La fiesta de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, fue introducida en España en 1973. Posteriormente fue solicitada por numerosos Episcopados de todo el mundo.
Aunque en algunos misales de principios del siglo XX ya se encontraba la Misa de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote, esta festividad, de origen español, obtuvo la aprobación de la Santa Sede en 1971. Comenzó a ser festividad litúrgica el 22 de agosto de 1973 gracias al esfuerzo de S.E.R. D. José María García Lahiguera, Arzobispo de Valencia, fijando su celebración en el jueves siguiente a la solemnidad de Pentecostés. Fue incluida en el calendario litúrgico en 1974. En 1996, San Juan Pablo II, agregó los textos de la Liturgia de las Horas, que habían sido enviados desde Madrid
Nuestro Señor Jesucristo es el sacerdote de la Nueva Alianza que nos ha reconciliado con Dios y nos ha llamado a formar parte de su Iglesia, haciéndonos hijos del Padre.
En muchas diócesis se celebra también en este día la Jornada de santificación de los sacerdotes.
En el Nuevo Testamento, no se utiliza el término «sacerdote» para referirse sólo a los ministros. Este término se reserva especialmente para denominar a Cristo y a todo el pueblo de Dios, unidos como un Sacerdocio real, tal cual lo indica Pedro en su segunda carta:
"Ustedes, en cambio, son una raza elegida, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido para anunciar las maravillas de aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz" (1 Pedro 2,9)
Un famoso pasaje de Hebreos explica el Sumo Sacerdocio de Jesucristo de la siguiente manera:
"Teniendo, pues, tal Sumo Sacerdote que penetró los cielos -Jesús, el Hijo de Dios- mantengamos firmes la fe que profesamos. Pues no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado. Acerquémonos, por tanto, confiadamente al trono de gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar gracia para una ayuda oportuna" (Hebreos 4,14-16)
En relación con Cristo, la carta a los Hebreos interpreta su sacrificio, en oposición a los sacrificios de los sacerdotes de la antigua alianza, como el nuevo, único y definitivo sacerdocio:
"Así también Cristo no se apropió la gloria de ser sumo sacerdote, sino que Dios mismo le había dicho: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy. O como dice también en otro lugar: Tú eres sacerdote para siempre igual que Melquisedec" (Hebreos 5,5-6)
La misma carta a los Hebreos también añade lo siguiente:
"Cristo ha venido como sumo sacerdote de los bienes definitivos" (Hebreos 9,11)
Mediante el bautismo, todos hemos sido configurados con Cristo Profeta, Sacerdote y Rey. Nuestra vida es sacerdotal en la medida en que, unida a la suya, se convierte en una completa oblación al Padre.
La celebración de la fiesta de Jesucristo, Sumo Sacerdote y Rey, debe ser contemplada, para todos los católicos, como un día intensamente sacerdotal. Un día para amar y adorar el sacerdocio de Jesucristo, que a su vez está aunado al sacerdocio de todos sus ministros.
Hoy es un día para agradecer a Jesús habernos regalado este precioso don a toda la humanidad, en la que cada día, en cada Iglesia del mundo, cada presbítero hace presente, mediante la consagración de las dos especies, a Jesucristo, el Hijo de Dios altísimo.
Todos los cristianos, debemos de tomar este día como una gran jornada de oración por la santidad de todos los Sacerdotes, unirnos con fe y esperanza, en comunión con todos los Santos, sintiéndonos verdaderamente parte del Cuerpo místico de Cristo, para así pedir, al Dueño de la mies, para que envíen y hayan muchos y santos Sacerdotes.
Señor Jesús, te pido por tus sacerdotes. Que cuando estén clavados en la cruz del confesionario, pongas en ellos tu corona de luz en vez de tu corona de espinas.
Que cuando, día a día, te traigan al pan convertido en tu cuerpo, ello no se les vuelva rutina, sino diario milagro.
Que su trato con las almas sea siempre para dejar en ellas el amor y el valor que Tú nos entregas.
Que cuando jóvenes, tengan la fortaleza de tus últimos tres años y cuando viejos, sigan sintiendo que «Dios alegra su juventud».
Que espíritu viviente en carne y hueso, sean como Tú, profundamente humanos y perfectamente divinos.
Que cuando el desánimo y la debilidad los agobien en el camino de su calvario, estés Tú, como Cirineo, para llevarles la cruz y volvérselas gozo.
¡Y que nunca falte quien de la vida por ellos, así como Tú la diste por nosotros. Amén
Bernabé es caracterizado por el libro sagrado como un hombre bueno (Hechos 11:24), profeta y maestro (13: 1), apóstol (14:14) y uno a través del cual Dios obró milagros (15:12), en definitiva el libro de los Hechos lo llena de elogios. Además, Hechos relata las veces que enfrentó la persecución (13:45; 14:19) y arriesgó su vida por el nombre del Señor Jesucristo (15:26).
Fue también de los primeros en creer que Saulo realmente se había convertido (9:27), vio el potencial de su pariente Juan Marcos (12:25) y los defendió a ambos en diferentes momentos (11: 25-26; 15: 36-41). En 1 Corintios 9: 6 afirma su carácter al señalar que trabajó para sostenerse. Los apóstoles lo apodaron Bernabé, Hijo de ánimo (4:36), ¡y parece que se lo ganó!
Sin embargo, a pesar de las muchas veces que Bernabé aparece en el texto bíblico, carece de la atención académica que se le otorga a su evangelista y colega escritor, Pablo.
Según algunas tradiciones que no están registradas en la Biblia, Gamaliel enseñó a Bernabé y se convirtió en un seguidor de Jesús. Entre sus primeros conversos fueron María, su parienta y madre de Juan Marcos. El apóstol acompañó a Jesús durante sus viajes por Galilea y Jesús lo eligió como uno de los Setenta y dos Apóstoles.
La Biblia permanece en silencio sobre las descripciones físicas. Sin embargo, las pistas proporcionan límites a la imaginación. En un viaje misionero con Pablo a Listra, ocurre un milagro —¡un hombre cojo camina!- y la gente asombrada llama a Bernabé Zeus y Pablo Hermes, porque Pablo era el principal orador (Hechos 14: 11-13).
Los bustos de Zeus, el gobernante supremo del Monte Olimpo, representan a un hombre de mediana edad, pero físicamente poderoso y musculoso, que es a la vez regio y autoritario. Quizás eso describa al acompañante de San Pablo.
Hechos presenta a Bernabé como José, un levita de Chipre, con una historia sobre el dinero y las ofrendas (Hechos 4: 36-37). En esta primera mención, Lucas, considerado tradicionalmente como el escritor tanto del Evangelio de Lucas como de Hechos, relata su generosidad: Bernabé vende un campo y coloca el dinero a los pies de los apóstoles. Este gesto público y su humildad contrastan fuertemente con el ejemplo posterior de Lucas con respecto al dinero: la actitud intrigante, mentirosa y obsesiva de Ananías y Safira (5: 1-11).
En cambio, el gesto de Bernabé brilla con espontaneidad y alegría. El apóstol da el regalo sin estipulaciones y para uso de la comunidad.
Evidentemente, la venta del campo y la donación de sus ganancias colocaron a Bernabé en una posición de liderazgo inmediata, a pesar de que no es parte de los Doce discípulos originales ni miembro de los Siete, los diáconos (Hechos 6: 1–2, 5).
Sin embargo, su único acto de generosidad sin duda le valió el favor y la reputación de toda la vida en la comunidad. A través de su acción, reconoce la autoridad de los apóstoles y se somete a ella.
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Este modelo, según detalló la universidad neerlandesa en un comunicado, combina técnicas de aprendizaje automático con métodos clásicos como la datación por radiocarbono y los estudios paleográficos. Para llevar a cabo la investigación, los expertos introdujeron en Enoch imágenes binarizadas de 135 pergaminos, cuyos resultados fueron posteriormente evaluados por paleógrafos.
El estudio, publicado en la revista científica Plos One, muestra que este enfoque híbrido puede ofrecer dataciones de una precisión que ronda los 50 años incluso en manuscritos de más de dos milenios de antigüedad.
Enoch se convierte así en una herramienta innovadora capaz de afinar, corregir o respaldar las estimaciones tradicionales sobre la cronología de textos antiguos. Su capacidad para predecir fechas mediante el análisis del estilo de escritura es tal que supera, en algunos casos, la exactitud de la datación directa por radiocarbono, especialmente en el intervalo entre los años 300 y 50 a. C., al ofrecer un margen de incertidumbre de unos 30 años.
Los Manuscritos del Mar Muerto fueron hallados hace más de setenta años, mayoritariamente en las cuevas de Qumrán, en las inmediaciones del Mar Muerto. Abarcan documentos bíblicos y numerosos textos del judaísmo antiguo. Aunque el consenso situaba su origen entre el siglo III a. C. y el II d. C., no existían medios suficientemente precisos para determinar la fecha exacta de cada manuscrito individual.
Qumran (Tierrra Santa)
Los primeros resultados obtenidos mediante Enoch apuntan a una cronología anterior a la admitida hasta el momento. Este hallazgo obliga a replantear también las dataciones tradicionales de dos estilos paleográficos del hebreo antiguo: el asmoneo y el herodiano.
El primero podría haber surgido antes del periodo comprendido entre los años 150 y 50 a. C., como se venía considerando, mientras que la escritura herodiana habría aparecido también antes de lo estimado, posiblemente a finales del siglo II a. C., en lugar de mediados del siglo I a. C., lo que sugiere que ambos estilos convivieron más tiempo del que se creía.
La Universidad de Groninga destaca que Enoch es el primer modelo integral basado en imágenes en bruto que ofrece predicciones probabilísticas sobre la datación de manuscritos. Además, la combinación de datos físicos –proporcionados por el análisis radiocarbónico– y geométricos –derivados del estudio de los caracteres escritos– introduce un grado de objetividad cuantificable sin precedentes en el campo de la paleografía.
Esta revisión cronológica de los manuscritos tiene implicaciones significativas para la comprensión del desarrollo político e intelectual del Mediterráneo oriental durante las épocas helenística y romana temprana, es decir, entre finales del siglo IV a. C. y el siglo II d. C. Asimismo, ofrece una nueva perspectiva sobre la evolución de la alfabetización en la antigua Judea y su vinculación con fenómenos históricos, políticos y religiosos, como la urbanización, la consolidación de la dinastía asmonea y el surgimiento de corrientes religiosas, entre ellas las comunidades que elaboraron los Manuscritos del Mar Muerto y los primeros grupos cristianos.
¿Qué es romacristiana.info?
Es una página web pensada para adaptarse a los dispositivos móviles como una aplicación. Hay vídeos divulgativos que se pueden consultar por itinerarios —los primeros cristianos, los personajes que han destacado por su caridad, los grandes evangelizadores— o, también, mediante un mapa. Esto es muy cómodo si estás viajando por Roma y quieres ver qué hay cerca de donde estás en ese momento, porque tienes un vídeo explicativo de uno o dos minutos que no te cuenta el monumento en sí, sino la historia de las personas que le dieron origen.
¿Cómo nace el proyecto?
Fue hace ya tres años, con la producción de Aprender Roma. El título viene de una frase que escuchó san Juan Pablo II a su profesor del seminario. Cuando iba a venir a Roma, le dijo: «Mira, Karol. Tú lo que tienes que aprender no es solo teología; es Roma misma». Queríamos enseñar algo que a veces no se conoce al visitarla: ese conjunto de historias que en 20 siglos muestran una Iglesia viva, que ha producido muchos santos, que ha hecho grandes cosas. Nace con esta intención: que la universidad dé a la sociedad el conocimiento que los profesores tenemos.
¿Se han adaptado los contenidos o se han creado nuevos para el Jubileo?
Estaban ya pensados desde hace años. Lo que hemos hecho para este año jubilar es crear la web romacristiana.info con todos los vídeos porque nos dimos cuenta de que, aunque están en YouTube, a veces no es fácil buscarlos. Nos pareció que la idea de que la página web tenga casi la apariencia de una aplicación es muy útil para quienes participan en el Jubileo.
¿En qué puede ayudarlos el proyecto?
Está muy adaptado. Quien viene a Roma creo que desea conocer lo que esta ciudad ha aportado al cristianismo. Por ejemplo, muchos estudiosos sostienen que el Evangelio más antiguo es el de san Marcos, que se escribió en Roma. Solo con eso, uno ya podría venir pensando que puede descubrir las raíces de su fe. Y tenemos noticias del sitio donde la tradición indica que está la posible casa de san Marcos. Sabemos también dónde vivió san Benito y dónde estaban las casas de muchos santos, como santa Brígida, santa Catalina de Siena o san Felipe Neri. Son historias muchas veces poco conocidas porque hay mucho material sobre Roma, Iglesia y monumentos, pero no sobre la vida de estas personas. Nosotros ofrecemos este instrumento al peregrino que quiere hacer un viaje un poco distinto y en la fe.
La plataforma está reconocida con el sello oficial del Jubileo. ¿Qué significa?
Pedimos el patrocinio del Jubileo, del Dicasterio para la Evangelización, y nos lo han concedido. Nos han permitido usar el logo, que indica que el proyecto es algo adaptado y bueno para los peregrinos. Estamos muy contentos de darles un instrumento que nos parece que va a hacer su estancia muchísimo más interesante y profunda. Ese es el objetivo, descubrir la Roma cristiana.
Como historiador, ¿qué claves considera que la gente debe saber para intentar vivir de manera plena el Jubileo?
Que no hay un momento en la historia de Roma en el que no haya algo interesante desde el punto de vista de la Iglesia. Recuerdo, además, una frase de Benedicto XVI cuando era el cardenal Ratzinger. En uno de sus libros dice que «los verdaderos renovadores o reformadores de la Iglesia han sido los santos». Otra clave es que Roma, en cada siglo, ha dado una respuesta, una novedad a la Iglesia. Tenemos la primera iglesia del mundo, San Juan de Letrán; la imagen de la Virgen más antigua, que se conserva en las catacumbas de Priscila; la primera escuela popular gratuita, que fundó san José de Calasanz. Roma tiene una fuerza enorme para la fe.
La misión invisible: el Espíritu Santo, “dulce huésped del alma” [69]. Nos hace hijos de Dios, “porque los que son guiados por el Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios (...), pues el Espíritu mismo da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios” (Rm 8, 14 y 16). Ese testimonio es el amor filial en nuestra alma, que queremos que gobierne nuestro día: fuego y viento impetuoso.
En Pentecostés comienza desde Jerusalén el camino de la Iglesia entre las naciones. “Partos, medos, elamitas, habitantes de Mesopotamia...” (Hch 2, 9), la humanidad convocada a recibir el don del Resucitado.
La Iglesia, visiblemente, es un Pueblo; constitutivamente, el Cuerpo de Cristo; operativamente, sacramento de salvación. Pueblo de Dios, informado y unido por el Espíritu Santo, con el Papa como principio visible de la unidad de fe y comunión.
La Iglesia es también un conjunto de hombres débiles, que necesitamos ser continuamente enseñados por el Espíritu Santo. “El Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, Él os enseñará todo y os recordará todas las cosas que os he dicho” (Jn 14, 26).
Nos enseña la verdad sobre Dios, sobre el mundo, sobre los demás, sobre nosotros mismos. La verdad que nos hace libres (cfr. Jn 8, 32).
María en Pentecostés: hija de Dios Padre, madre de Dios Hijo, esposa del Espíritu Santo, madre de la Iglesia naciente.
Fernando Ocáriz , A la luz del Evangelio
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“La lectura de los Hechos de los Apóstoles narra cómo el Espíritu Santo, el día de Pentecostés, bajo los signos de un viento impetuoso y del fuego, irrumpe en la comunidad orante de los discípulos de Jesús y así da origen a la Iglesia”.
En ese momento los apóstoles comienzan su misión de anunciar la Palabra de Dios en toda lengua y lugar.
En muchos lugares del mundo se celebra la fiesta de Pentecostés en la noche del sábado con una vigilia. Benedicto XVI presidirá la Misa de Pentecostés en la basílica de San Pedro el domingo por la mañana.
En su homilía dijo que la Iglesia traspasa todas las fronteras y se refirió a ella como el hogar de la humanidad.
“La Iglesia es por su naturaleza una y múltiple, destinada a vivir en todas las naciones, en todos los pueblos, y en los más diversos contextos sociales. Responde a su vocación, de ser signo e instrumento de unidad de todo el género humano, sólo si es autónoma de todo Estado y de toda cultura particular”.
El Papa destacó la universalidad de la Iglesia. Dijo que la Iglesia es y debe ser católica y universal. Algo que quedó patente después de escuchar los idiomas utilizados durante la celebración.
Chica
“¿Cómo es posible que cada uno de nosotros lo escuche en su lengua nativa?
“La llama del Espíritu Santo arde perono quema. Transforma para que salga la mejor parte y la más verdadera del hombre. Hace emerger su forma interior, su vocación a la verdad y al amor”.
El Domingo de Pentecostés marca el último día de Pascua y conmemora el relato evangélico de la venida del Espíritu Santo sobre María y los apóstoles.
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El relato de los Hechos de los Apóstoles. Entre los convertidos por el diácono Felipe (v.) en Samaria estaba un hombre llamado Simón, mago, que tenía embelesados a los habitantes de la región con sus artes y doctrinas. Considerándole «algo grande» le llamaban «la fuerza de Dios». Bautizado, perseveraba junto a Felipe viendo las señales que hacía (Act 8,4-14).
La palabra mago puede indicar toda clase de prácticas mágicas: magia vulgar; encantaciones, sortilegios, nigromancia o astrología; todas ellas comunes en el Imperio romano. A veces se emplea como sinónimo de sabio, conocedor de la naturaleza o astrólogo (Mt 2,1).
Los Apóstoles Pedro y Juan bajan a visitar a los neoconversos y al imponerles las manos, reciben el Espíritu Santo con los carismas especiales que solían acompañar. Simón, admirado de la actuación de los Apóstoles, les ofrece dinero para comprar su poder. Pedro le responde duramente: «Tu dinero para tu perdición, pues pensaste que el de Dios se puede comprar; no tienes parte en eso». Simón, aterrado por la imprecación, pide que rueguen por él para evitar el castigo (Act 8,14-24). Derivado de Simón, en adelante se llamará simonía al pecado de querer comprar las cosas espirituales y los dones de Dios por dinero.
El códice D o recensión occidental añade que Simón lloró largo tiempo su pecado, lo que da la impresión de una conversión sincera; cosa no muy de acuerdo con la literatura posterior sobre él.
El primero en hablar de Simón es su paisano San Justino mártir, nacido a principio del s. 11 en la actual Naplusa, distante sólo 10 Km. de la aldea natal de Simón (1a Apología, 26,1-3; 56,2-3: PG 6,368,413; Dial. con Triphon, 120: PG 6,753). Su testimonio es, pues, de consideración, aunque hay en él un malentendido.
Dice que Simón nació en Gittón, aldea samaritana, y que a causa de ciertos prodigios mágicos, obrados con ayuda del diablo en Roma, fue reconocido como Dios, por lo que el pueblo romano le dedicó una estatua en la Isla tiberina con la inscripción: Simoni Deo Sancto, y pide al Senado que la estatua sea destruida. Pero Justino leyó mal la inscripción, que en realidad decía Semoni Sanco deo lidio, según una lápida aparecida en 1574; Semo Sanco era la divinidad sabina de los juramentos.
De su actividad en Samaría dice: casi todos le confesaban como el primer dios y le adoraban; en su actividad iba acompañado de una tal Elena, prostituta de Tiro, librada por él, que decía ser su primera Idea, a través de la cual habría creado él los demás seres. Ireneo (Adv. Haer., 1,23,2: PG 7,671-672) amplía estos datos con una exposición de las teorías de Simón. Igualmente tratan de él Clemente Alejandrino, Tertuliano, Orígenes, Eusebio, etcétera.
En unas excavaciones realizadas en Samaría en 1933 por M. Crowfoot en las ruinas de un templo aparecieron dos bajorrelieves; dos conos coronados por una estrella. Vincent ve en ellos a los dos Dióscoros y en el centro una diosa, Elena, la hermana de Cástor y Pollux.
El templo sería de los s. I-III y ello confirmaría la presencia de la religión de la tríade en Samaría y la actividad de Simón, en la que Elena juega un papel importante (H. Vincent, Le culte d'Héléne á Samarie, «Rev. Biblique», 1936, 221-232). Si Simón tenía relación con esto, cosa que otros no admiten, su magia sería la astrología, usada en las prácticas de este culto.
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Simón se llamaba a sí mismo el Poder supremo, «Pater super omnia». Elena era su primer Pensamiento, por medio del cual habría creado los ángeles. Éstos habían creado el mundo y habían obligado a Elena a reencarnarse de mujer en mujer; fue la Elena de Troya y últimamente la prostituta de Tiro. Simón se había encarnado para librarla, para que los hombres puedan salvarse por ella.
Él era quien se había encarnado como Hijo en Judea; continuaba como Padre en Samaría y se presentaba como Espíritu Santo en el mundo. San Jerónimo pone en él estas palabras: «Ego sum sermo Dei, ego sum speciosus, ego Paracletus, ego omnipotens, ego omnia dei» (In Mth. 24,5: PL 26, 176).
Aunque sus seguidores ampliaron el sistema gnóstico, las bases del mismo ya están en lo dicho: un ser supremo, una serie de seres o eones enlazando los dos mundos y creando el mundo material, un elemento divino prisionero de la materia, el docetismo.
A la vista de lo expuesto ya es más fácil hacer una valoración exacta. Cuando Felipe llega a Samaría, ya hacía tiempo que Simón practicaba la magia para afianzar sus doctrinas y ser considerado por sus paisanos. Por eso las gentes, fuera de sí, le decían «La Fuerza de Dios, llamada Grande».
No era, pues, para ellos un mago vulgar, sino un ser superior, Dios o virtud divina morando en él, según su doctrina. Samaría, por su contacto con la civilización helénica, era un terreno muy apropiado para estas prácticas mágicas, así como para el sincretismo religioso de la doctrina de Simón.
Es muy difícil aceptar su conversión como sincera o real; ya los Santos Padres le consideraron hipócrita. Si permanecía al lado de Felipe, sería esperando poder sorprender los secretos del arte del que consideraba un mago más hábil que él mismo. Al no poder descubrir el secreto de los Apóstoles, decide comprárselo. Su petición de que rueguen por él no es por arrepentimiento, sino por miedo ante la imprecación.
Dentro del ciclo de catequesis que el Papa dedica a los grandes santos de la Iglesia del primer milenio, se detuvo hoy en la figura de san Bonifacio, primer obispo alemán muerto a manos de los paganos en el siglo VIII.
El pontífice repasó la historia de este monje inglés, primer evangelizador de las tribus germánicas, y destacó de él tres elementos que “a distancia de siglos, podemos recoger de su enseñanza”: la centralidad de la Escritura, la comunión con Roma y la síntesis entre fe y cultura.
Respecto a la importancia de la Palabra de Dios, destacó que Bonifacio “la vivió, predicó, testimonió hasta el don supremo de sí mismo en el martirio. Estaba tan apasionado de la Palabra de Dios que sentía la urgencia y el deber de llevarla a los demás, incluso con riesgo personal suyo”.
Sobre la comunión con Pedro, el Papa destacó que “fruto de este empeño fue el firme espíritu de cohesión en torno al Sucesor de Pedro que Bonifacio transmitió a las Iglesias en su territorio de misión, uniendo con Roma a Inglaterra, Alemania, Francia y contribuyendo de modo tan determinante a poner las raíces cristianas de Europa que habrían producido frutos fecundos en los siglos sucesivos”.
En tercer lugar, Benedicto XVI explicó cómo el santo “promovió el encuentro entre la cultura romano-cristiana y la cultura germánica. Sabía de hecho que humanizar y evangelizar la cultura eraparte integrante de su misión de obispo“.
“Transmitiendo el antiguo patrimonio de valores cristianos, él implantó en las poblaciones germánicas un nuevo estilo de vida más humano, gracias al cual se respetaban mejor los derechos inalienables de la persona“, añadió.
El Papa afirma que este “valiente testimonio” supone “una invitación para todos nosotros a acoger en nuestra vida la Palabra de Dios como punto de referencia esencial, a amar apasionadamente la Iglesia, a sentirnos corresponsables de su futuro, a buscar la unidad en torno al Sucesor de Pedro“.
Por otro lado, “nos recuerda que el cristianismo, favoreciendo la difusión de la cultura, promueve el progreso del hombre. Está en nosotros, entonces, estar a la altura de un patrimonio tan prestigioso y hacerlo fructificar para bien de las generaciones que vendrán”.
“Comparando esta fe suya ardiente, este celo por el Evangelio, a nuestra fe tan a menudo tibia y burocratizada, vemos qué hemos de hacer y cómo renovar nuestra fe, para dar como don a nuestro tiempo la perla preciosa del Evangelio“, añadió.
Bonifacio nació en Wessex (Inglaterra) alrededor del 675 y entró muy joven en un monasterio. El Papa destaca de él que hubiera sido un hombre estudioso dedicado “a una tranquila y brillante carrera”.
Sin embargo, a los cuarenta años se sintió llamado a la evangelización entre los paganos. Tras el fracaso de su primera misión en Frisia (actual Holanda), Bonifacio se dirigió a Roma para hablar con el Papa y recibir sus instrucciones.
El papa Gregorio II le confió la evangelización de los pueblos germanos y la organización de la Iglesia en ese territorio, cosa que el santo hizo “con gran prudencia y valentía”, primero como simple monje y luego como primer obispo alemán.
En su catequesis, Benedicto XVI destacó también la labor de promoción cultural y humana realizada por Bonifacio, a través de la fundación de monasterios, “para que fuesen como un faro para irradiar la fe y la cultura humana y cristiana en el territorio”.
El mismo Bonifacio dejó un amplio legado a través de sus escritos y composiciones poéticas. Al final de su vida, el santo obispo se dirigió a Frisia, donde había fracasado su primera misión. Allí fue asaltado y asesinado por un grupo de paganos, mientras celebraba la misa.
Fue enterrado en el monasterio de Fulda; su fiesta se celebra el 5 de junio para los católicos, y el 19 de diciembre para los ortodoxos.
En el año agrícola, Pentecostés era la segunda fiesta del calendario, la fiesta de la cosecha. Se celebraba cincuenta días después de Pascua (Pesaj), que recordaba la salida de Egipto del pueblo de Israel. En Pentecostés, los primeros frutos se ofrecían a Dios en ofrenda. La fiesta de Pentecostés ponía término también a las festividades agrícolas.
Lentamente, se asoció a esta celebración el recuerdo de la transmisión de las Tablas de la Ley a Moisés, es decir, la fundación de la religión judía. La fiesta de la cosecha se convirtió, entonces, en la celebración de la Antigua Alianza entre el Señor y su pueblo.
Como los judíos, los cristianos celebran Pentecostés cincuenta días después de Pascua. Y si la Pascua es para ellos la conmemoración de la Resurrección de Cristo, Pentecostés marca el momento en que el Espíritu Santo se posó sobre los discípulos.
En el día de Pentecostés ellos abrieron su inteligencia a la fe. Para los cristianos, esto significa la alianza renovada entre Dios y su pueblo, una nueva alianza. En otras palabras, para la Iglesia, Pentecostés constituye su «certificado» de nacimiento.
Shavuot es la fiesta judía en la que se conmemora la entrega de los Diez Mandamientos de la Ley de Dios a Moisés en el monte Sinaí, tras la huida del pueblo de Israel de Egipto.
Por eso tiene lugar siete semanas después de la Pascua, que es la fiesta más importante para los judíos, pues celebra la liberación del pueblo judío de la esclavitud del Faraón. En hebreo “Shavuot” quiere decir “semanas” y también significa juramento: la alianza que Dios hizo con su pueblo por medio de la Ley.
Se celebra como un día de descanso en el que no se trabaja y se cena en familia, como en shabat. En las sinagogas se hace una lectura de los Diez Mandamientos y también se acostumbra a permanecer despiertos toda la noche estudiando la Torá. Este texto incluye los cinco primeros libros de la Biblia que, según la tradición, fueron escritos por Moisés. Estos libros son los que el cristianismo denomina Pentateuco (Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio).
Esta fiesta también tiene una vertiente agrícola, ya que los agricultores ofrecen a Dios los primeros frutos de las cosechas.
En tiempos de Jesús, y aún todavía hoy, judíos de todo el mundo peregrinaban a Jerusalén para venerar a Dios en el Templo durante las tres fiestas más importantes: Pascua, Shavuot y Sucot. Los cristianos celebran la Venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles, que tuvo lugar el día de Shavuot, y pasó a llamarse Pentecostés (del griego quincuagésimo) porque ocurrió cincuenta días después de la Pascua.
Tras recibir el Espíritu Santo, según narran los Hechos de los Apóstoles, “comenzaron a hablar en otras lenguas”. Judíos de todas las regiones del mundo que se encontraban en Jerusalén para la fiesta de Shavuot fueron testigos de esto y se preguntaban sorprendidos:
“¿No son galileos todos estos que están hablando? ¿Cómo es que cada uno de nosotros les oímos hablar en nuestra lengua en la que hemos nacido? Partos, medos y elamitas, habitantes de Mesopotamia, de Judea y de Capadocia, del Ponto y de Asia, de Frigia y de Panfilia, de Egipto y de las regiones de Libia alrededor de Cirene, viajeros de Roma, tanto judíos como prosélitos, cretenses y árabes, les oímos hablar en nuestros idiomas de las maravillas de Dios”. (Hechos 2, 7-12)
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Comienza 10 días antes de dicha fiesta, es decir, el día de la Ascensión de Jesús a los cielos. En ese día Jesucristo prometió a sus discípulos que les enviaría al Paráclito. Los discípulos permanecieron en Jerusalén en continua oración junto a María.
Son, por tanto, estos días una ocasión propicia para recordar aquella primera oración conjunta y prepararnos para celebrar la venida del Espíritu Santo.
“La víspera de empezar este Decenario, que es la víspera de la Ascensión gloriosa de nuestro Divino Redentor, nos debemos preparar, con resoluciones firmes, para emprender la vida interior, y emprendida esta vida, no abandonarla jamás.” (Francisca Javiera del Valle)
¡Ven, oh Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece mi corazón contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad… He oído tu voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo: después…, mañana. Nunc coepi! ¡Ahora!, no vaya a ser que el mañana me falte.
¡Oh, Espíritu de verdad y de sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y de paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras.
Los Hechos de los Apóstoles, al narrarnos los acontecimientos de aquel día de Pentecostés en el que el Espíritu Santo descendió en forma de lenguas de fuego sobre los discípulos de Nuestro Señor, nos hacen asistir a la gran manifestación del poder de Dios, con el que la Iglesia inició su camino entre las naciones.
La victoria que Cristo —con su obediencia, con su inmolación en la Cruz y con su Resurrección— había obtenido sobre la muerte y sobre el pecado, se reveló entonces en toda su divina claridad. Los discípulos, que ya eran testigos de la gloria del Resucitado, experimentaron en sí la fuerza del Espíritu Santo: sus inteligencias y sus corazones se abrieron a una luz nueva.
Habían seguido a Cristo y acogido con fe sus enseñanzas, pero no acertaban siempre a penetrar del todo su sentido: era necesario que llegara el Espíritu de verdad, que les hiciera comprender todas las cosas.
Sabían que sólo en Jesús podían encontrar palabras de vida eterna, y estaban dispuestos a seguirle y a dar la vida por Él, pero eran débiles y, cuando llegó la hora de la prueba, huyeron, lo dejaron solo. El día de Pentecostés todo eso ha pasado: el Espíritu Santo, que es espíritu de fortaleza, los ha hecho firmes, seguros, audaces. La palabra de los Apóstoles resuena recia y vibrante por las calles y plazas de Jerusalén.
Ven Oh Santo Espíritu, llena los
corazones de tus fieles y enciende en
ellos el fuego de tu amor.
V. Envía tu espíritu y serán creados
R. Y renovarás la faz de la tierra.Oh Dios que has instruido los corazones de
los fieles con la luz del Espíritu Santo.
Concédenos según el mismo Espíritu,
conocer las cosas rectas y gozar siempre de
sus divinos consuelos. Por el mismo Cristo
nuestro Señor. Amén.
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¡Ven, oh Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece mi corazón contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad… He oído tu voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo: después…, mañana. Nunc coepi! ¡Ahora!, no vaya a ser que el mañana me falte.
¡Oh, Espíritu de verdad y de sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y de paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras.
La fuerza y el poder de Dios iluminan la faz de la tierra. El Espíritu Santo continúa asistiendo a la Iglesia de Cristo, para que sea —siempre y en todo— signo levantado ante las naciones, que anuncia a la humanidad la benevolencia y el amor de Dios. Por grandes que sean nuestras limitaciones, los hombres podemos mirar con confianza a los cielos y sentirnos llenos de alegría: Dios nos ama y nos libra de nuestros pecados.
La presencia y la acción del Espíritu Santo en la Iglesia son la prenda y la anticipación de la felicidad eterna, de esa alegría y de esa paz que Dios nos depara. También nosotros, como aquellos primeros que se acercaron a San Pedro en el día de Pentecostés, hemos sido bautizados. En el bautismo, Nuestro Padre Dios ha tomado posesión de nuestras vidas, nos ha incorporado a la de Cristo y nos ha enviado el Espíritu Santo.
El Señor, nos dice la Escritura Santa, nos ha salvado haciéndonos renacer por el bautismo, renovándonos por el Espíritu Santo, que Él derramó copiosamente sobre nosotros por Jesucristo Salvador nuestro, para que, justificados por la gracia, vengamos a ser herederos de la vida eterna conforme a la esperanza que tenemos.
La experiencia de nuestra debilidad y de nuestros fallos, la desedificación que puede producir el espectáculo doloroso de la pequeñez o incluso de la mezquindad de algunos que se llaman cristianos, el aparente fracaso o la desorientación de algunas empresas apostólicas, todo eso —el comprobar la realidad del pecado y de las limitaciones humanas— puede sin embargo constituir una prueba para nuestra fe, y hacer que se insinúen la tentación y la duda: ¿dónde están la fuerza y el poder de Dios?
Es el momento de reaccionar, de practicar de manera más pura y más recia nuestra esperanza y, por tanto, de procurar que sea más firme nuestra fidelidad.
Ven Oh Santo Espíritu, llena los
corazones de tus fieles y enciende en
ellos el fuego de tu amor.
V. Envía tu espíritu y serán creados
R. Y renovarás la faz de la tierra.Oh Dios que has instruido los corazones de
los fieles con la luz del Espíritu Santo.
Concédenos según el mismo Espíritu,
conocer las cosas rectas y gozar siempre de
sus divinos consuelos. Por el mismo Cristo
nuestro Señor. Amén.
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¡Ven, oh Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece mi corazón contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad… He oído tu voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo: después…, mañana. Nunc coepi! ¡Ahora!, no vaya a ser que el mañana me falte.
¡Oh, Espíritu de verdad y de sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y de paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras.
Permitidme narrar un suceso de mi vida personal, ocurrido hace ya muchos años. Un día un amigo de buen corazón, pero que no tenía fe, me dijo, mientras señalaba un mapamundi: mire, de norte a sur, y de este o oeste. ¿Qué quieres que mire?, le pregunté. Su respuesta fue: el fracaso de Cristo.
Tantos siglos, procurando meter en la vida de los hombres su doctrina, y vea los resultados. Me llené, en un primer momento de tristeza: es un gran dolor, en efecto, considerar que son muchos los que aún no conocen al Señor y que, entre los que le conocen, son muchos también los que viven como si no lo conocieran.
Pero esa sensación duró sólo un instante, para dejar paso al amor y al agradecimiento, porque Jesús ha querido hacer a cada hombre cooperador libre de su obra redentora. No ha fracasado: su doctrina y su vida están fecundando continuamente el mundo. La redención, por Él realizada, es suficiente y sobreabundante.
Dios no quiere esclavos, sino hijos, y respeta nuestra libertad. La salvación continúa y nosotros participamos en ella: es voluntad de Cristo que —según las palabras fuertes de San Pablo— cumplamos en nuestra carne, en nuestra vida, aquello que falta a su pasión, pro Corpore eius, quod est Ecclesia, en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia.
Vale la pena jugarse la vida, entregarse por entero, para corresponder al amor y a la confianza que Dios deposita en nosotros. Vale la pena, ante todo, que nos decidamos a tomar en serio nuestra fe cristiana. Al recitar el Credo, profesamos creer en Dios Padre todopoderoso, en su Hijo Jesucristo que murió y fue resucitado, en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida.
Confesamos que la Iglesia, una santa, católica y apostólica, es el cuerpo de Cristo, animado por el Espíritu Santo. Nos alegramos ante la remisión de los pecados, y ante la esperanza de la resurrección futura. Pero, esas verdades ¿penetran hasta lo hondo del corazón o se quedan quizá en los labios?
El mensaje divino de victoria, de alegría y de paz de la Pentecostés debe ser el fundamento inquebrantable en el modo de pensar, de reaccionar y de vivir de todo cristiano.
Ven Oh Santo Espíritu, llena los
corazones de tus fieles y enciende en
ellos el fuego de tu amor.
V. Envía tu espíritu y serán creados
R. Y renovarás la faz de la tierra.Oh Dios que has instruido los corazones de
los fieles con la luz del Espíritu Santo.
Concédenos según el mismo Espíritu,
conocer las cosas rectas y gozar siempre de
sus divinos consuelos. Por el mismo Cristo
nuestro Señor. Amén.
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¡Ven, oh Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece mi corazón contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad… He oído tu voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo: después…, mañana. Nunc coepi! ¡Ahora!, no vaya a ser que el mañana me falte.
¡Oh, Espíritu de verdad y de sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y de paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras.
Nuestra fe en el Espíritu Santo debe ser absoluta
Non est abbreviata manus Domini, no se ha hecho más corta la mano de Dios: no es menos poderoso Dios hoy que en otras épocas, ni menos verdadero su amor por los hombres. Nuestra fe nos enseña que la creación entera, el movimiento de la tierra y el de los astros, las acciones rectas de las criaturas y cuanto hay de positivo en el sucederse de la historia, todo, en una palabra, ha venido de Dios y a Dios se ordena.
La acción del Espíritu Santo puede pasarnos inadvertida, porque Dios no nos da a conocer sus planes y porque el pecado del hombre enturbia y obscurece los dones divinos. Pero la fe nos recuerda que el Señor obra constantemente: es Él quien nos ha creado y nos mantiene en el ser; quien, con su gracia, conduce la creación entera hacia la libertad de la gloria de los hijos de Dios.
Por eso, la tradición cristiana ha resumido la actitud que debemos adoptar ante el Espíritu Santo en un solo concepto: docilidad. Ser sensibles a lo que el Espíritu divino promueve a nuestro alrededor y en nosotros mismos: a los carismas que distribuye, a los movimientos e instituciones que suscita, a los afectos y decisiones que hace nacer en nuestro corazón.
El Espíritu Santo realiza en el mundo las obras de Dios: es —como dice el himno litúrgico— dador de las gracias, luz de los corazones, huésped del alma, descanso en el trabajo, consuelo en el llanto.
Sin su ayuda nada hay en el hombre que sea inocente y valioso, pues es Él quien lava lo manchado, quien cura lo enfermo, quien enciende lo que está frío, quien endereza lo extraviado, quien conduce a los hombres hacia el puerto de la salvación y del gozo eterno. Pero esta fe nuestra en el Espíritu Santo ha de ser plena y completa: no es una creencia vaga en su presencia en el mundo, es una aceptación agradecida de los signos y realidades a los que, de una manera especial, ha querido vincular su fuerza.
Cuando venga el Espíritu de verdad —anunció Jesús—, me glorificará porque recibirá de lo mío, y os lo anunciará. El Espíritu Santo es el Espíritu enviado por Cristo, para obrar en nosotros la santificación que Él nos mereció en la tierra.
No puede haber por eso fe en el Espíritu Santo, si no hay fe en Cristo, en la doctrina de Cristo, en los sacramentos de Cristo, en la Iglesia de Cristo. No es coherente con la fe cristiana, no cree verdaderamente en el Espíritu Santo quien no ama a la Iglesia, quien no tiene confianza en ella, quien se complace sólo en señalar las deficiencias y las limitaciones de los que la representan, quien la juzga desde fuera y es incapaz de sentirse hijo suyo.
Me viene a la mente considerar hasta qué punto será extraordinariamente importante y abundantísima la acción del Divino Paráclito, mientras el sacerdote renueva el sacrificio del Calvario, al celebrar la Santa Misa en nuestros altares.
Ven Oh Santo Espíritu, llena los
corazones de tus fieles y enciende en
ellos el fuego de tu amor.
V. Envía tu espíritu y serán creados
R. Y renovarás la faz de la tierra.Oh Dios que has instruido los corazones de
los fieles con la luz del Espíritu Santo.
Concédenos según el mismo Espíritu,
conocer las cosas rectas y gozar siempre de
sus divinos consuelos. Por el mismo Cristo
nuestro Señor. Amén.
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¡Ven, oh Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece mi corazón contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad… He oído tu voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo: después…, mañana. Nunc coepi! ¡Ahora!, no vaya a ser que el mañana me falte.
¡Oh, Espíritu de verdad y de sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y de paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras.
Los cristianos llevamos los grandes tesoros de la gracia en vasos de barro; Dios ha confiado sus dones a la frágil y débil libertad humana y, aunque la fuerza del Señor ciertamente nos asiste, nuestra concupiscencia, nuestra comodidad y nuestro orgullo la rechazan a veces y nos llevan a caer en pecado. En muchas ocasiones, desde hace más de un cuarto de siglo, al recitar el Credo y afirmar mi fe en la divinidad de la Iglesia una, santa, católica y apostólica, añado a pesar de los pesares. Cuando he comentado esa costumbre mía y alguno me pregunta a qué quiero referirme, respondo: a tus pecados y a los míos.
Todo eso es cierto, pero no autoriza en modo alguno a juzgar a la Iglesia de manera humana, sin fe teologal, fijándose únicamente en la mayor o menor cualidad de determinados eclesiásticos o de ciertos cristianos. Proceder así, es quedarse en la superficie. Lo más importante en la Iglesia no es ver cómo respondemos los hombres, sino ver lo que hace Dios. La Iglesia es eso: Cristo presente entre nosotros; Dios que viene hacia la humanidad para salvarla, llamándonos con su revelación, santificándonos con su gracia, sosteniéndonos con su ayuda constante, en los pequeños y en los grandes combates de la vida diaria.
Podemos llegar a desconfiar de los hombres, y cada uno está obligado a desconfiar personalmente de sí mismo y a coronar sus jornadas con un mea culpa, con un acto de contrición hondo y sincero. Pero no tenemos derecho a dudar de Dios. Y dudar de la Iglesia, de su origen divino, de la eficacia salvadora de su predicación y de sus sacramentos, es dudar de Dios mismo, es no creer plenamente en la realidad de la venida del Espíritu Santo. Antes de que Cristo fuera crucificado —escribe San Juan Crisóstomo— no había ninguna reconciliación. Y, mientras no hubo reconciliación, no fue enviado el Espíritu Santo… La ausencia del Espíritu Santo era signo de la ira divina. Ahora que lo ves enviado en plenitud, no dudes de la reconciliación. Pero si preguntaron: ¿dónde está ahora el Espíritu Santo? Se podía hablar de su presencia cuando ocurrían milagros, cuando eran resucitados los muertos y curados los leprosos. ¿Cómo saber ahora que está de veras presente? No os preocupéis. Os demostraré que el Espíritu Santo está también ahora entre nosotros…
Si no existiera el Espíritu Santo, no podríamos decir: Señor, Jesús, pues nadie puede invocar a Jesús como Señor, si no es en el Espíritu Santo (1 Corintios XII, 3). Si no existiera el Espíritu Santo, no podríamos orar con confianza. Al rezar, en efecto, decimos: Padre nuestro que estás en los cielos (Mateo VI, 9). Si no existiera el Espíritu Santo no podríamos llamar Padre a Dios. ¿Cómo sabemos eso? Porque el apóstol nos enseña: Y, por ser hijos, envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: Abba, Padre (Gálatas IV, 6).
Ven Oh Santo Espíritu, llena los
corazones de tus fieles y enciende en
ellos el fuego de tu amor.
V. Envía tu espíritu y serán creados
R. Y renovarás la faz de la tierra.Oh Dios que has instruido los corazones de
los fieles con la luz del Espíritu Santo.
Concédenos según el mismo Espíritu,
conocer las cosas rectas y gozar siempre de
sus divinos consuelos. Por el mismo Cristo
nuestro Señor. Amén.
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¡Ven, oh Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece mi corazón contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad… He oído tu voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo: después…, mañana. Nunc coepi! ¡Ahora!, no vaya a ser que el mañana me falte.
¡Oh, Espíritu de verdad y de sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y de paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras.
Veo todas las incidencias de la vida —las de cada existencia individual y, de alguna manera, las de las grandes encrucijadas de las historia— como otras tantas llamadas que Dios dirige a los hombres, para que se enfrenten con la verdad; y como ocasiones, que se nos ofrecen a los cristianos, para anunciar con nuestras obras ycon nuestras palabras ayudados por la gracia, el Espíritu al que pertenecemos.
Cada generación de cristianos ha de redimir, ha de santificar su propio tiempo: para eso, necesita comprender y compartir las ansias de los otros hombres, sus iguales, a fin de darles a conocer, con don de lenguas cómo deben corresponder a la acción del Espíritu Santo, a la efusión permanente de las riquezas del Corazón divino. A nosotros, los cristianos, nos corresponde anunciar en estos días, a ese mundo del que somos y en el que vivimos, el mensaje antiguo y nuevo del Evangelio.
No es verdad que toda la gente de hoy —así, en general y en bloque— esté cerrada, o permanezca indiferente, a lo que la fe cristiana enseña sobre el destino y el ser del hombre; no es cierto que los hombres de estos tiempos se ocupen sólo de las cosas de la tierra, y se desinteresen de mirar al cielo. Aunque no faltan ideologías —y personas que las sustentan— que están cerradas, hay en nuestra época anhelos grandes y actitudes rastreras, heroísmos y cobardías, ilusiones y desengaños; criaturas que sueñan con un mundo nuevo más justo y más humano, y otras que, quizá decepcionadas ante el fracaso de sus primitivos ideales, se refugian en el egoísmo de buscar sólo la propia tranquilidad, o en permanecer inmersas en el error.
A todos esos hombres y a todas esas mujeres, estén donde estén, en sus momentos de exaltación o en sus crisis y derrotas, les hemos de hacer llegar el anuncio solemne y tajante de San Pedro, durante los días que siguieron a la Pentecostés: Jesús es la piedra angular, el Redentor, el todo de nuestra vida, porque fuera de Él no se ha dado a los hombres otro nombre debajo del cielo, por el cual podamos ser salvos.
Ven Oh Santo Espíritu, llena los
corazones de tus fieles y enciende en
ellos el fuego de tu amor.
V. Envía tu espíritu y serán creados
R. Y renovarás la faz de la tierra.Oh Dios que has instruido los corazones de
los fieles con la luz del Espíritu Santo.
Concédenos según el mismo Espíritu,
conocer las cosas rectas y gozar siempre de
sus divinos consuelos. Por el mismo Cristo
nuestro Señor. Amén.
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¡Ven, oh Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece mi corazón contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad… He oído tu voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo: después…, mañana. Nunc coepi! ¡Ahora!, no vaya a ser que el mañana me falte.
¡Oh, Espíritu de verdad y de sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y de paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras.
Entre los dones del Espíritu Santo, diría que hay uno del que tenemos especial necesidad todos los cristianos: el don de sabiduría que, al hacernos conocer a Dios y gustar de Dios, nos coloca en condiciones de poder juzgar con verdad sobre las situaciones y las cosas de esta vida. Si fuéramos consecuentes con nuestra fe, al mirar a nuestro alrededor y contemplar el espectáculo de la historia y del mundo, no podríamos menos de sentir que se elevan en nuestro corazón los mismos sentimientos que animaron el de Jesucristo: al ver aquellas muchedumbres se compadecía de ellas, porque estaban malparadas y abatidas, como ovejas sin pastor.
No es que el cristiano no advierta todo lo bueno que hay en la humanidad, que no aprecie las limpias alegrías, que no participe en los afanes e ideales terrenos. Por el contrario, siente todoeso desde lo más recóndito de su alma, y lo comparte y lo vive con especial hondura, ya que conoce mejor que hombre alguno las profundidades del espíritu humano. La fe cristiana no achica el ánimo, ni cercena los impulsos nobles del alma, puesto que los agranda, al revelar su verdadero y más auténtico sentido: no estamos destinados a una felicidad cualquiera, porque hemos sido llamados a penetrar en la intimidad divina, a conocer y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo y, en la Trinidad y en la Unidad de Dios, a todos los ángeles y a todos los hombres.
Esa es la gran osadía de la fe cristiana: proclamar el valor y la dignidad de la humana naturaleza, y afirmar que, mediante la gracia que nos eleva al orden sobrenatural, hemos sido creados para alcanzar la dignidad de hijos de Dios. Osadía ciertamente increíble, si no estuviera basada en el decreto salvador de Dios Padre, y no hubiera sido confirmada por la sangre de Cristo y reafirmada y hecha posible por la acción constante del Espíritu Santo. Hemos de vivir de fe, de crecer en la fe, hasta que se pueda decir de cada uno de nosotros, de cada cristiano, lo que escribía hace siglos uno de los grandes Doctores de la Iglesia oriental: de la misma manera que los cuerpos transparentes, nítidos, al recibir los rayos de luz, se vuelven resplandecientes e irradian brillo, las almas que son llevadas e ilustradas por el Espíritu Santo se vuelven también ellas espirituales y llevan a las demás la luz de la gracia.
Del Espíritu Santo proviene el conocimiento de las cosas futuras, la inteligencia de los misterios, la comprensión
de las verdades ocultas, la distribución de los dones, la ciudadanía celeste, la conversación con los ángeles. De Él, la alegría que nunca termina, la perseverancia en Dios, la semejanza con Dios y, lo más sublime que puede ser pensado, el hacerse Dios. La conciencia de la magnitud de la dignidad humana —de modo eminente, inefable, al ser constituidos por la gracia en hijos de Dios— junto con la humildad, forma en el cristiano una sola cosa, ya que no son nuestras fuerzas las que nos salvan y nos dan la vida, sino el favor divino.
Ven Oh Santo Espíritu, llena los
corazones de tus fieles y enciende en
ellos el fuego de tu amor.
V. Envía tu espíritu y serán creados
R. Y renovarás la faz de la tierra.Oh Dios que has instruido los corazones de
los fieles con la luz del Espíritu Santo.
Concédenos según el mismo Espíritu,
conocer las cosas rectas y gozar siempre de
sus divinos consuelos. Por el mismo Cristo
nuestro Señor. Amén.
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¡Ven, oh Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece mi corazón contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad… He oído tu voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo: después…, mañana. Nunc coepi! ¡Ahora!, no vaya a ser que el mañana me falte.
¡Oh, Espíritu de verdad y de sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y de paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras.
Vivir según el Espíritu Santo es vivir de fe, de esperanza, de caridad; dejar que Dios tome posesión de nosotros y cambie de raíz nuestros corazones, para hacerlos a su medida. Una vida cristiana madura, honda y recia, es algo que no se improvisa, porque es el fruto del crecimiento en nosotros de la gracia de Dios. En los Hechos de los Apóstoles, se describe la situación de la primitiva comunidad cristiana con una frase breve, pero llena de sentido: perseveraban todos en las instrucciones de los Apóstoles, en la comunicación de la fracción del pan y en la oración.
Fue así como vivieron aquellos primeros, y como debemos vivir nosotros: la meditación de la doctrina de la fe hasta hacerla propia, el encuentro con Cristo en la Eucaristía, el diálogo personal —la oración sin anonimato— cara a cara con Dios, han de constituir como la substancia última de nuestra conducta. Si eso falta, habrá tal vez reflexión erudita, actividad más o menos intensa, devociones y prácticas. Pero no habrá auténtica existencia cristiana, porque faltará la compenetración con Cristo, la participación real y vivida en la obra divina de la salvación.
Es doctrina que se aplica a cualquier cristiano, porque todos estamos igualmente llamados a la santidad. No
hay cristianos de segunda categoría, obligados a poner en práctica sólo una versión rebajada del Evangelio:
todos hemos recibido el mismo Bautismo y, si bien existe una amplia diversidad de carismas y de situaciones humanas, uno mismo es el Espíritu que distribuye los dones divinos, una misma la fe, una misma la esperanza, una la caridad. Podemos, por tanto, tomar como dirigida a nosotros la pregunta que formula el Apóstol: ¿no sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu Santo mora en vosotros?, y recibirla como una invitación a un trato más personal y directo con Dios. Por desgracia el Paráclito es, para algunos cristianos, el Gran Desconocido.
Ven Oh Santo Espíritu, llena los
corazones de tus fieles y enciende en
ellos el fuego de tu amor.
V. Envía tu espíritu y serán creados
R. Y renovarás la faz de la tierra.Oh Dios que has instruido los corazones de
los fieles con la luz del Espíritu Santo.
Concédenos según el mismo Espíritu,
conocer las cosas rectas y gozar siempre de
sus divinos consuelos. Por el mismo Cristo
nuestro Señor. Amén.
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¡Ven, oh Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece mi corazón contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad… He oído tu voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo: después…, mañana. Nunc coepi! ¡Ahora!, no vaya a ser que el mañana me falte.
¡Oh, Espíritu de verdad y de sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y de paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras.
Para concretar, aunque sea de una manera muy general, un estilo de vida que nos impulse a tratar al Espíritu Santo —y, con Él, al Padre y al Hijo— y a tener familiaridad con el Paráclito, podemos fijarnos en tres realidades fundamentales: docilidad —repito, vida de oración, unión con la Cruz.
Docilidad, en primer lugar, porque el Espíritu Santo es quien, con sus inspiraciones, va dando tono sobrenatural a nuestros pensamientos, deseos y obras. Él es quien nos empuja a adherirnos a la doctrina de Cristo y a asimilarla con profundidad, quien nos da luz para tomarconciencia de nuestra vocación personal y fuerza para realizar todo lo que Dios espera. Si somos dóciles al Espíritu Santo, la imagen de Cristo se irá formando cada vez más en nosotros e iremos así acercándonos cada día más a Dios Padre. Los que son llevados por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios.
Vida de oración, en segundo lugar, porque la entrega, la obediencia, la mansedumbre del cristiano nacen del amor y al amor se encaminan. Y el amor lleva al trato, a la conversación, a la amistad. La vida cristiana
requiereun diálogo constante con Dios Uno y Trino, y es a esa intimidad a donde nos conduce el Espíritu Santo. ¿Quién sabe las cosas del hombre, sino solamente el espíritu del hombre, que está dentro de él? Así las cosas de Dios nadie las ha conocido sino el Espíritu de Dios. Si tenemos relación asidua con el Espíritu Santo, nos haremos también nosotros espirituales, nos sentiremos hermanos de Cristo e hijos de Dios, a quien no dudaremos en invocar como a Padre que es nuestro.
Acostumbremos a frecuentar al Espíritu Santo, que es quien nos ha de santificar: a confiar en Él, a pedir su
ayuda, a sentirlo cerca de nosotros. Así se irá agrandando nuestro pobre corazón, tendremos más ansias de amar a Dios y, por Él, a todas las criaturas. Y se reproducirá en nuestras vidas esa visión final del Apocalipsis: el espíritu y la esposa, el Espíritu Santo y la Iglesia —y cada cristiano— que se dirigen a Jesús, a Cristo, y le piden que venga, que esté con nosotros para siempre.
Unión con la Cruz, finalmente, porque en la vida de Cristo el Calvario precedió a la Resurrección y a la Pentecostés, y ese mismo proceso debe reproducirse en la vida de cada cristiano: somos —nos dice San Pablo— coherederos con Jesucristo, con tal que padezcamos con Él, a fin de que seamos con Él glorificados. El Espíritu Santo es fruto de la cruz, de la entrega total a Dios, de buscar exclusivamente su gloria y de renunciar por entero a nosotros mismos. Sólo cuando el hombre, siendo fiel a la gracia, se decide a colocar en el centro de su alma la Cruz, negándose a sí mismo por amor a Dios, estando realmente desprendido del egoísmo y de toda falsa seguridad humana, es decir, cuando vive verdaderamente de fe, es entonces y sólo entonces cuando recibe con plenitud el gran fuego, la gran luz, la gran consolación del Espíritu Santo. Es entonces también cuando vienen al alma esa paz y esa libertad que Cristo nos ha ganado, que se nos comunican con la gracia del Espíritu Santo.
Los frutos del Espíritu son caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia, castidad: y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad.
Ven Oh Santo Espíritu, llena los
corazones de tus fieles y enciende en
ellos el fuego de tu amor.
V. Envía tu espíritu y serán creados
R. Y renovarás la faz de la tierra.Oh Dios que has instruido los corazones de
los fieles con la luz del Espíritu Santo.
Concédenos según el mismo Espíritu,
conocer las cosas rectas y gozar siempre de
sus divinos consuelos. Por el mismo Cristo
nuestro Señor. Amén.
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¡Ven, oh Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece mi corazón contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad… He oído tu voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo: después…, mañana. Nunc coepi! ¡Ahora!, no vaya a ser que el mañana me falte.
¡Oh, Espíritu de verdad y de sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y de paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras.
En medio de las limitaciones inseparables de nuestra situación presente, porque el pecado habita todavía de algún modo en nosotros, el cristiano percibe con claridad nueva toda la riqueza de su filiación divina, cuando se reconoce plenamente libre porque trabaja en las cosas de su Padre, cuando su alegría se hace constante porque nada es capaz de destruir su esperanza.
Es en esa hora, además yal mismo tiempo, cuando es capaz de admirar todas las bellezas y maravillas de la tierra, de apreciar toda la riqueza y toda la bondad, de amar con toda la entereza y toda la pureza para las que está hecho el corazón humano. Cuando el dolor ante el pecado no degenera nunca en un gesto amargo, desesperado o altanero, porque la compunción y el conocimiento de la humana flaqueza le encaminan a identificarse de nuevo con las ansias redentoras de Cristo, y a sentir más hondamente la solidaridad con todos los hombres. Cuando, en fin, el cristiano experimenta en sí con seguridad la fuerza del Espíritu Santo, de manera que las propias caídas no le abaten: porque son una invitación a recomenzar, y a continuar siendo testigo fiel de Cristo en todas las encrucijadas de la tierra, a pesar de las miserias personales, que en estos casos suelen ser faltas leves, que enturbian apenas el alma; y, aunque fuesen graves, acudiendo al Sacramento de la Penitencia con compunción, se vuelve a la paz de Dios y a ser de nuevo un buen testigo de sus misericordias.
Tal es, en un resumen breve, que apenas consigue traducir en pobres palabras humanas, la riqueza de la fe, la vida del cristiano, si se deja guiar por el Espíritu Santo. No puedo, por eso, terminar de otra manera que haciendo mía la petición, que se contiene en uno de los cantos litúrgicos de la fiesta de Pentecostés, que es como un eco de la oración incesante de la Iglesia entera: Ven, Espíritu Creador, visita las inteligencias de los tuyos, llena de gracia celeste los corazones que tú has creado. En tu escuela haz que sepamos del Padre, haznos conocer también al Hijo, haz en fin que creamos eternamente en Ti, Espíritu que procedes de uno del otro.
Ven Oh Santo Espíritu, llena los
corazones de tus fieles y enciende en
ellos el fuego de tu amor.
V. Envía tu espíritu y serán creados
R. Y renovarás la faz de la tierra.Oh Dios que has instruido los corazones de
los fieles con la luz del Espíritu Santo.
Concédenos según el mismo Espíritu,
conocer las cosas rectas y gozar siempre de
sus divinos consuelos. Por el mismo Cristo
nuestro Señor. Amén.
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REFERENCIAS:
(1) Oración de San Josemaría Escrivá al Espíritu
Santo.
(2) Extracto de la homilía “El Gran Desconocido” de
San Josemaría Escrivá.
(3) Secuencia de la Misa de Pentecostés
Ver en Wikipedia