Los soldados del gobernador atan a Jesús a una columna para ejecutar la condena: la flagelación romana se aplicaba a la espalda y caras posteriores de muslos y piernas.
Los flagelum –instrumentos con los que se flagelaba- solían tener tres correas en el extremo del mango. En cada una de ellas se anudaban tres bolas metálicas o trozos de hueso, de manera que cada golpe se multiplicaba por tres y desgarraba la zona golpeada. Solían ser dos los verdugos, uno a cada lado.
Se nos hace difícil imaginar el dolor extremadamente agudo generado en una piel debilitada por insuficiente perfusión después de la vasoconstricción cutánea por la tensión emocional en la agonía del huerto.
El tronco, tanto en el pecho como en la espalda, presenta numerosas lesiones: contusiones en forma de equimosis (manchas rojas cutáneas producidas por extravasación de sangre) y hematomas, algunasde ellas de carácter longitudinal, representando la impronta de los flagelos.
Por la violencia y reiteración de los golpes, se pudieran haber producido en algunas zonas cutáneas, soluciones de continuidad, apareciendo heridas contusas longitudinales, erosiones (arañazos superficiales) y escoriaciones (arañazos profundos).
En algunas partes del cuerpo, las heridas contusas son especialmente profundas, produciéndose un gran desgarramiento cutáneo, subcutáneo y de músculos torácicos que pudieron dejar las costillas al descubierto. También son desagarrados músculos abdominales, de extremidades superiores e inferiores e incluso de la región posterior del cuello.
Teniendo en cuenta la postura del reo atado a la columna, es casi seguro que todas estas heridas predominen en la parte posterior del tronco. La gran cantidad de golpes que impactan en los mismos lugares produce la serie de lesiones mencionadas que son similares a las que se conocen como síndrome de aplastamiento.
a) Liberación de opiáceos endógenos y encefalinas que contribuyen a aliviar algo el sufrimiento, en los primeros latigazos. Después,el control endógeno del dolor se hace mucho más ineficaz.
b) Se pone en marcha otro mecanismo automático e inconsciente de defensa frente al dolor, que consiste en el llamado reflejo masivo corporal flexor,que incluye reducir la movilidad al mínimo. La reducción de movilidad en el tórax implica disminución de la actividad respiratoria: se producen muchas respiraciones superficiales, ventilación pulmonar insuficiente; falta aporte de oxígeno en el organismo (hipoxia hipoxémica), se acumula dióxido de carbono en los tejidos (hipercapnia) con la consecuente acidosis respiratoria. A este reflejo se suma una dificultad y restricción respiratoria por la lesión traumática de músculos respiratorios en cuello y tórax.
Las grandes lesiones traumáticas producidas en tórax y abdomen podrían perfectamente haber causado irritación de las dos membranas que recubren los pulmones -pleuras- y contusiones renales. Aparte de un posible comienzo de insuficiencia renal, podría haber comienzo de pleuritis con edema pleural: es decir, acumulación patológica de líquido en el espacio interpleural, que dificultaría físicamente el movimiento del corazón en el ciclo cardiaco, y la expansión y retracción de los pulmones en el ciclo respiratorio.
Las hemorragias de la flagelación no tienen porqué ser muy profusas, pues las lesiones no son todas muy profundas, y por lo tanto, no afectan a grandes arterias o venas. Sin embargo, al ser una extensión muy amplia de la piel comprometida en la flagelación, la pérdida sanguínea se va acumulando y puede llegar a ser de uno o dos litros. Esta pérdida de sangre aumenta el riesgo de un shock. Para compensar las pérdidas se ponen en marcha sistemas reguladores renales, cardíacos, y hormonales.
Sin embargo, la pérdida de dos litros (40% del volumen sanguíneo normal) es ya muy severa, pues supone una pérdida significativa de sangre: la presión arterial puede caer a niveles tan bajos que conduzcan irremisiblemente a la muerte. Los mecanismos de compensación pueden ser incapaces de mantener durante mucho tiempo su función, y el sujeto fallece por la hemorragia masiva, cosa que efectivamente no sucedió en Jesús al final de la flagelación.
La intensa hemorragia origina fiebre. Además, seguramente comenzó un proceso de infección, por lo que puede instaurarse un shock séptico.Lo que es seguro, es que Jesús estaba en estado de shock al cargar con la cruz, que se acentuó después con la crucifixión.
Conviene tener en cuenta múltiples y graves consecuencias de este shock: insuficiencia cardiaca, reflejos nerviosos compensadores de la función cardiovascular y respiratoria resentidos, alta concentración de dióxido de carbono en sangre, microcoágulos por la propia acidez y la sangre “estancada”, aumento de la presión capilar acompañada de edemas -tanto periféricos como pulmonares-, liberación de toxinas por parte de tejidos isquémicos o mal oxigenados, absorción de bacterias por el bajo aflujo sanguíneo intestinal y deterioro celular generalizado, especialmente relevante en músculo, corazón, riñones, sistema nervioso central e hígado.
Como se ha dicho, la flagelación se realizó sobre una piel muy isquémica, y por tanto, muy debilitada; los azotes produjeron, casi con certeza, la ruptura masiva de células: citólisis. El potasio celular se vierte en grandes cantidades a la sangre, alterando el equilibrio de los iones en el organismo. El aumento de potasio en sangre, aparte de producir acidosis metabólica -que se suma a la acidosis respiratoria-, compromete gravemente la función cardíaca, dado que el aumento excesivo de potasio en sangre afecta seriamente a los procesos de estimulación eléctrica del corazón.
Es posible que se instaurara una hiperbilirrubinemia, que consiste en un aumento de bilirrubina en sangre. La bilirrubina es un pigmento orgánico de color amarillo-anaranjado que resulta de la degradación de hemoglobina. Como ya se ha mencionado, la flagelación debió de provocar la ruptura de gran multitud de células, entre ellas, los glóbulos rojos, portadores de hemoglobina. El resultado de la flagelación es un vertido masivo de hemoglobina que, posteriormente, es degradada a bilirrubina.
Por otra parte,la elevación de los niveles de cortisol en plasma como consecuencia del fortísimo stress psíquico y físico que venía sufriendo desde la última cena, impiden la eliminación biliar de bilirrubina yde múltiples sustancias. Estas dos causas incrementan la bilirrubina en sangre, que en gran cantidad es extremadamente tóxica para las neuronas, y puede producir episodios de descoordinación motora, confusión mental y cierta descoordinación intelectual.
El Evangelio no describe en ningún momento ningún dato de alteraciones neurológicas ni psíquicas en Jesús. Todo lo contrario: la capacidad de sufrir, perdonar y aceptar la Pasión revelan una integridad espiritual, psíquica y neurológica. El cuerpo humano de Cristo resistió con especial fortaleza esa condición fisiopatológica.
Por las graves lesiones traumáticas de la flagelación se empiezan a formar coágulos con posibilidad de taponar arterias coronarias, vasos pulmonares y cerebrales, pudiéndose provocar pequeños infartos en algunas regiones. Posible angina de pecho, que provoca un fuerte dolor estrangulante y opresivo.
Los latigazos podían ser varios cientos, dependía de la voluntad del lictor y de la saña de los sayones. La mayor parte de los reos fallecían en el suplicio, por shock hipovolémico, séptico y fallo cardiorespiratorio. Es difícil describir el dolor inefable, paroxístico, en la perfecta naturaleza humana de Jesús.
by Santiago Santidrián
Catedrático de Fisiología de la Facultad de Medicina de la Universidad de Navarra
La cena pascual de los judíoses una comida muy completa: consistía en verduras amargas, cordero asado y pan ácimo, seguramente acompañado de un poco de vino y, desde luego, agua. Excelente aporte de azúcares, aminoácidos, grasas, fibra, minerales y vitaminas, muy adecuada para cubrir las demandas de nutrientes que su organismo iba a necesitar en las siguientes doce horas de agonía y dolor.
Es muy posible que la absorción de glucosa, grasas, aminoácidos y otros nutrientes estuviera seriamente comprometida por la fuerte descarga nerviosa de stress que soportaría poco después, provocando vasoconstricción sobre los vasos del tracto gastrointestinal, de manera que la digestión y la absorción de nutrientes no pudiera realizarse con normalidad.
El alimento en el estómago pudo haber causado una cierta sensación grata de llenado gástrico. Pero no es menos cierto que también, como consecuencia de los múltiples acciones extremadamente dolorosas y violentas que experimentaría después, se produjeran mareos y naúseas -causados por la pérdida abundante de sangre, sensación de desorientación por empujones, golpes en la cabeza, permanecer de pie durante mucho tiempo- y vómitos, que pudieran haber impregnado la ropa, con el olor consiguiente, aumentando más la penuria y postración del Hijo de Dios.
En la cena pascual, Jesús instituye el sacramento de la Eucaristía, momento de gran tensión emocional para Jesús. Judas consuma su traición. Y Jesús conoce, y anuncia, la cercana triple negación de Pedro y la huida, por miedo, de los demás discípulos. Las palabras de Jesús son fuertes y vehementes:“Ardientemente he deseado celebrar esta pascua” (Lc 22, 14). El estado psíquico de Jesús es de gran emoción, angustia, tristeza y, al mismo tiempo, gozo de quien sabe que está a punto de consumar la Redención.
Acabada la cena, partió con sus discípulos al Getsemaní, el Huerto de los Olivos. Dice el Evangelio, que estando allí, “Jesús entró en agonía” (Lc 22, 44): Es la única ocasión en los evangelios en que aparece la palabra agonía, palabra griega que significa “estar dispuesto para el combate, para la lucha”. Jesús agoniza en el sentido de estar dispuesto o preparado para sufrir todo el cúmulo de tormentos –físicos, psicológicos y morales- que Él sabe perfectamente que están a punto de venir, y que culminarán con la muerte en la Cruz.
Podemos imaginar la profunda angustia y abatimiento de Jesús: soledad, tristeza, desconsuelo, gran aflicción. Su naturaleza humana rechaza la pasión: “Si es posible aparta de mí este cáliz” (Lc 22,39), pero acepta la voluntad del Padre. Un ángel le conforta.
En este momento se produjo una intensa descarga nerviosa vegetativa, llamada reacción de alarma o stress, que cursa con una fuerte constricción de los vasos sanguíneos cutáneos, provocando debilidad y ablandamiento de la piel, y vasos abdominales, reconduciendo el flujo sanguíneo a los órganos vitales: corazón y cerebro. Esta descarga nerviosa también produce una gran dilatación de los vasos sanguíneos que rodean las glándulas sudoríparas. Comienza entonces una intensa sudoración que empaparía la ropa de Jesús y al evaporarse causaría una terrible y constante sensación de frío, intensificada por la noche.
El efecto vasodilatador debió de ser incrementado por la liberación glandular a sangre del enzima formador de bradiquinina. Es una enzima que, al actuar sobre una globulina plasmática, da lugar a la formación de bradiquinina, provocando una fuerte acción vasodilatadora adicional. La liberación debradiquinina equivale a una mayor sudoración y por tanto a un mayor enfriamiento al evaporarse el sudor. Es posible que la ropa permaneciera mojada de sudor durante toda la Pasión, lo que podría haber causado una sensación de frío constante.
El grandísimo volumen de sangre que tendrían que soportar los capilares que rodeaban las glándulas sudoríparas debido a la gran vasodilatación, sumado al flujo proveniente de grandes áreas abdominales y superficiales, con el efecto adicional de la bradiquinina, supuso un aumento de presión sanguínea que los pequeños vasos no pudieron soportar, provocando su ruptura.
La sangre de las pequeñas pero numerosas hemorragias locales podría haber salido por capilaridad a través de los propios conductos sudoríparos, especialmente en la cara, frente, palma de las manos y pies, quizá también en la cabeza y cuello, lugares en los que existe una abundante población de glándulas sudoríparas. Se habría vertido hacia el exterior una mezcla de sudor y sangre.
San Lucas, médico, escribe en su evangelio que Jesús sudó sangre (Lc 22, 44) y que la sangre empapó la tierra del suelo del Huerto. Describe una hematidrosis, situación extremadamente rara que se ha descrito en personas sometidas a una fortísima situación de stress en las horas previas a una ejecución cierta, irrevocable y extremadamente cruel.
Posiblemente la pérdida de sangre a causa de la hematidrosis no fuera muy relevante cara al comienzo de un shock hipovolémico (coma provocado por pérdidas importantes de líquido), pero desde luego, no puede de dejar de tenerse en cuenta, especialmente como indicadora de debilidad cutánea y del tremendo shock emocional y psíquico al que estaba sometida la naturaleza humana de Jesús.
Puesto que San Lucas escribe sobre sangre que empapa el suelo, parece que se confirma el diagnóstico de hematidrosis, más que el de cromohidrosis (“agua o sudor coloreado”), que consiste en una sudoración amarillo-verdosa o marrón, compuesta por sudor y restos de glóbulos rojos y hemoglobina oxidada que colorea el sudor. En el Huerto de los Olivos se produjo, pues, la primera hemorragia de la Pasión de Jesús, sin que ningún agente externo mecánico o traumático actuara sobre su cuerpo.
Los mecanismos fisiológicos que acompañan la situación de angustia provocan una dramática elevación de las concentraciones en sangre de adrenalina, noradrenalina, sustancias químicas que dan lugar a una agotadora y extrema taquicardia. También aumentan en sangre el cortisol yglucagón, con aumento de azúcar en sangre, y una bajada de insulina.
Otros efectos de la fuerte situación de stress son: midriasis (contracción pupilar), aceleración del ritmo respiratorio, e hipercortisolemia, que contribuye a la hiperglucemia. La pérdida de agua por sudoración abundante y por la hematidrosis, así como la alta concentración de azúcar en sangre, debieron provocar una sed ardiente, y la aparición de heridas en la mucosa bucal y lingual. Jesús padecería escalofríos y temblores por el frío de la noche y de la ropa empapada por un intenso volumen de sudor enfriado, sumado a la debilidad por el insomnio. No se puede descartar, por otra parte, el comienzo de alteraciones en la coagulación y sistema inmune de Jesús, como un aumento de la agregación plaquetaria y activación de mastocitos tisulares y basófilos circulantes.
La intensa descarga del sistema nervioso pudo producir encefalinas, que junto con las endorfinas y dinorfinas de diversas procedencias, pudieron contribuir a aliviar ligeramente el dolor físico posterior, pues estas sustancias bloquean parte de la vía sensorial termoalgésica y otras áreas supramedulares implicadas en el control endógeno del dolor.
Por la misma descarga nerviosa se pudo haber producido un erizado de los cabellos de la cabeza, a causa de la fuerte contracción de los músculos piloerectores, cuya función se relaciona con procesos termorreguladores conservadores de calor corporal, en la medida que favorecen que se atrapen capas de aire caliente próximas a la piel. Pudo ser también muy posible que la fuerte constricción de los vasos de los folículos pilosos originara isquemia(falta de oxígeno) y pérdida de cabello. Se han descrito casos de pérdida muy grande de pelo como consecuencia de un trance angustioso de gran terror y espanto.
Podemos imaginar el terror de los discípulos al ver el aspecto externo de Jesús que se desprende indudablemente de la hematidrosis: el rostro pálido, lívido, quizás con el cabello erizado, sudoroso, con manchas de sangre visibles en la frente y en la cara, en la negrura de una noche llena de presagios terroríficos y que comienza a iluminarse con luces irregulares procedentes de antorchas de gente que llega: no extraña el espanto de aquellos pobres hombres, medio dormidos, que salen corriendo.
Judas, su amigo, le entrega con un beso. Más dolor y aflicción por la traición de uno de sus elegidos, a quien en el momento de la entrega llama amigo.
Santiago Santidrián
Catedrático de Fisiología de la Facultad de Medicina de la Universidad de Navarra
Tienen una fe inquebrantable en que el pan y el vino se convierten, por las palabras de la consagración, en el Cuerpo y la Sangre de Cristo
En varios textos de los siglos I y II, vemos cómo va evolucionando y construyéndose la liturgia de la Iglesia. Emociona comprobar cómo seguimos celebrando la misma Misa que se celebraba en el siglo I: lo podemos ver en la descripción del Santo Sacrificio que San Justino, en el año 155, hace al emperador Antonino Pío; o en la “Traditio Apostólica” de San Hipólito de comienzos del siglo III.
Los textos que exponemos a continuación son una prueba de que ya desde los primeros tiempos del cristianismo (siglo I), en la Iglesia primitiva existía una fe muy clara en la presencia de Jesucristo en el Pan y en el Vino “eucaristizados”.
En lo referente a la Eucaristía San Ignacio se presenta siempre muy claro y tajante. Llama a la Eucaristía “medicina de inmortalidad” y categóricamente expresa: “La Eucaristía es la carne e nuestro Salvador Jesucristo”.
Condena vigorosamente a los docetas que afirmaban que Jesús no había tenido cuerpo verdadero sino solo aparente, y por este error, comenta San Ignacio, no querían tomar parte de la eucaristía y morían espiritualmente por apartarse del don de Dios.
“Esforzaos, por lo tanto, por usar de una sola Eucaristía; pues una sola es la carne de Nuestro Señor Jesucristo y uno sólo es el cáliz para unirnos con su sangre, un solo altar, como un solo obispo junto con el presbítero y con los diáconos consiervos míos; a fin de que cuanto hagáis, todo hagáis según Dios”
La Didaché es muy tajante al afirmar que no todos pueden participar en la Eucaristía, ya que no se puede “dar lo santo a los perros”. Antes de participar exigue confesar los pecados para que el sacrificio sea puro.
Es un testimonio claro también de que la Iglesia primitiva ya reconocía en la Eucaristía el sacrificio sin mancha y perfecto presentado al Padre en Malaquías 1,11: “Pues desde el sol levante hasta el poniente, grande es mi Nombre entre las naciones, y en todo lugar se ofrece a mi Nombre un sacrificio de incienso y una oblación pura. Pues grande es mi Nombre entre las naciones, dice Yahveh Sebaot”.
Mártir de la fe cristiana hacia el año 165 (decapitado), es considerado el mayor apologeta del Siglo II. San Justino mantiene el testimonio unánime de la Iglesia al confesar que la Eucaristía no es un alimento como tantos, sino que es “carne y sangre de aquel Jesús hecho carne”.
San Justino con toda claridad excluye la permanencia del pan junto con la carne del Señor rechazando la consubstanciación mantenida por los luteranos.
Lo confirma el empleo que inventa San Justino para la palabra “dar gracias”: hasta él había tenido sentido intransitivo; él la usa en pasiva: “alimento eucaristizado”, que al pie de la letra traduciríamos: “alimento hecho acción de gracias”.
Esta pasiva tan dura inventada por San Justino, unida al cambio de construcc ión que acabamos de señalar, acentúa la nota de un cambio obrado en el alimento ordinario en virtud del cual el pan es ahora carne de Cristo.
En la teología presentada por San Ireneo la certeza de que el pan y vino consagrados son cuerpo y sangre de Cristo es diáfana, y explícitamente afirma que “el cáliz es su propia Sangre” (la de Cristo) y “el pan ya no es pan ordinario sino Eucaristía constituida por dos elementos terreno y celestial”.
Se desconoce el lugar y fecha de su nacimiento, aunque se sabe fue discípulo de San Ireneo de Lyon. San Hipólito es tajante en afirmar que se evite con diligencia que el infiel coma de la Eucaristía, ya que “es el cuerpo de Cristo del cual todos los fieles se alimentan y no debe ser despreciado”.
Con respecto a la Eucaristía los escritos de Orígenes van en la misma línea que el resto de los padres. Afirma que “así como el maná era alimento en enigma, ahora claramente la carne del Verbo de Dios es verdadero alimento, como Él mismo dice:Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida”.
En todos estos casos, Orígenes se refiere al “verdadero alimento” no como pan, sino como “la carne del Verbo de Dios”.
Afirma también que recibir el cuerpo indignamente ocasiona ruina para sí mismos y se refiere a la celebración eucarística como “la mesa del cuerpo de Cristo y del cáliz mismo de su sangre”.
Por lo demás, cuán gran delito es el de quienes son admitidos o el de quienes admiten a tocar el cuerpo y sangre del Señor, no habiendo lavado sus manchas por el bautismo de la Iglesia ni habiendo depuesto sus pecados, habiendo usurpado temerariamente la comunión, siendo así que está escrito: Quien quiera que comiera el pan o bebiera el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor.”
"Verás a los ministros que llevan pan y una copa de vino, y lo ponen sobre la mesa; y mientras no se han hecho las invocaciones y súplicas, no hay más que puro pan y bebida. Pero cuando se han acabado aquellas extraordinarias y maravillosas oraciones, entonces el pan se convierte en el Cuerpo y el cáliz en la Sangre de nuestro Señor Jesucristo... Consideremos el momento culminante de estos misterios: este pan y este cáliz, mientras no se han hecho las oraciones y súplicas, son puro pan y bebida; pero así que se han proferido aquellas extraordinarias plegarias y aquellas santas súplicas, el mismo Verbo baja hasta el pan y el cáliz, que se convierten en su cuerpo". (SAN ATANASIO, Sermón a los bautizados, 25)
"Sabiendo que Jesucristo asegura, hablando del pan, que aquello es su cuerpo, ¿quién se atreverá a poner en duda esta verdad? E igualmente dijo después, esta es mi sangre, ¿quién puede dudar o decir que nolo es? En otro tiempo había convertido el agua en vino en Caná de Galilea con sola su voluntad, ¿y no le tendremos por digno de ser creído sobre su palabra, cuando convirtió el vino en su sangre? Si convidado a las bodas humanas y terrenas hizo en ellas un milagro tan pasmoso, ¿no debemos reconocer que aquí dio a los hijos del Esposo a comer su cuerpo y beber su sangre?" (SAN CIRILO DE JERUSALÉN, Catequesis Mistagógica, 4, 7).
Son especialmente expresivas las palabras de San Cirilo, obispo de Jerusalén a partir del 348, que para manifestar nuestra unión tan plena con Cristo en la Eucaristía dice que nos hacemos una misma cosa con Él…
"Para que cuando tomes el cuerpo y la sangre de Cristo, te hagas “concorpóreo” y “consanguíneo” suyo (un mismo cuerpo y sangre con Él); y así, al distribuirse en nuestros miembros su Cuerpo y su Sangre, nos convertimos en portadores de Cristo (Cristóforos). De está manera -según la expresión de San Pedro- también nos hacemos partícipes de la naturaleza divina". (SAN CIRILO DE JERUSALÉN, Catequesis Mistagógica, 4, 3).
"Adoctrinados y llenos de esta fe certísima, debemos creer que aquello que parece pan no es pan, aunque su sabor sea de pan, sino el cuerpo de Cristo; y que lo que parece vino no es vino, aunque así le parezca a nuestro paladar, sino la sangre de Cristo". (SAN CIRILO DE JERUSALEN, Catequesis sobre los misterios>, 22, 1).
Este es un pequeño resumen de lo que la Iglesia enseñó durante los primeros cuatro siglos,en el que se ve cómo los primeros cristianos -desde el principio- tenían una fe firme en la presencia de Cristo en la Eucarístía.
Bibliografía
Gabriel Larrauri (Orar con los Primeros Cristianos, Planeta Testimonio 2011)
José Miguel Arráiz (apologeticacatolica.org)
Textos Eucaristicos Primitivos, Tomos I por Jesús Solano, B.A.C.
Padres apostólicos, por Daniel Ruiz Bueno, B.A.C. Padres apologetas griegos, Daniel Ruiz Bueno, B.A.C.
Las descripciones de estos padecimientos están relatadas con sobriedad y sin exageraciones, pero a la vez con la crudeza que tuvieron.
Pensamos que pueden ayudar a revivir la Pasión personalmente y comprender más a fondo cómo fueron esos sufrimientos.
La conclusión es que la naturaleza humana de Cristo era de una fortaleza tremenda para aguantar lo que aguantó.
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by Santiago Santidrián. Perfil de BiomedExperts.
Catedrático de Fisiología de la Facultad de Medicina de la Universidad de Navarra
primeroscristianos.com
Ver en Wikipedia
La víspera de la fiesta de Pascua, como Jesús sabía que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin (Jn 13, 1). Estas palabras solemnes de san Juan, que resuenan con familiaridad en nuestros oídos, nos introducen en la intimidad del Cenáculo.
Habían preguntado los discípulos. Id a la ciudad —respondió el Señor— y os saldrá al encuentro un hombre que lleva un cántaro de agua. Seguidle, y allí donde entre decidle al dueño de la casa: «El Maestro dice: "¿Dónde tengo la sala, donde pueda comer la Pascua con mis discípulos?"» Y él os mostrará una habitación en el piso de arriba, grande, ya lista y dispuesta. Preparádnosla allí (Mc 14, 13-15).
Conocemos los acontecimientos que sucedieron después, durante la Última Cena del Señor con sus discípulos: la institución de la Eucaristía y de los Apóstoles como sacerdotes de la Nueva Alianza; la discusión entre ellos sobre quién se consideraba el mayor; el anuncio de la traición de Judas, del abandono de los discípulos y de las negaciones de Pedro; la enseñanza del mandamiento nuevo y el lavatorio de los pies; el discurso de despedida y la oración sacerdotal de Jesús...
El Cenáculo sería ya digno de veneración solo por lo que ocurrió entre sus paredes aquella noche, pero además allí el Señor resucitado se apareció en dos ocasiones a los Apóstoles, que se habían escondido dentro con las puertas cerradas por miedo a los judíos (Cfr. Jn 20, 19-29); la segunda vez, Tomás rectificó su incredulidad con un acto de fe en la divinidad de Jesús: ¡Señor mío y Dios mío! (Jn 20, 28).
Los Hechos de los Apóstoles nos han transmitido también que la Iglesia, en sus orígenes, se reunía en el Cenáculo, donde vivían Pedro, Juan, Santiago y Andrés, Felipe y Tomás, Bartolomé y Mateo, Santiago de Alfeo y Simón el Zelotes, y Judas el de Santiago. Todos ellos perseveraban unánimes en la oración, junto con algunas mujeres y con María, la madre de Jesús, y sus hermanos (Hch 1, 13-14). El día de Pentecostés, en aquella sala recibieron el Espíritu Santo, que les impulsó a ir y predicar la buena nueva.
Vista del Cenáculo en Jerusalén
Los evangelistas no aportan datos que permitan identificar este lugar, pero la tradición lo sitúa en el extremo suroccidental de Jerusalén, sobre una colina que empezó a llamarse Sión solo en época cristiana. Originalmente, este nombre se había aplicado a la fortaleza jebusea que conquistó David; después, al monte del Templo, donde se custodiaba el Arca de la Alianza; y más tarde, en los salmos y los libros proféticos de la Biblia, a la entera ciudad y sus habitantes; tras el destierro en Babilonia, el término adquirió un significado escatológico y mesiánico, para indicar el origen de nuestra salvación.
Recogiendo este sentido espiritual, cuando el Templo fue destruido en el año 70, la primera comunidad cristiana lo asignó al monte donde se hallaba el Cenáculo, por su relación con el nacimiento de la Iglesia.
Recibimos testimonio de esta tradición a través de san Epifanio de Salamina, que vivió a finales del siglo IV, fue monje en Palestina y obispo en Chipre. Relata que el emperador Adriano, cuando viajó a oriente en el año 138, «encontró Jerusalén completamente arrasada y el templo de Dios destruido y profanado, con excepción de unos pocos edificios y de aquella pequeña iglesia de los Cristianos, que se hallaba en el lugar del cenáculo, adonde los discípulos subieron tras regresar del monte de los Olivos, desde el que el Salvador ascendió a los cielos.
Estaba construida en la zona de Sión que sobrevivió a la ciudad, con algunos edificios cercanos a Sión y siete sinagogas, que quedaron en el monte como cabañas; parece que solo una de estas se conservó hasta la época del obispo Máximo y el emperador Constantino» (San Epifanio di Salamina, De mensuris et ponderibus, 14).
Este testimonio coincide con otros del siglo IV: el transmitido por Eusebio de Cesarea, que elenca veintinueve obispos con sede en Sión desde la era apostólica hasta su propio tiempo; el peregrino anónimo de Burdeos, que vio la última de las siete sinagogas; san Cirilo de Jerusalén, que se refiere a la iglesia superior donde se recordaba la venida del Espíritu Santo; y la peregrina Egeria, que describe una liturgia celebrada allí en memoria de las apariciones del Señor resucitado.
Por diversas fuentes históricas, litúrgicas y arqueológicas, sabemos que durante la segunda mitad del siglo IV la pequeña iglesia fue sustituida por una gran basílica, llamada Santa Sión y considerada la madre de todas las iglesias.
Además del Cenáculo, incluía el lugar de la Dormición de la Virgen, que la tradición situaba en una vivienda cercana; también conservaba la columna de la flagelación y las reliquias de san Esteban, y el 26 de diciembre se conmemoraba allí al rey David y a Santiago, el primer obispo de Jerusalén. Se conoce poco de la planta de este templo, que fue incendiado por los persas en el siglo VII, restaurado posteriormente y de nuevo dañado por los árabes.
Cuando los cruzados llegaron a Tierra Santa, en el siglo XII, reconstruyeron la basílica y la llamaron Santa María del Monte Sión. En la nave sur de la iglesia estaba el Cenáculo, que seguía teniendo dos pisos, cada uno dividido en dos capillas: en el superior, las dedicadas a la institución de la Eucaristía y la venida del Espíritu Santo; y en el inferior, las del lavatorio de los pies y las apariciones de Jesús resucitado.
En esta planta se colocó un cenotafio —monumento funerario en el que no está el cadáver del personaje al que se dedica— en honor de David. Reconquistada laCiudad Santa por Saladino en 1187, la basílica no sufrió daños, e incluso se permitieron las peregrinaciones y el culto. Sin embargo, esta situación no duró mucho: en 1244, la iglesia fue definitivamente destruida y solo se salvó el Cenáculo, cuyos restos han llegado hasta nosotros.
La sala gótica actual data del siglo XIV y se debe a la restauración realizada por los franciscanos, sus dueños legítimos desde 1342. Los frailes se habían hecho cargo del santuario siete años antes y habían edificado un convento junto al lado sur. En la fecha citada, por bula papal, quedó constituida la Custodia de Tierra Santa y les fue cedida la propiedad del Santo Sepulcro y el Cenáculo por los reyes de Nápoles, que a su vez la habían adquirido al Sultán de Egipto.
No sin dificultades, los franciscanos habitaron en Sión durante más de dos siglos, hasta que fueron expulsados por la autoridad turca en 1551. Ya antes, en 1524, les había sido usurpado el Cenáculo, que quedó convertido en mezquita con el argumento de que allí se encontraría enterrado el rey David, considerado profeta por los musulmanes. Así permaneció hasta 1948, cuando pasó a manos del estado de Israel, que lo administra todavía.
Se accede al Cenáculo a través de un edificio anexo, subiendo unas escaleras interiores y atravesando una terraza a cielo abierto. Se trata de una sala de unos 15 metros de largo y 10 de ancho, prácticamente vacía de adornos y mobiliario. Varias pilastras en las paredes y dos columnas en el centro, con capiteles antiguos reutilizados, sostienen un techo abovedado. En las claves quedan restos de relieves con figuras de animales; en particular, se reconoce un cordero.
Algunos añadidos son evidentes, como la construcción hecha en 1920 para la plegaria islámica en la pared central, que tapa una de las tres ventanas, o un baldaquino de época turca sobre la escalera que lleva al nivel inferior; este dosel se apoya en una columnita cuyo capitel es cristiano, pues está adornado con el motivo eucarístico del pelícano que alimenta a sus crías.
La pared de la izquierda conserva partes que se remontan a la era bizantina; a través de una escalera y una puerta, se sube a la pequeña sala donde se recuerda la venida del Espíritu Santo. En el lado opuesto a la entrada, hay una salida hacia otra terraza, que comunica a su vez con la azotea y se asoma al claustro del convento franciscano del siglo XIV.
En la actualidad no es posible el culto en el Cenáculo. Solamente el beato Juan Pablo II gozó del privilegio de celebrar la Santa Misa en esta sala, el 23 de marzo de 2000. Cuando Benedicto XVI viajó a Tierra Santa en mayo de 2009, rezó allí el Regina coeli junto con los Ordinarios del país. Debido a la existencia del cenotafio en honor de David, que se veneraba como la tumba del rey bíblico, muchos judíos acuden al nivel inferior para rezar ante ese monumento.
La presencia cristiana en el monte Sión pervive en la basílica de la Dormición de la Virgen —que incluye una abadía benedictina— y el convento de San Francisco. La primera fue construida en 1910 sobre unos terrenos que obtuvo Guillermo II, emperador de Alemania; la cúpula del santuario, con un tambor muy esbelto, se distingue desde muchos puntos de la ciudad. En el convento franciscano, fundado en 1936, se encuentra el Cenacolino o iglesia del Cenáculo, el lugar de culto más cercano a la sala de la Última Cena.
Fijaos ahora en el Maestro reunido con sus discípulos, en la intimidad del Cenáculo. Al acercarse el momento de su Pasión, el Corazón de Cristo, rodeado por los que Él ama, estalla en llamaradas inefables (Amigos de Dios, 222). Ardientemente había deseado que llegara esa Pascua (Cfr. Lc 22, 15), la más importante de las fiestas anuales de Israel, en la que se revivía la liberación de la esclavitud en Egipto.
Estaba unida a otra celebración, la de los Ácimos, en recuerdo de los panes sin levadura que el pueblo debió tomar durante su huida precipitada del país del Nilo. Aunque la ceremonia principal de aquellas fiestas consistía en una cena familiar, esta poseía un carácter religioso fuerte: «era conmemoración del pasado, pero, al mismo tiempo, también memoria profética, es decir, anuncio de una liberación futura» (Benedicto XVI, Exhort. apost. Sacramentum caritatis, 10).
Durante esa celebración, el momento decisivo era el relato de la Pascua o hagadá pascual. Empezaba con una pregunta del más joven de los hijos al padre:
La respuesta daba ocasión para narrar con detalle la salida de Egipto. El cabeza de familia tomaba la palabra en primera persona, para simbolizar que no solo se recordaban aquellos hechos, sino que se hacían presentes en el ritual.
Al terminar, se entonaba un gran cántico de alabanza, compuesto por los salmos 113 y 114, y se bebía una copa de vino, llamada de la hagadá. Después, se bendecía la mesa, empezando por el pan ácimo. El principal lo tomaba y daba un trozo a cada uno con la carne del cordero.
Una vez tomada la cena, se retiraban los platos y todos se lavaban las manos para continuar la sobremesa. La conclusión solemne se comenzaba sirviendo el cáliz de bendición, una copa que contenía vino mezclado con agua. Antes de beberlo, el que presidía, puesto en pie, recitaba una larga acción de gracias.
Al tener la Última Cena con los Apóstoles en el contexto del antiguo banquete pascual, el Señor lo transformó y le dio su sentido definitivo: «en efecto, el paso de Jesús a su Padre por su muerte y su resurrección, la Pascua nueva, es anticipada en la Cena y celebrada en la Eucaristía que da cumplimiento a la pascua judía y anticipa la pascua final de la Iglesia en la gloria del Reino» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1340).
Cuando el Señor en la Última Cena instituyó la Sagrada Eucaristía, era de noche (...). Se hacía noche en el mundo, porque los viejos ritos, los antiguos signos de la misericordia infinita de Dios con la humanidad iban a realizarse plenamente, abriendo el camino a un verdadero amanecer: la nueva Pascua. La Eucaristía fue instituida durante la noche, preparando de antemano la mañana de la Resurrección (Es Cristo que pasa, 155).
En la intimidad del Cenáculo, Jesús hizo algo sorprendente, totalmente inédito: tomando pan, dio gracias, lo partió y se lo dio diciendo:
—Esto es mi cuerpo, que es entregado por vosotros. Haced esto en memoria mía (Lc 22, 19).
Sus palabras expresan la radical novedad de esta cena con respecto a las anteriores celebraciones pascuales. Cuando pasó el pan ácimo a los discípulos, no les entregó pan, sino una realidad distinta: esto es mi cuerpo. «En el pan partido, el Señor se reparte a sí mismo (...). Al agradecer y bendecir, Jesús transforma el pan, y ya no es pan terrenal lo que da, sino la comunión consigo mismo» (Benedicto XVI, Homilía de la Misa in Cena Domini, 9-IV-2009). Y al mismo tiempo que instituyó la Eucaristía, donó a los Apóstoles el poder de perpetuarla, por el sacerdocio.
También con el cáliz Jesús hizo algo de singular relevancia: tomó del mismo modo el cáliz, después de haber cenado, y se lo pasó diciendo:
—Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros (Lc 22, 20).
Ante este misterio, el beato Juan Pablo II planteaba:
«¿Qué más podía hacer Jesús por nosotros? Verdaderamente, en la Eucaristía nos muestra un amor que llega "hasta el extremo" (Jn 13, 1), un amor que no conoce medida. Este aspecto de caridad universal del Sacramento eucarístico se funda en las palabras mismas del Salvador. Al instituirlo, no se limitó a decir "Éste es mi cuerpo", "Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre", sino que añadió "entregado por vosotros... derramada por vosotros" (Lc 22, 19-20). No afirmó solamente que lo que les daba de comer y beber era su cuerpo y su sangre, sino que manifestó su valor sacrificial, haciendo presente de modo sacramental su sacrificio, que cumpliría después en la cruz algunas horas más tarde, para la salvación de todos» (Beato Juan Pablo II, Litt. enc. Ecclesia de Eucharistia, 17-IV-2003, 11-12).
Benedicto XVI, dirigiéndose a los Ordinarios de Tierra Santa en el mismo lugar de la Última Cena, enseñaba: «en el Cenáculo el misterio de gracia y salvación, del que somos destinatarios y también heraldos y ministros, solo se puede expresar en términos de amor» (Benedicto XVI, Rezo del Regina Coeli con los Ordinarios de Tierra Santa): el de Dios, que nos ha amado primero y se ha quedado realmente presente enla Eucaristía, y el de nuestra respuesta, que nos lleve a entregarnos generosamente al Señor y a los demás.
Ante Jesús Sacramentado —¡cómo me gusta hacer un acto de fe explícita en la presencia real del Señor en la Eucaristía!—, fomentad en vuestros corazones el afán de transmitir, con vuestra oración, un latido lleno de fortaleza que llegue a todos los lugares de la tierra, hasta el último rincón del planeta donde haya un hombre que gaste generosamente su existencia en servicio de Dios y de las almas (Amigos de Dios, 154).
http://www.es.josemariaescriva.info/
“Fue traspasado por nuestras rebeldías, triturado por nuestras culpas. Por sus llagas hemos sido curados” (Is, 53).
Solamente en el contexto de estas palabras de Isaías puede entenderse en toda su profundidad La Pasión de Cristo, de Mel Gibson. De hecho, la cinta se abre con esta profecía, la del siervo sufriente, sobreimpresionada en pantalla.
Esto no es un sermón. Vamos a hablar de cine, pero en toda producción artística es indispensable contar con la intención del autor, y lo que pretende un director católico como Mel Gibson con esta película no es sino mover al espectador a rezar. Un análisis de esta cinta, por tanto, no puede prescindir de una importante consideración religiosa.
Be-mah nishtanah ha-layla ha-zot mi khol ha-layelot (¿Por qué esta noche es distinta a todas las noches?). Estas son las únicas palabras en hebreo de la cinta (el resto está en arameo y en latín), y las dice la Virgen María. Se trata de una pregunta ritual que siempre se hace en hebreo, aún hoy, en los primeros momentos de la cena pascual.
La respuesta la da la Magdalena y es “Porque antes éramos esclavos y ya no lo somos”. Con estas palabras Gibson nos enmarca perfectamente en la acción que va a tener lugar, pues establece el paralelismo entre la Pascua judía y la muerte de Cristo: el Antiguo y el Nuevo Testamento. La historia es de sobra conocida, al igual que los personajes: las últimas horas de la vida de Cristo, desde la oración en el huerto hasta la resurrección.
Gibson basa el guión en los evangelios y en las revelaciones de la beata Ana Catalina Emmerick sobre la Pasión, aunque también se toma ciertas licencias que no obstaculizan el tema central de la película.
En la primera escena, la de la agonía en el Huerto de los Olivos, Gibson nos introduce perfectamente en el clímax de la historia con una atrevida y excelente fotografía, esa misteriosa luz azul que inunda la pantalla. Allí vemos un Jesús al que no estamos acostumbrados, que tiene miedo, al que le caen sudores fríos y de sangre, que apenas puede mantenerse en pie.
Vemos más que nunca su naturaleza humana, que, ante lo que se le viene encima, ruega al Padre para que le libre de esos padecimientos. También está allí el diablo con forma corporal -una de las licencias del director-.
“Si es posible, pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la Tuya”.
Haremos ahora un recorrido por la película fijándonos en la interacción entre Jesús y el resto de personajes, muchas veces en forma de miradas del Salvador. La respuesta a estas miradas cambia según el personaje.
La primera de ellas se produce en el huerto. Pedro saca la espada para proteger a su Maestro y le corta la oreja a uno de los guardias, Malco. Entonces, Jesús, ordena a Pedro que suelte el arma y cura la oreja de Malco. La beata Emmerick dice que, después de su encuentro con Cristo, Malco estuvo cerca de María aquel día. En sus ojos se ve el reconocimiento de la divinidad de Jesús.
Más adelante, justo antes de que Jesús sea juzgado por el Sanedrín, Gibson echa mano por primera vez a algo que se hará frecuente durante el filme, el flashback. Con este recurso el director pretende dos cosas. La primera, completar la explicación del sentido de la muerte de Cristo.
La segunda, darle “respiros” al espectador, pues todos los flashbacks son escenas de alegría y de paz que contrastan con la tensión y el sobrecogimiento del espectador ante los episodios la Pasión. En este caso se trata de la deliciosa escena en el taller de Jesús.
“- Mesa alta, sillas altas.- Esto nunca va a estar de moda”.
Acabado el juicio ante Caifás, una vez que Jesús ya ha sido condenado a muerte, tienen lugar las tres negaciones de Pedro. El apóstol asegura por tercera vez no conocer a Jesús y es entonces cuando ve la mirada dolida de su Amigo.
El director sigue en este pasaje el relato del evangelista San Lucas: “El Señor se volvió y miró a Pedro” (Lc 22, 61). Pero el apóstol, a pesar de haber cometido tan grave traición a su Maestro, a diferencia de Judas, no se abandona a la desesperanza, sino que busca auxilio en María
.
“Antes de que el gallo cante dos veces, tú me habrás negado tres”.
María, refugio de los pecadores.
Jesús ya ha sido juzgado y condenado a muerte. Cuando el patio de la casa de Caifás se ha vaciado, la Virgen, San Juan y María Magdalena se quedan solos. Gibson nos muestra entonces, de forma simbólica, la conexión entre Jesús y su Madre.
María se dirige a un sitio concreto y apoya la cara en el suelo. La cámara baja perpendicularmente, como adentrándose en la tierra, hasta llegar al sitio exacto donde Jesús espera el juicio ante Pilato. Es la identificación de ambos con la voluntad del Padre: a pesar del dolor, ambos aceptan la Pasión para la redención del género humano.
Jesús es llevado ante Pilato. Hristo Sopov, el actor que encarna al procurador romano, refleja a la perfección la lucha interior del personaje por tratar de liberar a Cristo. También vemos las dudas del personaje con su pregunta a Jesús en el pretorio: Quid est veritas? Pilato le transmite sus inquietudes a Claudia, su mujer, y ésta intenta convencerlo de que no condene a Jesús.
Un autor anónimo de la Edad Media respondió la pregunta de Pilato usando las mismas letras:
- Quid est veritas? (¿Qué es la verdad?)
- Est vir qui adest (Es el varón que tienes delante).
Uno de los intentos del gobernador por conseguir que los judíos dejen de pedir la crucifixión para Jesús es darle “un castigo severo, pero sin permitir que lo maten”. Con ello pretende que al mostrárselo al pueblo, este se apiade ante las heridas de Jesús.
La flagelación es sin duda la escena más dura de toda la película. No se le oculta nada al espectador, hasta el punto de que algunos han puesto el grito en el cielo por la crudeza de las imágenes. Aunque no estoy del todo de acuerdo con ellos, sí que pienso que hay un par de momentos que sobran (el flagelazo que se incrusta en el costado de Cristo y el que le da en la frente).
Pero en general, no es una escena sensacionalista sino realista. En esta secuencia se suceden dos miradas significativas. Justo antes de empezar a recibir los golpes, Jesús levanta la los ojos al cielo, dirigiéndose al Padre. La flagelación empieza con treinta golpes dados con varas de madera, al cabo de los cuales vemos a los verdugos recuperando el aliento y a Jesús postrado en el suelo. En ese momento, llega la Virgen. Jesús la mira. Y se levanta.
“Mi corazón está preparado, Padre”.
María mira a Jesús…
… y Jesús mira a su Madre.
Ante la increíble resistencia de Jesús, los soldados cambian las varas de madera por los flagella, unas correas acabadas en bolas de plomo sin pulir y en hierros cortantes. Durante esta parte de la flagelación vuelve a aparecer el demonio en forma corporal. Este, lleva en brazos a un niño monstruoso, que representa el pecado.
“Hijo mío, ¿cuándo, dónde, cómo decidirás librarte de todo esto?”.
“Ecce Homo”.
Avanzamos hasta cuando Cristo, después de que Pilato desista y se lave las manos, carga con la cruz. Me fijaré solo en algunos detalles. El primero de ellos, el “duelo de miradas” entre María y Satanás, cada uno a un lado de la calle por donde pasa Jesús llevando la cruz. La Inmaculada contra el Príncipe de la mentira. La Llena de gracia se enfrenta al padre del pecado.
“Establezco hostilidades entre ti y la Mujer, entre su estirpe y la suya” (palabras a la serpiente en el Génesis 3, 15).
En medio del camino hacia el Calvario, Gibson nos regala, al menos en mi opinión, la escena más bella de la película: el encuentro de Jesús y de María. Lo hace, de nuevo, apoyándose en un flashback. María ve caer a Jesús con la cruz y recuerda a un Jesús niño que se cae mientras está jugando. La música acompaña a la Virgen que corre hacia el Señor y le dice las mismas palabras que en aquella ocasión en Nazaret, “Aquí estoy”. Jesús mira a su Madre y dice:
“¿Ves, Madre? Yo hago nuevas todas las cosas”
Uno de los legionarios repara en la escena. Se queda pensativo mirando a María. Al final de la película, será uno de los personajes que acaben creyendo en Jesús. De la secuencia se deduce de nuevo la idea de que María nos lleva a Jesús.
Nada más separarse de su madre, Jesús se levanta, mira al Cielo, en un gesto que reafirma al espectador en que el Salvador acepta lavoluntad del Padre.
Otra de esas miradas del Señor es la que dirige a Simón de Cirene. Este personaje es forzado a ayudar a Jesús a llevar la cruz. En un principio, su reacción es de repulsa, pero a medida que va conociendo a Jesús se da cuenta de que el hombre que tiene delante no es un hombre cualquiera.
Jesús ha llegado al Calvario, pero está destrozado y no puede ponerse en pie. El cireneo baja la colina entre sollozos, y mientras él baja, la Virgen, San Juan y la Magdalena coronan el Gólgota. Jesús ve llegar a su madre y, como sucediera antes durante la flagelación, su visión le devuelve las fuerzas y el Salvador se incorpora.
Los soldados rasgan la túnica de Jesús y Gibson introduce el último flashback, esta vez remontándose solo unas pocas horas, hasta la última cena. Allí, Cristo instituye la Eucaristía, que no es otra cosa sino el memorial de su Pasión. Gibson compone un relato muy eucarístico con esta escena.
“Esto es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros”.
Después de tres largas horas de agonía, Jesús entrega el espíritu. Como se cuenta en el Evangelio, Gibson nos enseña el velo del templo rasgándose y el temblor de tierra, pero añade una licencia muy interesante. Es el demonio dando un alarido de rabia. Sabe que ha perdido, Cristo ha vencido al pecado y a la muerte y nos ha dado la libertad de los hijos de Dios.
El cadáver de Jesús es desclavado y descolgado de la cruz. María lo toma en sus brazos y, rompiendo todos los cánones del cine, mira directamente al espectador, como diciéndole: “Aquí está. Mírale. Lo ha hecho por ti”. La cámara se va alejando lentamente y nos muestra una pietá sangrante. Para mí, el mejor plano -tanto simbólica como técnicamente- de la película.
“El castigo de nuestra salvación pesó sobre Él y en Sus llagas hemos sido curados”.
Pero este no es el final…
En resumen, una película excelente. ¿Real? Por supuesto. ¿Demasiado violenta? No lo creo (salvo los dos detalles mencionados de la flagelación). La fotografía es cautivadora, sobre todo en el huerto de los olivos y en el Calvario.
El ritmo es muy adecuado, pues Gibson sabe comprimir muchas escenas sin que parezcan atropelladas (sin dejarse ninguna de las catorce estaciones del vía crucis) y repara en la necesidad del espectador de “respirar” de vez en cuando.
La banda sonora es perfecta acompañadora. Majestuosa, cuando se levanta la cruz y se deja ver al Rey de los judíos. Inquietante e incluso irritante, en las escenas del huerto y en las de Judas. Épica, como en la Resurrección. Pero también cálida cuando hace falta. Cabe destacar la música en la escena del encuentro entre Jesús y María.
Jim Caviezel encarna a la perfección a Jesús, tarea nada fácil, sencillamente porque sabe no estorbar (cuántos “Jesuses” del cine nos han decepcionado).
Pero la mejor interpretación de la película es, sin ninguna duda, la de Maia Morgenstern, pues es capaz de transmitirnos dos valores en principio contrapuestos, la amargura de una madre que ve morir a su hijo y la serenidad de quien sabe que lo que está sucediendo es para la redención del hombre. Esta película no se entiende sin María.
Jaime Cervera (@jcervera_)
Fuente: Rick's
Este post ofrece un breve comentario de las siete películas que mejor han reflejado la crucifixión y muerte de Jesús. En cada una indicamos el director (D) y, si tiene un papel relevante, también el actor que encarnó a Jesucristo (J).
Muestra con realismo y crudeza los tormentos que sufrió Jesús: los azotes, la subida al Calvario, la crucifixión. Vemos el papel de María en la Redención y su especial sintonía con su Hijo.
Sin duda la versión más completa de los sufrimientos de Cristo, con abundantes símbolos y metáforas.
La más conocida y la que más ha influido en el público. 126 min.
Película que mantiene muy bien el ritmo, con un guión rico en matices sobre los sentimientos de Jesús, al que muestra en una faceta a la vez divina y humana (no tan solemne como en otros filmes de la época).
Duvivier tomó todos los diálogos de los Evangelios, componiendo las escenas con una estética preciosista, y con un tono lírico sin precedentes. En este filme se inspiró Zeffirelli para construir su serial televisivo Jesus de Nazaret. 95 min.
D: Ferdinand Zecca, producida por la casa Pathé con fotografía de Segundo de Chomón. El público acogió el filme con entusiasmo, y Zecca decidió entonces ampliar el proyecto, escribiendo un guión más amplio que abarcaba la vida entera de Jesús. Entre 1903 y 1906, filmó otras escenas que incorporó a las ya rodadas; y al final, la cinta contenía 37 cuadros que contaban la vida entera de Cristo.
Este filme compitió duramente con otro de los Lumiere titulado La Vie et la Passion de Jésus-Christ.
El filme de Vincent hace referencia a una representación multitudinaria que, cada cierto tiempo —desde 1634—, lleva a cabo el pueblo entero de Oberammergau, en Baviera, durante la Semana Santa.
Inspirado en ella, escribió su propia historia de la Pasión y filmó la película en el Museo de cera y en el Gran Central Palace de Nueva York.
Judá Ben Hur, un aristócrata judío injustamente condenado a galeras, encuentra ayuda y consuelo en Jesús de Nazaret, a quien nunca olvidará.
Con el tiempo, ambos vuelven a encontrarse en el momento de la crucifixión: un encuentro que permite a Ben Hur convertirse, volver a la fe perdida y recuperar a su madre y a su hermana, enfermas de lepra. 212 min.
Primera película en Cinemascope, que obtuvo cinco candidaturas a los Oscar, incluidos los de mejor película y mejor actor (Richard Burton). Burton interpreta a Marcelo Gallo, el centurión romano encargado de supervisar la crucifixión, cuya vida cambia para siempre cuando, al pie de la cruz, gana la túnica de Cristo en un juego de apuestas. 135 min.
La historia se centra en el personaje del malhechor (interpretado por Anthony Quinn) que fue liberado por Poncio Pilato en lugar de Jesús.
Esta figura del ladrón nos es presentada con realismo, como un hombre violento y asesino, pero cuya existencia queda marcada para siempre por la obsesión de que un hombre bueno, al que muchos creían Hijo de Dios, sufrió la muerte miserable a la que él estaba condenado.
Otras películas han tratado también, directa o indirectamente, el relato de la pasión de Cristo. Pero ninguna con la fidelidad de las 4 primeras ni con la sincera emotividad de las 3 últimas. Feliz Semana Santa, también con ayuda del cine.
Después de una larga jornada llegó Jesús a Betania, pequeña ciudad que se encontraba en el camino de Jericó a Jerusalén y muy próxima a ésta (unos tres kilómetros). Allí, como hemos visto, tenía el Señor grandes amigos y era siempre bien recibido. San Juan señala que esto ocurre seis días antes de la Pascua. Quizá, por tanto, el viernes, antes de que comenzara el descanso sabático.
Antes nos ha advertido que Jesús no subió a la Pascua tan temprano como otros peregrinos que preguntaban por Él.
Durante esta última semana, el Señor permanecerá todo el día enseñando en el Templo, pero por la tarde volverá a Betania para pasar la noche, probablemente en casa de Marta, de María y de Lázaro. Allí se encontraba bien con sus amigos.
Al día siguiente de su llegada, el sábado, le prepararon una cena en casa de Simón el leproso (Mc), quizá un discípulo a quien Jesús habría curado de esa enfermedad. Es presentado por San Marcos como una persona conocida. En aquella cena, Marta servía, y Lázaro era uno de los que estaban a la mesa con él (Jn).
Las dos familias debían de estar muy unidas. Fue ésta una comida bien cuidada, para recibir con afecto al Maestro y para que éste restaurase sus fuerzas después de llevar tantos días transitando por caminos polvorientos y comiendo lo que le ofrecían. También era un modo de agradecer la vuelta a la vida de Lázaro, que había tenido lugar pocas semanas antes. Relatan este suceso San Mateo, San Marcos y San Juan.
Era costumbre de la hospitalidad de Oriente honrar a un huésped ilustre con agua perfumada después de lavarse. Pero apenas se sentó Jesús, María tomó un frasco de alabastro que contenía una libra de perfume muy caro, de nardo puro. Se acercó por detrás al diván donde estaba recostado Jesús y ungió sus pies y los secó con sus cabellos (Jn).
No quitó el sello del frasco, sino que lo rompió (Mc) por el cuello alargado que solían tener estas vasijas, para que ya nadie lo pudiera aprovechar, y lo derramó abundantemente, hasta la última gota, primero en su cabeza (Mc) y luego en sus pies (Jn). Juan, que estaba presente, recuerda al escribir su evangelio que toda la casa se llenó de la fragancia del perfume. Jesús la dejó hacer.
María tenía preparado aquel frasco de alabastro para cuando llegara el Maestro. Quizá conocía la unción de aquella mujer en Galilea y se sintió movida a llevar a cabo algo parecido.
Jesús agradeció mucho esta acción de María. En medio de tantas sombras como se le vienen encima, este gesto debió de llegarle al corazón. Pero el gesto de María no les pareció bien a todos. Algunos de los presentes –San Juan señala expresamente a Judas– comenzaron a murmurar: ¿Para qué ha hecho este derroche de perfume? Se podía haber vendido por más de trescientos denarios, y darlo a los pobres (Mc). Añade San Marcos que se irritaban contra ella. No pueden con su generosidad.
San Juan nos dice los verdaderos motivos de las críticas de Judas: Pero esto lo dijo no porque él se preocupara de los pobres, sino porque era ladrón, y, como tenía la bolsa, se llevaba lo que echaban en ella. Judas era el que administraba el poco dinero del que disponían. Y el evangelista no vacila en escribir que era ladrón.
Jesús salió enseguida en defensa de María y anunció veladamente la proximidad de su muerte (faltaba ya menos de una semana), y hasta se vislumbraba en sus palabras que sería tan inesperada que apenas habría tiempo para embalsamar su cuerpo tal como era costumbre.
Jesús miró con afecto a María y luego se dirigió a todos:
Dejadla, ¿por qué la molestáis? Ha hecho una buena obra conmigo, pues a los pobres los tenéis siempre con vosotros, y podéis hacerles bien cuando queráis; a mí, en cambio, no siempre me tenéis. Ha hecho cuanto estaba en su mano: se ha anticipado a embalsamar mi cuerpo para la sepultura.
Aquella muestra de afecto de María dura hasta nuestros días: En verdad os digo: dondequiera que se predique el Evangelio en todo el mundo, se contará también lo que ella ha hecho, para memoria suya.
Este suceso determinó en buena medida el modo en que se desarrollaron los acontecimientos posteriores. Judas debió de sentirse herido por las palabras del Maestro y por el elogio que hizo de María. Todos sus rencores se pusieron de pie. Decidió ir aquella noche a los príncipes de los sacerdotes, y les ofreció entregar a Jesús. Ellos se alegraron y le prometieron dinero. Desde aquel momento buscaba cómo podría entregarlo en un momento oportuno (Mc).
La resurrección de Lázaro había tenido una gran resonancia en toda Judea. Por eso, muchos (Jerusalén estaba repleta ya de peregrinos) se acercaron a Betania, no sólo para ver a Jesús, sino también por Lázaro. Eran incontables los que habían pasado ya por allí, y muchas debieron ser las explicaciones que dieron Marta y María, y hasta el propio Lázaro.
Por eso, los príncipes de los sacerdotes decidieron también dar muerte a Lázaro, pues muchos por su causa se apartaban de los judíos y creían en Jesús (Jn).
Lázaro era un testimonio vivo de la divinidad de Jesús.
Ver en Wikipedia
Vida de Jesús (Fco Fz Carvajal)
Jesús es presentado como el Rey-Mesías, que entra y toma posesión de su ciudad. Pero no entra como un rey guerrero que avanza con su gran ejército, sino como un Mesías humilde y manso, cumpliendo así la profecía de Zacarías (9,9): "He aquí que tu rey viene a ti; él es justo y victorioso, humilde y. montado en un asno".
La característica de la procesión es el júbilo, gozo que anticipa el de pascua. Es una procesión en honor de Cristo rey; por eso los ornamentos son rojos y se cantan himnos y aclamaciones a Cristo. La Iglesia realiza los acontecimientos del primer domingo de ramos: lo que se lee en el evangelio se vive inmediatamente después en la procesión (1).
La procesión no es simple ostentación, sino algo muy real; en cierto sentido, más real que el mismo acontecimiento original, porque la Iglesia, al celebrar este hecho con fe y devoción, celebra el misterio que se oculta en él. El rey que nosotros aclamamos no es un personaje histórico, sino el que vive y reina por siempre. El significado de la entrada triunfal de Cristo solamente se percibe desde la fe. Jesús entra "para llevar a cabo su obra mesiánica, para sufrir, morir y resucitar".
"¡Bendito el que viene en nombre del Señor!; ¡hosanna en las alturas!" En cada celebración eucarística repetimos esta aclamación al comenzar la oración eucarística. La venida de Cristo en el misterio eucarístico acontece diariamente. En la procesión del domingo de ramos, la Iglesia, representada en cada asamblea litúrgica, sale a recibir y dar la bienvenida a Cristo de una manera especial.
La procesión nos transmite como una anticipación o pregustación del domingo de pascua. La alegría y el triunfo de pascua rompe así la liturgia más bien sombría del domingo de ramos. Las palmas que se bendicen y se llevan en procesión, son emblema de victoria. "Hoy honramos a Cristo, el rey triunfador, llevando estos ramos".
El responsorio que se canta al entrar en la iglesia menciona explícitamente la resurrección: "Al entrar el Señor en la ciudad santa, los niños hebreos profetizaban la resurrección de Cristo".
En la procesión del domingo de ramos, la Iglesia, además de conmemorar un hecho pasado y celebrar una realidad presente, anticipa también su cumplimiento final. La Iglesia espera la completa realización del misterio al final de los tiempos.
Esta nota escatológica está contenida en la oración que se dice en la bendición de los ramos: "A cuantos vamos a acompañar a Cristo aclamándolo con cantos, concédenos entrar en la Jerusalén del cielo por medio de él". Una de las peticiones de laudes, dirigida a Cristo, contiene también este ansia de la plenitud futura. "Tú que subiste a Jerusalén para sufrir la pasión y entrar así en la gloria, conduce a tu Iglesia a la pascua eterna".
Este domingo se llama de dos maneras: domingo de ramos y también domingo de pasión. Ramos por la victoria y pasión por el sufrimiento. La procesión es heraldo de la victoria de pascua; en cambio, la liturgia de la palabra que le sigue nos sumerge en la liturgia del viernes santo. Cristo vencerá efectivamente, pero lo hará por su pasión y muerte.
La primera lectura es del profeta Isaías (50,74). Los sufrimientos del profeta en manos de sus enemigos son figura de los de Cristo. Su serena aceptación de los insultos e injurias nos hace pensar en la humildad de Cristo cuando fue sometido a provocaciones aún peores. Es un sufrimiento aceptado libremente y voluntariamente soportado.
Esta idea de aceptación se encuentra también en la segunda lectura (Flp 2,6-11), que nos dice: "Cristo se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz". Repetimos el mismo tema en el prefacio: "Siendo inocente, se entregó a la muerte por los pecadores y aceptó la injusticia de ser contado entre los criminales".
La segunda lectura nos hace penetrar con profundidad en el misterio de la redención. San Pablo, escribiendo a los filipenses, habla del anonadamiento (kenosis) de Cristo, el cual no sólo "se despojó de sí mismo asumiendo la condición de esclavo", sino que incluso se humilló hasta someterse a la muerte de cruz.
Esta era lo último de la humillación y el anonadamiento, hacerse un proscrito, un desecho de la sociedad. Pero san Pablo, después de sondeadas las profundidades de los sufrimientos de Cristo, eleva en seguida nuestro pensamiento: "Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el `Nombre-sobretodo-nombre`.
La solemne lectura de la pasión es lo más característico de la misa. Siguiendo la actual ordenación litúrgica en tres ciclos, el evangelio puede ser el de Mateo, el de Marcos o el de Lucas. Tradicionalmente se lee el de Mateo.
La lectura del evangelio se despoja de todo ceremonial, incluso en las misas solemnes: no se usan velas ni incienso, y se omite también la señal de la cruz al principio. Simplemente se comienza con el anuncio: "Pasión de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo". El evangelio de la pasión no necesita adornos; ni siquiera requiere introducción ni homilía; habla por sí mismo. Cuando se lee con reverencia, no puede menos de causar una impresión profunda.
Hay muchos libros sobre la vida de Cristo, muchas meditaciones y tratados sobre la pasión. Pero nada causa en nosotros mayor impacto que los escuetos y patéticos relatos de la pasión del Señor que nos ofrecen los mismos evangelistas. No hay en ellos la menor intención de influir en nuestros sentimientos o de presentar una versión intensamente recargada de lo que allí sucedió.
Tampoco se detecta afán alguno de quitar importancia a los sufrimientos físicos y morales del Salvador. Se trata de una narración sencilla, digna y moderada, que, sin embargo, lo dice todo; de tal manera que nos es fácil imaginarnos a nosotros mismos como testigos presenciales de los acontecimientos. Hay en ella drama y patetismo, pero también serenidad. La persona de Cristo descuella entre sus acusadores y perseguidores.
Es costumbre muy acertada el tomar tres lectores para la lectura de la pasión. Ello ayuda a mantener la atención y el interés. Sirve, además, para poner en evidencia las palabras de Cristo, que pueden ser leídas por el mismo celebrante. Un segundo lector se hará cargo del papel de narrador, y otro asumirá las demás partes.
Vincent Ryan
Ver en Wikipedia
Cuenta la historia de un príncipe judío ficticio, Judá Ben-Hur, en la época de Jesucristo. Esta novela se inicia con el nacimiento de Jesús y los Reyes Magos llegando a Jerusalén.
Luego la trama se centra en las aventuras de Ben-Hur quien, pese a su amistad con el romano Messala, un desafortunado accidente lleva a la acaudalada familia de los Hur a la desgracia y convierte a Messala y Ben-Hur en enemigos.
El rico judío fue hecho galeote, es decir, remero en las galeras romanas, uno de los oficios más duros del momento, comúnmente llevado a cabo por delincuentes como castigo y manera de pagar por sus delitos.
Pero el destino hace que, tras una batalla contra los piratas, Ben-Hur se convierte en el hijo adoptivo del noble romano Quinto Arrio.
Ben-Hur logra volver a Oriente, a Antioquía, y con la ayuda del viejo Simónides y el jeque árabe Ilderim, se enfrentará a Messala para lograr su venganza.
Es cuando tiene lugar la famosa carrera de cuadrigas que pasó a convertirse en una de las escenas más míticas de la historia del cine tras la adaptación de la novela por parte de William Wyler en 1959.
Tras el enfrentamiento, Ben-Hur se dirige a Jerusalén, donde se esperaba la aparición del Mesías.
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“Quo vadis?” trata de una gran historia de tensión y drama con toques incluso de terror y elementos de thriller judicial.
Tal y como podemos leer en la sinopsis que ofrece Valdemar para la novela, en esta narrativa histórica podremos encontrar un precedente de los “detectives con toga”.
Efectivamente, el personaje Quilón Quilónides responde a las características incluidas en muchas novelas detectivescas ambientadas en la Antigua Roma que han proliferado en los últimos años.
Una de las sagas más famosas es conocida como “Roma sub rosa”, una serie con más de una docena de libros escritos por Steven Saylor con Gordiano el Sabueso como protagonista.
“Quo vadis?”, expresión latina recogida en la Biblia que significa “¿A dónde vas?”, inicia en el año 63 d. C., cuando Nerón ocupaba el trono imperial de roma.
El incendio de Roma, las primeras persecuciones de cristianos y los espectáculos en el circo romano son algunos de los ambientes que podrá recorrer el lector en una historia que cuenta con San Pablo y San Pedro también entre sus protagonistas.
Algo más alejada en el tiempo de Wallace y Sienkiewicz, no podemos olvidar las novelas de la estadounidense Taylor Caldwell (que quizá muchos conozcáis por su novela sobre Cicerón, La columna de hierro) sobre asuntos relacionados con los primeros tiempos del cristianismo: El gran león de Dios (traducción de Amparo García Burgos, Maeva) sobre san Pablo o Médico de cuerpos y almas (traducción de Ramón Conde Obregón, Maeva), sobre el evangelista san Lucas