Muy relevantes testimonios de la vida cristiana de Elena, animados por la imitaciòn de la humildad, la paciencia y la discreción de Cristo, han permanecido hasta el dìa de hoy.
De familia plebeya y pagana, nació a mediados del siglo III probablemente en Drepamin, en Bitinia en el Golfo de Nicomedia (actual Turquía), ciudad a la que su futuro hijo, el emperador Constantino, daría más tarde el nombre de Helénopolis. Allí, según san Ambrosio, Elena ejercía el oficio de "stabularia", es decir, posadera a cargo de los establos.
De la modestia y delicadeza de Elena se enamoró el joven oficial Costancio Cloro, quien, a pesar de ser de un rango social más alto, quiso casarse con ella, llevándola con él a Dardania, en los Balcanes. La joven, que no tenía derecho a los títulos honoríficos de su marido, fue su fiel esposa y en el 280 en Naisso en Serbia dio a luz a su hijo Constantino.
Las cualidades militares y políticas permitieron a Constancio obtener, junto con Galerio, el título de César; pero era necesario confirmar esta promoción dentro del nuevo sistema político de la Tetrarquía, por lo que los emperadores Diocleciano y Maximiano en el año 293 lo obligaron a repudiar a Elena y a unirse en matrimonio con la hijastra de Maximiano, Teodora.
Por este motivo Elena fue forzada a alejarse de su familia y de su hijo que, hasta entonces había educado con mucho esmero y amor, pero nunca se desanimó y paciente y humildemente, permaneció en las sombras mientras Constantino se educaba en la corte de Diocleciano.
Cuando en el año 305 Constancio Cloro se convirtió en el jefe del imperio, su joven hijo, Constantino, lo siguió en Britania donde tomó parte en la campaña de guerra contra los Pictos y, a la muerte del padre, lo sucedió por aclamación del ejército. Entre sus primeras medidas, el nuevo emperador rehabilitó inmediatamente a su madre Elena Flavia Giulia y le dio el honroso título de Augusta.
Esta mujer, cuya efigie fue grabada en monedas, tuvo desde entonces libre acceso al tesoro imperial y no obstante el encumbramiento de los honores y del poder imperial, su corazón no se enorgulleció ni buscó venganza, al contrario, su poder imperial lo utilizó para hacer el bien:
Incrementando su atención innata al prójimo, prodigándose en limosnas y en diversas formas de ayuda para resolver las necesidades materiales de los pobres, como la liberación de los presos, de las minas y del exilio de muchas personas. Se dice que participaba en las celebraciones religiosas, vistiéndose modestamente y mezclándose con la multitud para invitar a los hambrientos a almorzar, sirviéndoles ella misma en persona.
Las obras de misericordia reflejaban la fe luminosa y contagiosa de Elena, hasta el punto de que muchos se han preguntado si y cuánto Elena pudo haber influido en la conversión de su hijo y en la promulgación del edicto de Milán en el año 313, que daba libertad de culto a los cristianos después de tres siglos de persecución.
Una serie de eventos terribles sacudió la vida de la familia cuando en el año 310 Fausta, hija de Maximiano y segunda esposa de Costantino, le advirtió que Maximiano tramaba un complot. Constantino lo hará morir. Más tarde, en 326 Constantino tambièn hará morir a Crispo, hijo de su primera esposa, Minervina, pues Fausta lo habría acusado falsamente de haberla querido seducir.
Finalmente, cuando Costantino se dió cuenta, demasiado tarde, de la inocencia de su hijo, también hizo morir a Fausta. En medio de tal cadena de odio, traiciones y crímenes, Elena, a la edad de 78 años, supo mantener su fe con firmeza, y decidió emprender una peregrinación penitencial a Tierra Santa.
Allí, con gran espíritu de expiación, hizo edificar las Basílicas de la Natividad en Belén, de la Ascensión en el Monte de los Olivos y convenció a Constantino que construyera la Basílica de la Resurrección.
En el Gólgota, donde hizo derribar los edificios paganos construidos por los romanos, tuvo lugar el prodigioso descubrimiento de la verdadera Cruz: se dice que el cadáver de un hombre depositado sobre la madera de la Cruz volvió a recuperar milagrosamente la vida. Los tres clavos que atravesaron el cuerpo de Cristo fueron donados por Elena a Constantino.
Uno se colocó en la Corona de Hierro conservada en la catedral de Monza, como para recordarnos que no hay soberano tan poderoso que no tenga que obedecer a la sabia voluntad divina. Las preciosas reliquias se conservan hoy en día en la Basílica Romana de Santa Cruz en Jerusalén.
Elena murió en el año 329, a la edad de 80 años, en un lugar no identificado. Fue asistida por su hijo que hizo transportar el cuerpo a Roma en la Via Labicana donde fue sepultado en un imponente mausoleo que lleva su nombre. El sarcófago de pórfido, transportado en el siglo XI a Letrán, se conserva ahora en los Museos Vaticanos.
Su culto se extendió tanto en Oriente como en Occidente, donde se conmemora respectivamente el 21 de mayo y el 18 de agosto y se asocia iconográficamente con el símbolo de la cruz.
La estatura espiritual de Elena mereció que fuera representada en una de las cuatro estatuas monumentales que se hallan al pie de los pilares de la cúpula de Miguel Ángel en la Basílica de San Pedro en Vaticano, junto a san Andrés, Verónica y Longino.
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Según cuenta la leyenda, Mamés ("el que fue amamantado"), del Oriente Bizantino, nació en el seno de una familia modesta. Algunos historiadores datan la fecha de su nacimiento en el 259 y la de su martirio en el 275.
Hijo de Teodoro y Rufina, Mamés nació en prisión al estar encarcelados sus padres por ser cristianos. La madre murió en el parto y el padre murió también muy pronto, siendo ambos elevados a los altares. A partir de entonces, fue criado por una noble patricia, viuda y rica, llamada Ammia, también santa, la cual murió cuando Mamés tenía quince años dejando al joven heredero de su hacienda.
El gobernador de Cesárea de Capadocia (Asia Menor, actual Turquía) sometió a tormentos a Mamés, sin conseguir que abjurara de su fe. Después, lo envió al emperador Aureliano que ordenó someterle a nuevas torturas. Cuenta la leyenda que un ángel lo liberó y le mandó refugiarse en un monte cercano a Cesárea, donde se dedicó al pastoreo.
El gobernador Alejandro lo encuentra y le pone preso. Lo quisieron quemar en el circo pero no lo lograron. Soltaron unos leones y al parecer, Mamés consiguió amansar a los leones a los que había sido entregado en el circo y, ante este portento, decidieron acabar con su vida clavándole un tridente en el abdomen. Sangrando, Mamés consiguió llegar hasta la cueva cerca del teatro. Temerosos de nuevos milagros le mandaron a decapitar, y murió invitado al cielo por los ángeles.
Aunque los datos tradicionales del martirio bajo Aureliano (275 d. C.) no están plenamente confirmados, pueden considerarse verosímiles.
El primer centro de culto a San Mamés fue Cesárea de Capadocia. También tenía santuario en Constantinopla, desde allí trajeron la cabeza del santo al principal centro de culto en Europa, la catedral de Langres (Haute-Marne, Francia), cuyo titular es Saint Mamas, siendo los peregrinos del camino de Santiago quienes trajeron su devoción a España. El santuario Morero en Daroca es el más importante del santo. En la iglesia de Santa María Magdalena en Zaragoza hay un relicario de plata con la cabeza del santo.
Parte de los restos de San Mamés se guardan con mucho cariño en una iglesia de Cavaglio d'Agnona (Italia).
San Mamés está en el santoral de Oriente y de Occidente. El Martirologio lo celebra el 17 de agosto, pero la fiesta se celebra el 7 de agosto.
Tradicionalmente, es el protector de las personas con roturas de huesos y de los lactantes. Sin embargo en la localidad de Murero (Zaragoza) se le considera el abogado de los que sufren de hernia.
El estadio del Athletic Club de Bilbao también está dedicado a este santo, que es muy venerado en la villa vizcaína.
El famoso estadio del Athletic Club de Bilbao dedicado a San Mamés (Catedral del fútbol español).
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Eusebio nació en Grecia y era hijo de un médico. Sucesor del Papa San Marcelo I, su pontificado fue corto, en el año 309 ó 310. El Catálogo Liberiano dice que duró sólo cuatro meses, del 18 de abril al 17 de agosto de 309 ó 310.
Sabemos algunos detalles de su carrera de un epitafio en su tumba, que fue mandado a hacer por el Papa San Dámaso I. Este epitafio llegó a nosotros a través de transcripciones antiguas. Unos pocos fragmentos del original, junto con una copia en mármol del siglo VI hecha para sustituir el original después de su destrucción, fueron hallados por De Rossi en la capilla papal, en las catacumbas de San Calixto.
De este epitafio surge que las graves disensiones internas causadas en la Iglesia Romana por la readmisión de los apóstatas (lapsi) durante la persecución de Diocleciano, y que habían surgido ya bajo el papa Marcelo, continuaron durante el papado de Eusebio.
Ese último mantenía la actitud de la Iglesia Romana, adoptada después de la persecución de Decio (250-251), que los apóstatas no debían ser excluidos por siempre de la comunión eclesiástica, sino por otro lado, debían ser readmitidos sólo después de haber hecho una adecuada penitencia (Eusebius miseros docuit sua crimina flere).
Una facción de cristianos en Roma bajo el liderazgo de un tal Heraclio se oponía a este punto de vista. No se ha determinado si Heraclio y sus seguidores propugnaban una interpretación de la ley más rigurosa (novacianismo) o más indulgente. Esta última, sin embargo, es por mucho más probable en la hipótesis de que Heraclio era el jefe de un partido compuesto por apóstatas y sus seguidores, que demandaban la inmediata restauración al cuerpo de la Iglesia.
Dámaso describe en términos muy fuertes el conflicto que sobrevino (seditcio, cœdes, bellum, discordia, lites). Es probable que Heraclio y sus adeptos buscaran por la fuerza su admisión al culto divino, lo cual resentían los fieles reunidos en Roma alrededor de Eusebio.
En consecuencia, ambos Eusebio y Heraclio fueron desterrados por el emperador Majencio. Eusebio, en particular, fue exiliado a Sicilia, donde murió muy pronto.
El Papa San Melquíades ascendió a la Silla Papal el 2 de julio de 311. El cuerpo de su predecesor fue traído a Roma, probablemente en 311, y el 26 de septiembre (según el "Depositio Episcoporum" en el cronógrafo de 354) fue colocado en un cubículo separado de la catacumba de San Calixto.
Su firme defensa de la disciplina eclesiástica y el destierro que sufrió por ello causaron que fuera venerado como un mártir, y en su epitafio el Papa Dámaso honró a Eusebio con dicho título.
Su fiesta se celebra en algunos sitios el 26 de septiembre.
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Ramón Díaz Perfecto (Pamplona, 1996) ha escrito en Alexia Editorial la novela "Tarsicio y los leones", dirigida fundamentalmente al público juvenil e infantil, acerca de la vida de este joven romano.
Esta novela, tomándose algunas libertades creativas, narra la historia del mártir de la Eucaristía, san Tarsicio, patrón de los monaguillos. Entretenida y formativa, ha hecho llorar y reír por momentos. Está escrita para que los adultos la podamos disfrutar igual que los más jóvenes.
Muy recomendable para niños, que encontrarán en Tarsicio un santo de su edad que hizo grandes cosas por Dios, para jóvenes y para mayores.
Su historia se desarrolla en el siglo tercero. En aquel periodo, el emperador Valeriano persigue a los cristianos y Tarsicio es un joven acólito de la Iglesia de Roma.
Frecuenta las catacumbas de San Calixto y un día, pensando que su juventud habría sido la mejor protección para la Eucaristía, se ofrece para llevar el Pan consagrado a los encarcelados y a los enfermos.
"Me llamo Tarsicio y te recomiendo que dejes de leer esta contraportada cuanto antes. Pero, por si eres de una de esas personas a las que no les importa que les destripen las historias, ahí te va:Nací en Roma hace mucho tiempo, en una época en la que la diversión típica de un niño de mi edad era ir al Coliseo a ver leones devorando gente, cristianos a poder ser. Salvo por ese pequeño detalle, no creo que tu vida y la mía sean muy diferentes. Voy al colegio, me gusta hacer deporte y tengo dos amigos que no cambiaría por nada en el mundo.Los cristianos como yo vivíamos bastante tranquilos hasta que, un día, el emperador se levantó con dolor de cabeza y decidió que se había cansado de nosotros… Pero es que ya estamos entrando en spoilers, así que me callo. Mejor ponte a leer el libro, que es mucho más interesante que este rollo que te estoy contando."
Fue el primero en proclamar su fe en el misterio eucarístico hasta el extremo de consignar su vida. Se le conoce como el protomártir de la Eucaristía. Defendió en silencio a su Dios presente en la Hostia Santa, correspondiendo a la entrega del Amigo que se ofrecía por su vida, y por la de todos, en la Eucaristía.
La información que nos ha llegado es escasa. Casi todo lo que sabemos sobre su vida se debe a un poema compuesto por el Papa san Dámaso, que marcaba su sepultura en las catacumbas de San Calixto.
Ahí se nos cuenta que el joven Tarsicio sufrió un martirio igual que el de san Esteban –es decir, apedreado– por no querer «arrojar las perlas a los cerdos». El Martirologio romano y la tradición oral expanden el relato al decirnos que fue un acólito que ayudó alguna vez en las misas celebradas por el Papa san Sixto.
En aquellos tiempos de persecución, los cristianos eran muy conscientes de que, para superar las pruebas que les aguardaban, necesitaban ser fortalecidos por el alimento del cielo. Edictos como el de Valeriano prohibían la actividad de los presbíteros, por lo que, para burlar la mirada de los carceleros, era corriente enviar a jóvenes con la Comunión que asistieran a quienes aguardaban el martirio.
Un día en que Tarsicio llevaba la Eucaristía a unos encarcelados, se encontró por el camino a unos chicos de su edad que le pidieron ver lo que llevaba encima. Tarsicio se negó y ellos insistieron. Forcejearon, pero no hubo manera de quitárselo.
Así que le atacaron con piedras y palos hasta matarlo. Incluso entonces, Tarsicio permaneció abrazado a la Eucaristía. En esos momentos apareció por ahí un legionario catecúmeno llamado Cuadrato, quien tomó su cuerpo y lo llevó a las catacumbas de San Calixto.
Por todo esto se le considera patrón de los monaguillos y mártir de la Eucaristía.
La madurez de su fe en la Eucaristía, a pesar de su corta edad. Es un tema que me apasiona. La Escritura dice: «Soy más inteligente que los ancianos, porque observo tus preceptos». A veces subestimamos la piedad de los niños o no nos creemos del todo que su fe sea verdadera.
Se dice: «Es solo un niño. Cuando crezca ya decidirá sobre su vocación, sobre su religión, sobre su lo que sea». Pero la sencillez del niño le otorga una sabiduría y un amor que nos sobrepasan. Porque no vienen de este mundo, sino del Padre.
Se calcula que Tarsicio murió con unos diez o doce años. Siendo tan pequeño, entendió que lo que llevaba consigo no era simplemente algo valioso para él. No. Era el mismo cuerpo de Cristo y merecía ser protegido a toda costa. Incluso a costa de su vida. Dios le pidió que lo dejara todo por él.
Podría haber escapado. Podría haber entregado lo que llevaba y seguir una vida tranquila y pacífica. Teniendo en cuenta el miedo que debió pasar, incluso podría no habernos sorprendido. Pero Dios le dio la madurez suficiente para ver que esa vida que podía salvar nada valía en comparación con la que él le había prometido.
La situación de los primeros cristianos es única e irrepetible. Podría parecer que vivimos dos épocas similares: romanos y occidentales contemplamos los últimos estertores de una civilización decadente, que vive a la sombra de lo que una vez fue.
Sin embargo, mi opinión personal es que estas dos sociedades son, en un sentido, radicalmente diversas. Una decayó al constatar su propia insuficiencia. La otra decae por emborracharse de autosuficiencia. Una cayó con paracaídas. La otra lo hace como una nuez.
La sociedad romana provenía de un mundo en tinieblas que no había conocido la luz de Cristo. Un mundo que esperaba «con gemidos de parto» su salvación, consciente de que sus propias fuerzas no le bastaban. Las tinieblas que nos amenazan ahora son de una naturaleza diversa. Nuestra sociedad ha conocido la luz de Cristo... y la ha rechazado.
Los primeros cristianos tuvieron que pintar sobre un lienzo en blanco; nosotros no solo tenemos que seguir pintando ese lienzo, sino que se nos añade el deber de restaurar lo que se ha estropeado. El ejercicio es en parte similar y en parte diverso. Sobre todo, teniendo en cuenta que no se ha estropeado solo. Para bautizar a Cicerón y a Platón se necesitó un poco de agua.
Si se pretende hacer lo mismo con Nietzsche y Hegel habría que dejarlos un par de semanas a remojo en el Jordán. Los primeros trabajaron a oscuras, cometiendo sus errores y aciertos. Los segundos han trabajado sabiendo dónde está el faro de Cristo y remando en la dirección opuesta.
Por otro lado, pienso que nuestra tarea es tan hermosa como la de aquellos cristianos. Restaurar no es simplemente quitar el polvo. Implica volver a pintar. Implica mancharse las manos. Implica buscar formas creativas de recuperar lo que ya se ha perdido, y de lo que no tenemos fotografías. No se trata simplemente de conservar un cuadro sucio, sino de devolverle el color que hacía que estuviera vivo.
Vivimos una época curiosa en la que nos preguntamos qué relevancia tiene para el presente un evento del pasado. A veces volteamos la mirada hacia atrás con desprecio y nos parece imposible que nuestros antepasados hayan sido capaces de construir pirámides sin la ayuda de alienígenas.
Pero el hombre es el hombre. Ayer, hoy y mañana. Con su ingenio y su ambición. Con su grandeza y su miseria. Las circunstancias han cambiado, pero nuestra naturaleza no.
Tarsicio vivió en la Roma pagana del siglo III, pero a Tarsicio le dolía la barriga si comía demasiados dulces y tenía sed si no bebía agua. Sus batallas eran nuestras batallas. Con otros colores. Con otros sabores. Pero al final, él, como nosotros, luchaba por ir al cielo con una naturaleza caída.
Trataría de vivir su fe en una sociedad que remaba en otra dirección y se aburriría los domingos en misa si la homilía era demasiado larga. Lo que le caracteriza es que, en medio de unas vicisitudes tan familiares, decidió no esperar a ser adulto para amar a Dios. No se contentó con entregarle las migajas. Pienso que ese camino de sencillez sigue siendo transitable hoy.
A cualquier persona que disfrute con una buena historia. A niños que quieran reírse un rato y a adultos a los que no les importa derramar una lágrima. A párrocos que busquen material para formar a sus monaguillos y a profesores de lengua que quieran que sus alumnos enganchen con la lectura.
Es un libro gamberro, en el que los protagonistas son chavales normales, a los que no les gusta ir a clase y quieren a sus amigos con locura. Supongo que hay mucho de mi infancia reflejado en las trastadas que hacen. Pero también es un libro que se toma en serio la inteligencia de los lectores más jóvenes.
En mi opinión, no hace falta rebajar el mensaje para que lo entiendan, basta con adaptar el lenguaje. Con delicadeza, se narran persecuciones y martirios; la Eucaristía es un tema central y no faltan conversaciones en torno al dolor. No es para nada una historia oscura, pero tampoco es de color rosa. Tarsicio se ganó el cielo y eso nos inspira a todos: pequeños y mayores.
by Rafa Peña
Salir de una lógica de miedo y desesperación, trabajando para detener los conflictos comenzando por los líderes religiosos cristianos, musulmanes y judíos que "deben mostrar unidad" contra aquellos que "alimentan el odio y el extremismo". Este es el llamamiento lanzado por el Patriarca de Bagdad de los Caldeos, Card. Louis Raphael Sako, enviado a AsiaNews, con motivo del 10º aniversario de la gran huida de los cristianos de Mosul y de la llanura de Nínive, una tragedia colectiva ante el avance del Estado Islámico.
En los 10 primeros días de agosto de 2014, más de 120.000 cristianos abandonaron precipitadamente sus hogares y todas sus posesiones, buscando refugio en Erbil y en el Kurdistán iraquí para escapar de la locura yihadista.
Una década después, el norte de Irak está inmerso en una lenta y difícil tarea de reconstrucción, lastrada por los disturbios, las dificultades económicas y las numerosas guerras que aún se libran en la región, empezando por la que enfrenta a Israel y Hamás en Gaza, con alianzas y repercusiones mundiales.
La propia comunidad cristiana, con sus muertos a manos de los hombres del "califa" al-Baghdadi, lucha por reiniciar y repoblar unas tierras que forman parte de su historia y tradición cultural desde hace milenios. Sin embargo, el camino aún es largo y sólo el 60% ha regresado, como subraya el propio Primado caldeo.
He aquí el mensaje del Patriarca caldeo:
En el décimo aniversario de los crímenes perpetrados por el Estado Islámico (EI, antes Isis), que incluyen el desplazamiento de los cristianos de Mosul y la llanura de Nínive y el genocidio de los yazidíes, los pueblos de Medio Oriente siguen viviendo en un estado constante de miedo, ansiedad y preocupación. Por ejemplo, Tierra Santa está experimentando actualmente asesinatos, desplazamientos, destrucción y atentados, en una escalada de la guerra que está llegando a su clímax y poniendo a toda la región de Medio Oriente en una encrucijada.
Si los sabios y entendidos del mundo no actúan para detener la violencia en curso, que está matando miles de vidas y destruyendo hogares e infraestructuras, acabaremos viviendo en condiciones catastróficas.
Todos dicen de boquilla que están en contra de la guerra, pero todos siguen armándose y luchando. Sin embargo, la paz debería ser siempre un compromiso absoluto. Nosotros, los pueblos de la región y las naciones de Medio Oriente, vivimos codo con codo y no podemos perseguir una condición de aislamiento. Y creemos firmemente que no hay solución en la guerra. En los conflictos todos acabamos perdiendo, como ha afirmado repetidamente el Papa Francisco.
Simplemente necesitamos hoy, más que nunca, aprender las lecciones del pasado para que las tragedias no se repitan ¡Tenemos que trabajar para lograr la paz y la estabilidad, superando y venciendo el mal con el bien, y la guerra con el diálogo y el entendimiento, la exclusión respetando el derecho de los pueblos a la autodeterminación, terminando por respetar el derecho internacional!
La gente está abrumada por el miedo y la desesperación. Dios nos creó para vivir y no para morir impregnados de esta infelicidad y de un sentimiento de miseria; al contrario, todos deberíamos poder vivir juntos en paz, amor y alegría.
Por ello, Occidente debe salir de una lógica sin salida, hecha sólo de discursos y palabras, de la que hasta ahora no ha surgido ninguna solución: al contrario, debe trabajar para poner fin a los conflictos que él mismo alimenta apoyando guerras "por poderes" y esforzarse por construir la paz y la estabilidad en todas partes. Un ejemplo es el conflicto entre Rusia y Ucrania, que ya va por su tercer año y ¡cuyo final no está a la vista!
Los dirigentes y líderes religiosos cristianos, musulmanes y judíos deben alzar la voz y mostrar unidad contra quienes alimentan el odio y el extremismo, haciendo sonar sin descanso los tambores de guerra.
También hago un llamamiento a nuestras Iglesias de Oriente para que muestren y sean portadoras de esperanza, aceptando la invitación del Papa Francisco, que nos pide a todos que seamos "peregrinos de la esperanza" con ocasión del Año Santo 2025.
Por último, deseo oraciones conjuntas entre iglesias y mezquitas, por la paz en nuestra región, según la fórmula: "Oh Señor de la paz, da la paz a nuestro mundo".
* Patriarca de Bagdad de los Caldeos y Presidente de la Conferencia Episcopal Iraquí
Bagdad (AsiaNews) -
La fe en esta verdad consoladora de la Asunción nos mueve a afirmar que «la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los Señores y vencedor del pecado y de la muerte» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 966).
Sabemos pocos detalles acerca de los últimos años de Nuestra Señora en la tierra. Entre la Ascensión y Pentecostés, la Sagrada Escritura la sitúa en el Cenáculo (Cfr. Hch 1, 13-14); después, permanecería sin duda junto a san Juan, pues había sido confiada a sus cuidados filiales (Cfr. Jn 19, 25-27). Pero la Escritura no recoge el momento ni el escenario en que se produjo la Asunción. Según algunos testimonios antiquísimos, habría tenido lugar en Jerusalén; según otros, de origen más reciente, en Éfeso.
Entre las tradiciones de la Ciudad Santa, destacan algunos relatos que pertenecen al género apócrifo del Transitus Virginis o Dormitio Mariæ; con este término siempre se ha querido expresar que el final de la vida de Nuestra Señora se habría parecido a un dulce sueño.
Esos escritos narran que, cuando Santa María dejó este mundo, reunidos los apóstoles alrededor de su lecho, el Señor mismo bajó del cielo acompañado de innumerables ángeles y tomó el alma de su Madre; luego, los discípulos colocaron el cuerpo en un sepulcro y, pasados tres días, el Señor regresó para llevárselo y unirlo al alma en el paraíso.
Al describir estos hechos, los autores diferencian dos lugares: la casa donde se produjo el tránsito y la tumba desde donde el cuerpo de Santa María fue asunto.
En la Ciudad Santa, dos iglesias conservan todavía hoy la memoria de aquellos misterios: en el monte Sión y en Getsemaní.
Encontramos ecos de estos testimonios en las enseñanzas de varios Padres de la Iglesia. San Juan Damasceno, que murió en Jerusalén a mediados del siglo VIII, relata la Asunción de un modo semejante a los apócrifos y además sitúa los acontecimientos en el Cenáculo y en el huerto de los Olivos:
El cuerpo amortajado de la Virgen, «sacado del monte Sión, puesto sobre los hombros gloriosos de los apóstoles, es transportado, con la tumba, en el templo celestial. Pero antes es conducido a través de la ciudad, como una esposa bellísima, adornada por el esplendor inefable del Espíritu; y así es acompañada hasta el huerto santísimo de Getsemaní, mientras los ángeles la preceden, la siguen y la cubren con sus alas, junto a la Iglesia en toda su plenitud» (San Juan Damasceno, Homilia II in Dormitionem Beatæ Mariæ Virginis, 12).
En la Ciudad Santa, dos iglesias conservan todavía hoy la memoria de aquellos misterios: en el monte Sión, a pocos metros del Cenáculo, la basílica de la Dormición; y en Getsemaní, junto al huerto donde Jesús rezó la noche del Jueves Santo, la Tumba de María.
Se encuentra en el monte Sión, es decir, la colina que se encuentra en el extremo suroccidental de la Ciudad Santa y que recibió ese nombre en época cristiana. Allí, alrededor del Cenáculo, nació la primitiva Iglesia; y allí, durante la segunda mitad del siglo IV, se construyó una gran basílica, llamada Santa Sión y considerada la madre de todas las iglesias.
Además del Cenáculo, incluía el lugar del Tránsito de Nuestra Señora, que la tradición situaba en una vivienda cercana. Aquel templo pasó por varias destrucciones y restauraciones en los siglos siguientes, hasta que solo quedó en pie el Cenáculo.
Sin embargo, nunca se olvidó la vinculación de la zona con la vida de Santa María, de forma que en 1910, cuando el emperador de Alemania Guillermo II obtuvo unos terrenos en Sión, se edificó una abadía benedictina con una basílica anexa dedicada a la Dormición de la Virgen.
Se trata de una iglesia de estilo románico alemán con rasgos bizantinos, concebida en dos niveles. En el plano superior se halla la nave principal, de planta circular, rematada con una gran cúpula adornada con mosaicos; alrededor se abren seis capillas laterales y, en la cara oriental, un ábside para el presbiterio, cerrado con bóveda de cañón y una semicúpula también decorada con un gran mosaico.
Descendiendo al piso inferior, la atención se dirige al centro de la cripta, donde hay una imagen yacente de la Santísima Virgen protegida por un pequeño templete. Varias capillas —regalos de diversos países o asociaciones— rodean ese santuario.
Ver en Wikipedia
La fe en esta verdad consoladora de la Asunción nos mueve a afirmar que «la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los Señores y vencedor del pecado y de la muerte» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 966).
Este es, por tanto, el núcleo de la enseñanza transmitida por la Iglesia sobre los misterios últimos de la vida terrena de Nuestra Señora: participando en la victoria de Cristo, Ella ha vencido la muerte y ya triunfa en la gloria celestial en la totalidad de su ser, en cuerpo y alma.
La liturgia nos lo hace contemplar cada año en la solemnidad de la Asunción, el 15 de agosto, y en la memoria de Santa María Virgen, Reina, que se celebra el 22 para recordar que, desde su entrada en el paraíso, ejerce junto a su Hijo su reinado maternal sobre toda la creación.
Sabemos pocos detalles acerca de los últimos años de Nuestra Señora en la tierra. Entre la Ascensión y Pentecostés, la Sagrada Escritura la sitúa en el Cenáculo (Cfr. Hch 1, 13-14); después, permanecería sin duda junto a san Juan, pues había sido confiada a sus cuidados filiales (Cfr. Jn 19, 25-27). Pero la Escritura no recoge el momento ni el escenario en que se produjo la Asunción. Según algunos testimonios antiquísimos, habría tenido lugar en Jerusalén; según otros, de origen más reciente, en Éfeso.
Entre las tradiciones de la Ciudad Santa, destacan algunos relatos que pertenecen al género apócrifo del Transitus Virginis o Dormitio Mariæ; con este término siempre se ha querido expresar que el final de la vida de Nuestra Señora se habría parecido a un dulce sueño.
Esos escritos narran que, cuando Santa María dejó este mundo, reunidos los apóstoles alrededor de su lecho, el Señor mismo bajó del cielo acompañado de innumerables ángeles y tomó el alma de su Madre; luego, los discípulos colocaron el cuerpo en un sepulcro y, pasados tres días, el Señor regresó para llevárselo y unirlo al alma en el paraíso.
Al describir estos hechos, los autores diferencian dos lugares: la casa donde se produjo el tránsito y la tumba desde donde el cuerpo de Santa María fue asunto.
Encontramos ecos de estos testimonios en las enseñanzas de varios Padres de la Iglesia. San Juan Damasceno, que murió en Jerusalén a mediados del siglo VIII, relata la Asunción de un modo semejante a los apócrifos y además sitúa los acontecimientos en el Cenáculo y en el huerto de los Olivos: el cuerpo amortajado de la Virgen,
«Sacado del monte Sión, puesto sobre los hombros gloriosos de los apóstoles, es transportado, con la tumba, en el templo celestial. Pero antes es conducido a través de la ciudad, como una esposa bellísima, adornada por el esplendor inefable del Espíritu; y así es acompañada hasta el huerto santísimo de Getsemaní, mientras los ángeles la preceden, la siguen y la cubren con sus alas, junto a la Iglesia en toda su plenitud» (San Juan Damasceno, Homilia II in Dormitionem Beatæ Mariæ Virginis, 12).
En la Ciudad Santa, dos iglesias conservan todavía hoy la memoria de aquellos misterios: en el monte Sión, a pocos metros del Cenáculo, la basílica de la Dormición; y en Getsemaní, junto al huerto donde Jesús rezó la noche del Jueves Santo, la Tumba de María.
En un artículo anterior se escribió acerca del monte Sión, es decir, la colina que se encuentra en el extremo suroccidental de la Ciudad Santa y que recibió ese nombre en época cristiana. Allí, alrededor del Cenáculo, nació la primitiva Iglesia; y allí, durante la segunda mitad del siglo IV, se construyó una gran basílica, llamada Santa Sión y considerada la madre de todas las iglesias.
Además del Cenáculo, incluía el lugar del Tránsito de Nuestra Señora, que la tradición situaba en una vivienda cercana. Aquel templo pasó por varias destrucciones y restauraciones en los siglos siguientes, hasta que solo quedó en pie el Cenáculo.
Sin embargo, nunca se olvidó la vinculación de la zona con la vida de Santa María, de forma que en 1910, cuando el emperador de Alemania Guillermo II obtuvo unos terrenos en Sión, se edificó una abadía benedictina con una basílica anexa dedicada a la Dormición de la Virgen.
Se trata de una iglesia de estilo románico alemán con rasgos bizantinos, concebida en dos niveles. En el plano superior se halla la nave principal, de planta circular, rematada con una gran cúpula adornada con mosaicos; alrededor se abren seis capillas laterales y, en la cara oriental, un ábside para el presbiterio, cerrado con bóveda de cañón y una semicúpula también decorada con un gran mosaico.
Descendiendo al piso inferior, la atención se dirige al centro de la cripta, donde hay una imagen yacente de la Santísima Virgen protegida por un pequeño templete. Varias capillas —regalos de diversos países o asociaciones— rodean ese santuario.
La Tumba de María se halla en el cauce del torrente Cedrón, en Getsemaní, unas decenas de metros al norte de la basílica de la Agonía y del huerto de los Olivos. Recibe también el nombre de iglesia de la Asunción por los cristianos ortodoxos griegos y armenios, que comparten la propiedad, y por los sirios, coptos y etíopes, que detentan algunos derechos sobre el sitio.
Para llegar al sepulcro venerado hay que descender dos tramos de escaleras: el primero, desde la calle hasta un patio a un nivel inferior, que sirve de atrio a la iglesia y que también conduce a la gruta del Prendimiento; el segundo, dentro del edificio, desde el mismo pórtico hasta la nave.
Esta profundidad se explica porque el lecho del Cedrón se ha elevado con el pasar de los siglos, y porque la construcción conservada hasta nosotros correspondería en realidad a la cripta de la basílica primitiva, cuya obra puede remontarse al siglo IV o V.
En 1972, una inundación obligó a realizar una vasta restauración de la iglesia, y se aprovechó además para acometer investigaciones arqueológicas. Esos estudios, junto con las fuentes históricas, indican que la sepultura donde, según la tradición, reposó el cuerpo de la Virgen formaba parte de un complejo funerario del siglo I.
Había sido enteramente excavado en la roca y contaba con tres ambientes. Cuando se decidió incluir la tumba de Santa María en un edificio de culto, los arquitectos bizantinos debieron de seguir un procedimiento parecido al empleado con el Santo Sepulcro: la aislaron del contorno, eliminando también las otras cámaras; sustituyeron el techo por una cúpula de cantería, y encima levantaron el santuario.
Al igual que sucedió con otros lugares cristianos en Tierra Santa, las invasiones del primer milenio hicieron que el santuario se encontrara deteriorado a la llegada de los cruzados, en el siglo XI.
En 1101 se instaló allí una comunidad de benedictinos de Cluny, y comenzaron las obras de restauración: se abrió la entrada a la cripta, alargando la escalinata; a los lados de la bajada, se prepararon dos capillas, utilizadas más tarde como panteón real; se embelleció la tumba de la Virgen, cubriéndola con un templete de mármol; se reconstruyó la iglesia superior y, al lado, se edificó un monasterio con hospedería para peregrinos y un hospital.
Pocos decenios más tarde, tras la conquista de Jerusalén por Saladino, de todo el complejo solo quedaron la cripta, la fachada y la escalera que las unía, con las dos capillas: es lo que constituye la iglesia actual.
«El misterio de la Asunción de María en cuerpo y alma se inscribe completamente en la resurrección de Cristo. La humanidad de la Madre ha sido "atraída" por el Hijo en su paso a través de la muerte. Jesús entró definitivamente en la vida eterna con toda su humanidad, la que había tomado de María; así Ella, la Madre, que lo ha seguido fielmente durante toda su vida, lo ha seguido con el corazón, ha entrado con Él en la vida eterna, que llamamos también Cielo, Paraíso, Casa del Padre» (Francisco, Homilía, 15-VIII-2013).
Al mismo tiempo, «la Asunción es una realidad que también nos toca a nosotros, porque nos indica de modo luminoso nuestro destino, el de la humanidad y de la historia. De hecho, en María contemplamos la realidad de gloria a la que estamos llamados cada uno de nosotros y toda la Iglesia» (Benedicto XVI, Ángelus, 15-VIII-2012).
Nuestra Señora, hecha partícipe de modo pleno de la obra de nuestra salvación, tenía que seguir de cerca los pasos de su Hijo: la pobreza de Belén, la vida oculta de trabajo ordinario en Nazaret, la manifestación de la divinidad en Caná de Galilea, las afrentas de la Pasión y el Sacrificio divino de la Cruz, la bienaventuranza eterna del Paraíso.
Todo esto nos afecta directamente, porque ese itinerario sobrenatural ha de ser también nuestro camino. María nos muestra que esa senda es hacedera, que es segura. Ella nos ha precedido por la vía de la imitación de Cristo, y la glorificación de Nuestra Madre es la firme esperanza de nuestra propia salvación.
No podemos abandonar nunca la confianza de llegar a ser santos, de aceptar las invitaciones de Dios, de ser perseverantes hasta el final. Dios, que ha empezado en nosotros la obra de la santificación, la llevará a cabo (cfr. Flp 1, 6) (Es Cristo que pasa, n. 176).
La fe en esta verdad consoladora de la Asunción nos mueve a afirmar que «la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los Señores y vencedor del pecado y de la muerte» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 966).
Sabemos pocos detalles acerca de los últimos años de Nuestra Señora en la tierra. Entre la Ascensión y Pentecostés, la Sagrada Escritura la sitúa en el Cenáculo (Cfr. Hch 1, 13-14); después, permanecería sin duda junto a san Juan, pues había sido confiada a sus cuidados filiales (Cfr. Jn 19, 25-27). Pero la Escritura no recoge el momento ni el escenario en que se produjo la Asunción. Según algunos testimonios antiquísimos, habría tenido lugar en Jerusalén; según otros, de origen más reciente, en Éfeso.
Entre las tradiciones de la Ciudad Santa, destacan algunos relatos que pertenecen al género apócrifo del Transitus Virginis o Dormitio Mariæ; con este término siempre se ha querido expresar que el final de la vida de Nuestra Señora se habría parecido a un dulce sueño.
Esos escritos narran que, cuando Santa María dejó este mundo, reunidos los apóstoles alrededor de su lecho, el Señor mismo bajó del cielo acompañado de innumerables ángeles y tomó el alma de su Madre; luego, los discípulos colocaron el cuerpo en un sepulcro y, pasados tres días, el Señor regresó para llevárselo y unirlo al alma en el paraíso.
Al describir estos hechos, los autores diferencian dos lugares: la casa donde se produjo el tránsito y la tumba desde donde el cuerpo de Santa María fue asunto.
En la Ciudad Santa, dos iglesias conservan todavía hoy la memoria de aquellos misterios: en el monte Sión y en Getsemaní.
Encontramos ecos de estos testimonios en las enseñanzas de varios Padres de la Iglesia. San Juan Damasceno, que murió en Jerusalén a mediados del siglo VIII, relata la Asunción de un modo semejante a los apócrifos y además sitúa los acontecimientos en el Cenáculo y en el huerto de los Olivos:
El cuerpo amortajado de la Virgen, «sacado del monte Sión, puesto sobre los hombros gloriosos de los apóstoles, es transportado, con la tumba, en el templo celestial. Pero antes es conducido a través de la ciudad, como una esposa bellísima, adornada por el esplendor inefable del Espíritu; y así es acompañada hasta el huerto santísimo de Getsemaní, mientras los ángeles la preceden, la siguen y la cubren con sus alas, junto a la Iglesia en toda su plenitud» (San Juan Damasceno, Homilia II in Dormitionem Beatæ Mariæ Virginis, 12).
En la Ciudad Santa, dos iglesias conservan todavía hoy la memoria de aquellos misterios: en el monte Sión, a pocos metros del Cenáculo, la basílica de la Dormición; y en Getsemaní, junto al huerto donde Jesús rezó la noche del Jueves Santo, la Tumba de María.
La Tumba de María se halla en el cauce del torrente Cedrón, en Getsemaní, unas decenas de metros al norte de la basílica de la Agonía y del huerto de los Olivos. Recibe también el nombre de iglesia de la Asunción por los cristianos ortodoxos griegos y armenios, que comparten la propiedad, y por los sirios, coptos y etíopes, que detentan algunos derechos sobre el sitio.
Para llegar al sepulcro venerado hay que descender dos tramos de escaleras: el primero, desde la calle hasta un patio a un nivel inferior, que sirve de atrio a la iglesia y que también conduce a la gruta del Prendimiento; el segundo, dentro del edificio, desde el mismo pórtico hasta la nave.
Esta profundidad se explica porque el lecho del Cedrón se ha elevado con el pasar de los siglos, y porque la construcción conservada hasta nosotros correspondería en realidad a la cripta de la basílica primitiva, cuya obra puede remontarse al siglo IV o V.
En 1972, una inundación obligó a realizar una vasta restauración de la iglesia, y se aprovechó además para acometer investigaciones arqueológicas. Esos estudios, junto con las fuentes históricas, indican que la sepultura donde, según la tradición, reposó el cuerpo de la Virgen formaba parte de un complejo funerario del siglo I.
Había sido enteramente excavado en la roca y contaba con tres ambientes. Cuando se decidió incluir la tumba de Santa María en un edificio de culto, los arquitectos bizantinos debieron de seguir un procedimiento parecido al empleado con el Santo Sepulcro: la aislaron del contorno, eliminando también las otras cámaras; sustituyeron el techo por una cúpula de cantería, y encima levantaron el santuario.
Al igual que sucedió con otros lugares cristianos en Tierra Santa, las invasiones del primer milenio hicieron que el santuario se encontrara deteriorado a la llegada de los cruzados, en el siglo XI.
En 1101 se instaló allí una comunidad de benedictinos de Cluny, y comenzaron las obras de restauración: se abrió la entrada a la cripta, alargando la escalinata; a los lados de la bajada, se prepararon dos capillas, utilizadas más tarde como panteón real; se embelleció la tumba de la Virgen, cubriéndola con un templete de mármol; se reconstruyó la iglesia superior y, al lado, se edificó un monasterio con hospedería para peregrinos y un hospital.
Pocos decenios más tarde, tras la conquista de Jerusalén por Saladino, de todo el complejo solo quedaron la cripta, la fachada y la escalera que las unía, con las dos capillas: es lo que constituye la iglesia actual.
«El misterio de la Asunción de María en cuerpo y alma se inscribe completamente en la resurrección de Cristo. La humanidad de la Madre ha sido "atraída" por el Hijo en su paso a través de la muerte.
Jesús entró definitivamente en la vida eterna con toda su humanidad, la que había tomado de María; así Ella, la Madre, que lo ha seguido fielmente durante toda su vida, lo ha seguido con el corazón, ha entrado con Él en la vida eterna, que llamamos también Cielo, Paraíso, Casa del Padre» (Francisco, Homilía, 15-VIII-2013).
Al mismo tiempo, «la Asunción es una realidad que también nos toca a nosotros, porque nos indica de modo luminoso nuestro destino, el de la humanidad y de la historia. De hecho, en María contemplamos la realidad de gloria a la que estamos llamados cada uno de nosotros y toda la Iglesia» (Benedicto XVI, Ángelus, 15-VIII-2012).
Nuestra Señora, hecha partícipe de modo pleno de la obra de nuestra salvación, tenía que seguir de cerca los pasos de su Hijo: la pobreza de Belén, la vida oculta de trabajo ordinario en Nazaret, la manifestación de la divinidad en Caná de Galilea, las afrentas de la Pasión y el Sacrificio divino de la Cruz, la bienaventuranza eterna del Paraíso.
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Como han puesto en evidencia los estudios mariológicos recientes, la Virgen María ha sido honrada y venerada como Madre de Dios y Madre nuestra desde los albores del cristianismo.
En los tres primeros siglos la veneración a María está incluida fundamentalmente dentro del culto a su Hijo.
Un Padre de la Iglesia resume el sentir de este primigenio culto mariano refiriéndose a María con estas palabras: «Los profetas te anunciaron y los apóstoles te celebraron con las más altas alabanzas».
De estos primeros siglos sólo pueden recogerse testimonios indirectos del culto mariano. Entre ellos se encuentran algunos restos arqueológicos en las catacumbas, que demuestran el culto y la veneración, que los primeros cristianos tuvieron por María.
Tal es el caso de las pinturas marianas de las catacumbas de Priscila: en una de ellas se muestra a la Virgen nimbada con el Niño al pecho y un profeta (quizá Isaías) a un lado; las otras dos representan la Anunciación y la Epifanía.
Todas ellas son de finales del siglo II. En las catacumbas de San Pedro y San Marceliano se admira también una pintura del siglo III/IV que representa a María en medio de S. Pedro y S. Pablo, con las manos extendidas y orando.
Una magnífica muestra del culto mariano es la oración “Sub tuum praesidium” (Bajo tu amparo nos acogemos) que se remonta al siglo III-IV, en la que se acude a la intercesión a María.
Los Padres del siglo IV alaban de muchas y diversas maneras a la Madre de Dios. San Epifanio, combatiendo el error de una secta de Arabia que tributaba culto de latría a María, después de rechazar tal culto, escribe: «¡Sea honrada María! !Sea adorado el Señor!».
La misma distinción se aprecia en San Ambrosio quien tras alabar a la « Madre de todas las vírgenes» es claro y rotundo, a la vez, cuando dice que «María es templo de Dios y no es el Dios del templo» , para poner en su justa medida el culto mariano, distinguiéndolo del profesado a Dios.
Hay constancia de que en tiempo del papa San Silvestre, en los Foros, donde se había levantado anteriormente un templo a Vesta, se construyó uno cuya advocación era Santa María de la Antigua. Igualmente el obispo Alejandro de Alejandría consagró una Iglesia en honor de la Madre de Dios. Se sabe, además, que en la iglesia de la Natividad en Palestina, que se remonta a la época de Constantino, junto al culto al Señor, se honraba a María recordando la milagrosa concepción de Cristo.
En la liturgia eucarística hay datos fidedignos mostrando que la mención venerativa de María en la plegaria eucarística se remonta al año 225 y que en las fiestas del Señor -Encarnación, Natividad, Epifanía, etc.- se honraba también a su Madre. Suele señalarse que hacia el año 380 se instituyó la primera festividad mariana, denominada indistintamente «Memoria de la Madre de Dios», «Fiesta de la Santísima Virgen», o «Fiesta de la gloriosa Madre».
El primer Padre de la Iglesia que escribe sobre María es San Ignacio de Antioquía (+ c. 110), quien contra los docetas, defiende la realidad humana de Cristo al afirmar que pertenece a la estirpe de David, por nacer verdaderamente de María Virgen.
Fue concebido y engendrado por Santa María; esta concepción fue virginal, y esta virginidad pertenece a uno de esos misterios ocultos en el silencio de Dios.
En San Justino (+ c. 167) la reflexión mariana aparece remitida a Gen 3, 15 y ligada al paralelismo antitético de Eva-María.
En el Diálogo con Trifón, Justino insiste en la verdad de la naturaleza humana de Cristo y, en consecuencia, en la realidad de la maternidad de Santa María sobre Jesús y, al igual que San Ignacio de Antioquía, recalca la verdad de la concepción virginal, e incorpora el paralelismo Eva-María a su argumentación teológica.
Se trata de un paralelismo que servirá de hilo conductor a la más rica y constante teología mariana de los Padres.
San Ireneo de Lyon (+ c. 202), en un ambiente polémico contra los gnósticos y docetas, insiste en la realidad corporal de Cristo, y en la verdad de su generación en las entrañas de María. Hace, además, de la maternidad divina una de las bases de su cristología: es la naturaleza humana asumida por el Hijo de Dios en el seno de María la que hace posible que la muerte redentora de Jesús alcance a todo el género humano. Destaca también el papel maternal de Santa María en su relación con el nuevo Adán, y en su cooperación con el Redentor.
En el Norte de África Tertuliano (+ c. 222), en su controversia con el gnóstico Marción), afirma que María es Madre de Cristo porque ha sido engendrado en su seno virginal.
En el siglo III se comienza a utilizar el título Theotókos (Madre de Dios). Orígenes (+ c. 254) es el primer testigo conocido de este título. En forma de súplica aparece por primera vez en la oración Sub tuum praesidium. que –como hemos dicho anteriormente- es la plegaria mariana más antigua conocida. Ya en el siglo IV el mismo título se utiliza en la profesión de fe de Alejandro de Alejandría contra Arrio.
A partir de aquí cobra universalidad y son muchos los Santos Padres que se detienen a explicar la dimensión teológica de esta verdad -San Efrén, San Atanasio, San Basilio, San Gregorio de Nacianzo, San Gregorio de Nisa, San Ambrosio, San Agustín, Proclo de Constantinopla, etc.-, hasta el punto de que el título de Madre de Dios se convierte en el más usado a la hora de hablar de Santa María.
La verdad de la maternidad divina quedó definida como dogma de fe en el Concilio de Efeso del año 431.
"¿Y después de la muerte del Salvador? María es la Reina de los Apóstoles; se encuentra en el Cenáculo y les acompaña en la recepción de Aquél que Cristo había prometido, del Paráclito; les anima en sus dudas, les ayuda a vencer los obstáculos que la flaqueza humana pone en su camino: es guía, luz y aliento de aquellos primeros cristianos".(San Josemaría Escrivá)
La descripción de los comienzos de la devoción mariana quedaría incompleta si no se mencionase un tercer elemento básico en su elaboración: la firme convicción de la excepcionalidad de la persona de Santa María -excepcionalidad que forma parte de su misterio- y que se sintetiza en la afirmación de su total santidad, de lo que se conoce con el calificativo de "privilegios" marianos.
Se trata de unos "privilegios" que encuentran su razón en la relación maternal de Santa María con Cristo y con el misterio de la salvación, pero que están realmente en Ella dotándola sobreabundantemente de las gracias convenientes para desempeñar su misión única y universal.
Estos privilegios o prerrogativas marianas no se entienden como algo accidental o superfluo, sino como algo necesario para mantener la integridad de la fe.
San Ignacio, San Justino y Tertuliano hablan de la virginidad. También lo hace San Ireneo. En Egipto, Orígenes defiende la perpetua virginidad de María, y considera a la Madre del Mesías como modelo y auxilio de los cristianos.
En el siglo IV, se acuña el término aeiparthenos —siempre virgen—, que S. Epifanio lo introduce en su símbolo de fe y posteriormente el II Concilio Ecuménico de Constantinopla lo recogió en su declaración dogmática.
Junto a esta afirmación de la virginidad de Santa María, que se va haciendo cada vez más frecuente y universal, va destacándose con el paso del tiempo la afirmación de la total santidad de la Virgen. Rechazada siempre la existencia, de pecado en la Virgen, se aceptó primero que pudieron existir en Ella algunas imperfecciones.
Así aparece en San Ireneo, Tertuliano, Orígenes, San Basilio, San Juan Crisóstomo, San Efrén, San Cirilo de Alejandría, mientras que San Ambrosio y San Agustín rechazan que se diesen imperfecciones en la Virgen.
Después de la definición dogmática de la maternidad divina en el Concilio de Efeso (431), la prerrogativa de santidad plena se va consolidando y se generaliza el título de "toda santa" –panaguía-. En el Akathistos se canta "el Señor te hizo toda santa y gloriosa" (canto 23).
A partir del siglo VI, y en conexión con el desarrollo de la afirmación de la maternidad divina y de la total santidad de Santa María, se aprecia también un evidente desarrollo de la afirmación de las prerrogativas marianas.
Asísucede concretamente en temas relativos a la Dormición, a la Asunción de la Virgen, a la total ausencia de pecado (incluido el pecado original) en Ella, o a su cometido de Mediadora y Reina. Debemos citar especialmente a S. Modesto de Jerusalén, a S. Andrés de Creta, a S. Germán de Constantinopla y a S. Juan Damasceno como a los Padres de estos últimos siglos del periodo patrístico que más profundizaron en las prerrogativas marianas.
Fuente: www.primeroscristianos.com
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