cristo” (1 Cor 6,15-9) y cuyo destino definitivo es la transformación espiritual en la resurrección— siempre ha sido, a los ojos de los cristianos, tan digno de respeto y veneración como las cosas más santas.
Este respeto se ha manifestado, en primer lugar, en el modo mismo de enterrar los cadáveres.
Vemos, en efecto, que a imitación de lo que hicieron con el Señor José de Arimatea, Nicodemo y las piadosas mujeres, los cadáveres eran con frecuencia lavados, ungidos, envueltos en vendas impregnadas en aromas, y así colocados cuidadosamente en el sepulcro.
En las actas del martirio de San Pancracio se dice que el santo mártir fue enterrado “después de ser ungido con perfumes y envuelto en riquísimos lienzos”; y el cuerpo de Santa Cecilia apareció en 1599, al ser abierta el arca de ciprés que lo encerraba, vestido con riquísimas ropas.
Pero no sólo esta esmerada preparación del cadáver es un signo de la piedad y culto profesados por los cristianos a los difuntos, también la sepultura material es una expresión elocuente de estos mismos sentimientos. Esto se ve claro especialmente en la veneración que desde la época de los primeros cristianos se profesó hacia los sepulcros: se esparcían flores sobre ellos y se hacían libaciones de perfumes sobre las tumbas de los seres queridos.
En la primera mitad del siglo segundo, después de tener algunas concesiones y donaciones,los cristianos empezaron a enterrar a sus muertos bajo tierra. Y así comenzaron las catacumbas. Muchas de ellas se excavaron y se ampliaron alrededor de los sepulcros de familias cuyos propietarios, recién convertidos, no los reservaron sólo para los suyos, sino que los abrieron a sus hermanos en la fe.
Andando el tiempo, las áreas funerarias se ensancharon, a veces por iniciativa de la misma Iglesia. Es típico el caso de las catacumbas de San Calixto: la Iglesia asumió directamente su administración y organización, con carácter comunitario.
Con el edicto de Milán, promulgado por los emperadores Constantino y Licinio en febrero del año 313, los cristianos dejaron de sufrir persecución.
Podían profesar su fe libremente, construir lugares de culto e iglesias dentro y fuera de las murallas de la ciudad y comprar lotes de tierra sin peligro de que se les confiscasen.
Sin embargo, las catacumbas siguieron funcionando como cementerios regulares hasta el principio del siglo V, cuando la Iglesia volvió a enterrar exclusivamente en la superficie y en las basílicas dedicadas a mártires importantes.
Pero la veneración de los fieles se centró de modo particular en las tumbas de los mártires; en realidad fue en torno a ellas donde nació el culto a los santos. Sin embargo, este culto especialísimo a los mártires no suprimió la veneración profesada a los muertos en general. Más bien podría decirse que, de alguna manera, quedó realzada.
En efecto: en la mente de los primeros cristianos, el mártir, víctima de su fidelidad inquebrantable a Cristo, formaba parte de las filas de los amigos de Dios, de cuya visión beatifica gozaba desde el momento mismo de su muerte: ¿qué mejores protectores que estos amigos de Dios?
Los fieles así lo entendieron y tuvieron siempre como un altísimo honor el reposar después de su muerte cerca del cuerpo de algunos de estos mártires, hecho que recibió el nombre de sepultura ad sanctos.Por su parte, los vivos estaban también convencidos de que ningún homenaje hacia sus difuntos podía equipararse al de enterrarlos al abrigo de la protección de los mártires.
Consideraban que con ello quedaba asegurada no sólo la inviolabilidad del sepulcro y la garantía del reposo del difunto, sino también una mayor y más eficaz intercesión y ayuda del santo.Así fue como las basílicas e iglesias, en general, llegaron a constituirse en verdaderos cementerios, lo que pronto obligó a las autoridades eclesiásticas a poner un límite a las sepulturas en las mismas.
Pero esto en nada afectó al sentimiento de profundo respeto y veneración que la Iglesia profesaba y siguió profesando a sus hijos difuntos. De ahí que a pesar de las prohibiciones a que se vio obligada para evitar abusos, permaneció firme en su voluntad de honrarlos.
Y así se estableció que, antes de ser enterrado, el cadáver fuese llevado a la Iglesia y, colocado delante del altar, fuese celebrada la Santa Misa en sufragio suyo. Esta práctica, ya casi común hacia finales del s. IV y de la que San Agustín nos da un testimonio claro al relatar los funerales de su madre Santa Mónica en sus Confesiones, se ha mantenido hasta nuestros días.
San Agustín también explicaba a los cristianos de sus días cómo los honores externos no reportarían ningún beneficio ni honra a los muertos si no iban acompañados de los honores espirituales de la oración: “Sin estas oraciones, inspiradas en la fe y la piedad hacia los difuntos, creo que de nada serviría a sus almas el que sus cuerpos privados de vida fuesen depositados en un lugar santo. Siendo así, convenzámonos de que sólo podemos favorecer a los difuntos si ofrecemos por ellos el sacrificio del altar, de la plegaria o de la limosna” (De cura pro mortuis gerenda, 3 y 4).
Comprendiéndolo así, la Iglesia, que siempre tuvo la preocupación de dar digna sepultura a los cadáveres de sus hijos, brindó para honrarlos lo mejor de sus depósitos espirituales. Depositaria de los méritos redentores de Cristo, quiso aplicárselos a sus difuntos, tomando por práctica ofrecer en determinados días sobre sus tumbas lo que tan hermosamente llamó San Agustín sacrificium pretii nostri, el sacrifico de nuestro rescate.
Ya en tiempos de San Ignacio de Antioquia y de San Policarpo se habla de esto como de algo fundado en la tradición. Pero también aquí el uso degeneró en abuso, y la autoridad eclesiástica hubo de intervenir para atajarlo y reducirlo. Así se determinó que la Misa sólo se celebrase sobre los sepulcros de los mártires.
Por otra parte, ya desde el s. III es cosa común a todas las liturgias la memoria de los difuntos. Es decir, que además de algunas Misas especiales que se ofrecían por ellos junto a las tumbas, en todas las demás sinaxis eucarísticas se hacía, como se sigue haciendo todavía, memoria —memento— de los difuntos.
Este mismo espíritu de afecto y ternura alienta a todas las oraciones y ceremonias del maravilloso rito de las exequias. La Iglesia hoyen día recuerda de manera especial a sus hijos difuntos durante el mes de noviembre, en el que destacan la “Conmemoración de todos los Fieles Difuntos”, el día 2 de noviembre, especialmente dedicada a su recuerdo y el sufragio por sus almas; y la “Festividad de todos los Santos”, el día 1 de ese mes, en que se celebra la llegada al cielo de todos aquellos santos que, sin haber adquirido fama por su santidad en esta vida, alcanzaron el premio eterno, entre los que se encuentran la inmensa mayoría de los primeros cristianos.
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